sábado, 15 de noviembre de 2014

Fecha de caducidad


Por fin llegó la tarde del domingo, momento que Helena espera con anticipación durante toda la semana. Su hermano Fernando y su cuñada, por llamarla de algún modo aunque en realidad Ramona es más sirvienta de ambos que pareja de él, van juntos a misa. Helena cuenta con una hora, hora y media si tiene suerte y ellos se entretienen en el camino de vuelta, para ella sola. Durante esos preciosos minutos puede extenderse a sus anchas por los rincones de la casa familiar donde ha vivido desde que nació, donde sus padres murieron hace unos cuantos años.
            Jaume volvió a rechazar su invitación a comer, como cada domingo. Por lo menos Fernando le sigue celebrando las croquetas. “Parecen las de mamá”, volvió a comentar. Ramona dejó todo recogido antes de irse. Eso no es novedad, pero a Helena le consuela constatar que sigue siendo parte de la casa; le asusta la idea de una vida sin ella.
            “Manos a la obra”, se dice, mientras se encamina a la cocina. Jala una silla y la coloca frente al refri. Aquí nadie le dice así a ese aparato, pero ella adoptó el término hace años cuando una prima de México pasó una temporada en este mismo sobreático con ellos.
Abre la puerta y va sacando, uno por uno, los restos de comida envasada de la semana pasada. Primero los yogures. Después un bote con crema de leche y algunos trozos de queso envueltos en plástico. Finalmente la serie de aderezos y los huevos, que pretenden esconderse en la puerta. De los sobrantes de frutas y verduras se encargará Ramona.
Se coloca las gafas, colgadas persistentes de su cuello, y toma con cuidado cada producto. Lo escudriña hasta dar con el lote y la fecha de caducidad. “Ajá. Lo sabía”, comenta en voz alta cuando encuentra algún delincuente. “Tú ya te pasaste”, le advierte amenazante al culpable. Acomoda de mayor a menor los envases caducos sobre la mesa, junto con los pedazos de queso donde detectó alguna mínima mancha verde. A regañadientes, regresa a su lugar los que pasaron la prueba. Le queda la sensación, incómoda como siempre, de que alguno haya podido escapársele.
Tiembla de solo pensarlo. Cómo le gustaría escuchar la voz de su madre reconfortándola, pero aquí solo hay silencio.
            Entonces, se levanta despacio, se alisa el delantal, herencia de doña Ángela, y acerca el bote de basura. Le quita la tapa y se vuelve a sentar. Luego va empujando, uno a uno, cada individuo condenado al borde de la mesa hasta dejarlo caer sobre los otros desperdicios. No se molesta en separar los frascos de vidrio. Como Fernando no está, puede hacer trampa. Para cerrar la operación, llena un recipiente con agua y va introduciendo, con suma atención, cada huevo. Todo el que flote acaba junto con las demás inmundicias. Casi nadie se salva de su furia sanitaria.
            Helena sonríe satisfecha y se instala en la sala. En automático, prende la televisión. Fernando no tarda en regresar, pero si no la atrapa in fraganti, no la riñe. Su mujer, en cambio, calla siempre.
            Para la cena, a su hermano le apetece un yogur y Ramona se lo trae. Cuando lo destapa, suelta una carcajada: “¡Esto está lleno de moho! ¿Qué no es domingo hoy?” Busca con los ojos a Helena, pero ella tiene la mirada fija en la cubierta de aluminio que cuelga del frasco maldito. La cara sonriente de la marca de fábrica se burla de ella triunfante.

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