miércoles, 11 de febrero de 2015

Mar de Cortés (segunda versión)


Toda valentía es una forma de constancia. Es siempre a sí mismo a quien un cobarde abandona primero.
Después de esto, vienen todas las demás traiciones.
Cormac McCarthy

“Si me llego a caer por la borda de la panga, me ahogo seguro”, piensa Fernando al darse cuenta que la embarcación sobre la que se montó con dificultad no lleva chalecos salvavidas. Se le acelera el pulso y le sudan las manos: una mezcla de miedo y de sorpresa ante su propia osadía.  Es la primera vez en su vida que se aventura más allá de tierra firme sin contar, claro, los viajes en golondrina en el puerto de Barcelona. Nunca aprendió a nadar. Puede flotar haciendo el muertito, pero no mucho más. Y le teme al mar, a pesar de haber nacido en el Cantábrico y haberse criado junto al Mediterráneo. Los cien kilos y pico que la vida le ha ido depositando encima a lo largo de seis décadas le impiden moverse con facilidad. Además, tiene la rodilla izquierda maltrecha. Hace más de diez años se rodó por las escaleras del edificio donde vive y decidió no seguir la rehabilitación. Aunque en el agua sus movimientos serían más gráciles, ha ido perdiendo el control sobre su propio cuerpo. Adrián, el lanchero, casi tuvo que cargarlo para ayudarlo a embarcar.
            Sin embargo, Fernando se siente libre. Nunca se imaginó que emprendería otro viaje que lo llevara hasta el norte de México y menos aún que se atrevería a dejar todas sus ataduras al otro lado del Atlántico. Hoy está en la Baja California. Tras una vida de aguantar la respiración, con la cabeza sumergida, se arriesga a tomar una bocanada de aire fresco. Ni en sus fantasías más extravagantes lograba alejarse del piso de sus padres, donde siempre ha vivido. Soñó con Valladolid media docena de veces y con Lanzarote cuando se puso más intrépido. Ahora está en medio del Mar de Cortés y los delfines  saltan junto a él, casi al alcance de su mano. Los lobos marinos duermen echados al sol a escasos metros del lente de su cámara. Y Andrea, su primer amor, su único amor, va sentada del otro lado de la lancha, más de veinte años después de su último encuentro.
            Andrea es hija de Rodrigo, el primo hermano de su madre cuya familia se refugió en México al término de la Guerra Civil. Sí, es su prima segunda. Tiene nueve años menos que él y comparten un apellido. Dos viajes de ella a España  —a sus diecisiete y luego a sus veinte años—, seis meses de cartas que cruzaron el Atlántico en sobres aéreos cada quince días, un viaje de Fernando a México animado por esa correspondencia, una desconexión casi total durante más de dos décadas y un encuentro cibernético hace unos meses fueron suficientes para que Fernando le confesara que seguía enamorado de ella. Esa constancia resucitó en Andrea la ilusión, ahora a sus casi cincuenta y uno. Los impedimentos parecen mucho más sorteables que ayer. Ella corresponde por fin a los sentimientos que él guardó junto a sus cartas en una caja de madera. Hoy Fernando se aventura a viajar a México una vez más. Lleva el rechazo que sufrió durante su primer intento tan agazapado en el fondo del pecho que no lo nota.
            Andrea se guarda el miedo en el mismo lugar. Durante el recorrido en la lancha, va mirando en dirección contraria a Fernando. También se percató de la ausencia de salvavidas. Tampoco es una gran nadadora. Mejor no pensar, ni en eso ni en el inminente retorno de Fernando a Barcelona. En este momento están juntos. Cada tanto estira su mano para rozar la de él. A veces lo logra. Otras solo alcanza a sonreírle. Cuando aparecen los delfines y empiezan a jugar cerca de la barca, ella se instala en la proa, sentada sobre sus piernas cruzadas, y asoma de tanto en tanto la cabeza. Fernando le hace varios retratos. Le encanta el contraste entre su bañador rosa y la blusa roja, medio transparente y con visos plateados, que se puso encima. “¡Qué guapa estás!”, piensa, pero no se lo dice. La presencia de Adrián lo intimida un poco. Los repetidos disparos de la cámara de su amante le hacen saber a Andrea que está guapa. “Te amo”, le dice él sin emitir sonido, moviendo solo los labios. “No te vayas”, contesta ella de igual modo mientras respira profundo para detener la tristeza que amenaza con nublarle los ojos. Él sigue fotografiando animales exóticos.
