martes, 24 de julio de 2018

De tarde en Cuernavaca


Regresábamos Santiago y yo de México. Tuvimos que tomar el camión hasta la mera estación, pues no me dejaron subir conmigo la maleta porque llevaba una botella abierta de Fernet. "Tiene que ir en el compartimento para equipaje", fue la inapelable sentencia. Esto impedía que nos bajáramos en la esquina de la casa, donde el camión hace una parada relámpago, sin abrir el mentado compartimento.

Me enojé. Juré que no bebería el alcohol en el camino. "Pregunte en la ventanilla", si quiere. Pregunté y la respuesta fue la misma. "La botella ya está abierta." O sea, que si hubiera ido sellada, yo habría podido sacarla, quitarla el sello y bebérmela entera. Menos mal que, de cualquier modo, me dejaron pasarla y no decidieron quitármela "por seguridad".

Traté de dormir en el trayecto. Imposible. Finalmente llegamos a la estación del Centro, donde nunca había puesto pie. "¿Y si nos tomamos algo en El Alondra?", le sugerí a Santiago. "Sale", contestó.

Así, caminamos una cuadra, nos sentamos en el café frente a la catedral y pedimos un smoothie de guanábana, él, y un capuchino (sin canela), yo. Y un churro para cada quien.

Y entonces se abrió la cortina/techo que cubre la terraza y junto a un foco, aún apagado, se asomaba la luna.



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