            Al cabo de unos cuarenta minutos llegan a la Isla Coronado, excursión turística obligada para quienes visitan la zona. Desembarcan en una ribera desierta, custodiada por una tropa de pelícanos que aguardan, formados en la orilla, la llegada de las lanchas y las sobras de pescado. No es temporada alta. Hace un calor infernal, más de cuarenta grados, y hay pocos visitantes. A Fernando le gustaría quedarse unas horas a solas con Andrea. Nunca imaginó que pisaría el paraíso de esa mano anhelada durante tres décadas. Quisiera prolongar la dicha, más ahora, a unos cuantos días de su vuelta a casa.
—¿Nos bañamos? —lo invita Andrea.
Él le toma la mano sin decir nada. Juntos caminan por la arena blanquísima hacia el agua turquesa que les permite andar un buen trecho sin cubrirlos.
—¿Sabes?
—Dime.
—Es la primera vez que soy feliz en una playa —declara Fernando.
Al cabo de un rato, Adrián les informa que es tiempo de emprender el regreso. Se les va agotando el viaje. Ambos lo saben. Ninguno toca el tema. El recorrido hacia Loreto, el pueblo donde se hospedan, lo hacen otra vez de espaldas el uno al otro. Se distraen haciendo más fotos y esconden la zozobra que adivinan bajo los sombreros que los guardan del sol. Del miedo a ahogarse no hay quien los proteja. Tampoco habrá salvavidas en el momento de la despedida.
De vuelta en el hotel, Fernando y Andrea se meten a la piscina (“alberca” la llama ella) y se acarician bajo el agua. Un colibrí se acerca buscando el néctar de las flores que cuelgan de la barda. Fernando lo mira embelesado. Es la primera vez que ve uno. Andrea no se lo puede creer. No sabe que es un ave americana, inexistente en Europa.
—¿Sabes? —pregunta ella.
—Dime —dice él.
—Según los antiguos aztecas, los colibrís son los guerreros muertos en batalla que regresan a alimentarse de las flores.
Fernando la mira, como la miró hace más de treinta años en la Estación de Francia en Barcelona cuando ella estaba por tomar el tren nocturno a Madrid, rumbo a casa de sus padres en la Ciudad de México. Ella le sostiene la mirada, como entonces. Él entiende que le está pidiendo que sea valiente, pero no sabe cómo. Ella se impulsa hacia arriba golpeando con los pies el fondo de la piscina. Se agarra de los hombros de él y le abraza el torso con las piernas. Alcanza su boca y abre la suya, ofreciéndose como no lo hizo en el pasillo de aquel tren, después de que él le ayudara a subir la maleta. Él la recibe toda y entrelaza su lengua con la de ella.
—Quédate —le pide Andrea, dejando su aliento mezclado con la saliva de él.
—No puedo. No me atrevo.
—Ya te atreviste… —le responde ella aun sintiendo que está por perder la batalla.

Una semana más tarde, Fernando está de nuevo en su edificio del ensanche barcelonés. México, Andrea y los colibrís no son ya más que un sueño del que despertó para volver a sumergirse en la cotidianidad anaeróbica del sobreático primero. Con su silencio, accedió a la propuesta de Hortensia, la mujer que ve por él de este lado del Atlántico, de hacer borrón y cuenta nueva. En la tele repiten un documental sobre belugas y Andrea debe estarse sintiendo como se sintió él al regreso de su primer viaje a México —cuando fue ella quien lo abandonó—: por completo traicionada.

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