jueves, 28 de septiembre de 2017

Víspera de San Miguel 3


Ayer iba hacia la universidad, donde se reanudaba mi taller de escritura de textos académicos, suspendido la semana pasada debido al terremoto. De camino, aún mareada de pronto o asustada o solo muy vulnerable, recordé que se acercaba San Miguel. ¿Dónde podría encontrar las cruces de pericón (esa flor amarilla, casi naranja, de olor muy penetrante, típica de esta época del año, junto con el maíz y las flores de calabaza)? Cada año pongo una en la puerta de mi casa y en el cofre de mi auto. Como protección. Porque justo hoy el chamuco anda suelto (aunque parece que ya lleva mucho más tiempo así). Es una costumbre heredada de mi abuela Rosa y es una invocación a los protectores. Las cruces se quedan un año (a menos que la del coche se caiga antes, lo cual a veces sucede y otras, no).

Y mientras subía, antes de la curva pronunciada que anuncia que el campus está cerca, vi una camioneta azul estacionada del lado derecho, con una cuerda enfrente de las ventanas, de la cual colgaban varias cruces. Dudé en pararme, pero tenía tiempo y encontré un lugar justito adelante. Me paré. Me bajé. Llegué al vehículo e inmediatamente apareció el dueño: Un joven, muy joven, seguido de un bebé de dos años más o menos.



—¿A cómo las cruces? ¿Tiene chiquitas para el coche?
—Las grandes a $15 (en realidad eran enormes, o sea, hechas con ramos gruesos de pericón) y las chicas (que en realidad eran grandes) a $10. Está escaso el pericón.
—Pues con todo lo que ha pasado (aunque realmente no sé qué relación hay entre lo que ha pasado y las flores; quizá el exceso de lluvia). Deme dos y un ramo de pericón. ¿A cómo el ramo?
—También a $10. Están recién cortados. ¿Quiere que le ponga la del coche?
—No, gracias; llevo prisa. (Pero en realidad no llevaba prisa.) Bueno sí. Voy a dar clase a la UAEM pero tengo tiempo.
—Yo estudiaba ahí. Ingeniería química. Pero lo dejé.
—No me diga. ¿Por qué?
—(Y señaló a su hijo.) Son dos. Hay que ver por ellos. No alcanza.
—Uy, qué lástima. Ojalá pueda volver.
—Esa es mi idea.



Entonces con todo cuidado, amarró la cruz del coche (mientras el niño se asomaba al motor) y se hizo cargo de la cruz del año pasado (ya casi por completo quemada, pero resistiendo). Nos estrechamos la mano y nos deseamos cosas buenas.


Así la víspera de San Miguel. Este año del temblor. Con más solidaridad.
Con más contacto. Más humanos.

















martes, 26 de septiembre de 2017

Invitado: Dalai Lama XIV


Hay algo gravemente faltante


Está claro que hay algo gravemente faltante en la manera en que nosotros los humanos estamos haciendo las cosas. ¿Pero qué es lo que nos hace falta? El problema fundamental, me parece, es que en cada nivel estamos prestando demasiada atención a los aspectos externos y materiales de la vida, mientras que descuidamos la ética moral y los valores internos.  Por valores internos me refiero a las cualidades que todos apreciamos en los demás y hacia las cuales todos tenemos un instinto natural, legado por nuestra naturaleza biológica como animales que sobreviven y florecen solo en un ambiente de cuidado, afecto y calidez emocional o, en una sola palabra, compasión. La esencia de la compasión es un deseo de aliviar el sufrimiento de los demás y promover su bienestar. Este es el principio espiritual del cual emergen todos los demás valores internos positivos.  

Original en inglés y fuente, aquí.
Traducción al español, mía.

lunes, 25 de septiembre de 2017

Invitado: Mark Epstein


El trauma de estar vivos

HABLANDO con mi madre, de ochenta y ocho años de edad, cuatro años y medio después de la muerte de mi padre a causa de un tumor cerebral, me sorprendió escuchar cómo se cuestionaba a sí misma. Uno pensaría que, a estas alturas, ya lo habría superado,” dijo, refiriéndose al dolor de perder a mi padre, su marido durante casi sesenta años. “Ya han pasado más de cuatro años y yo sigo alterada.”

No estoy seguro si me hice psiquiatra porque a mi madre le gustaba hablarme de esta manera cuando yo era joven o si me habla de esta manera ahora porque me hice psiquiatra, pero me dio gusto tener esta conversación con ella. Es necesario hablar de la pena surgida de la pérdida. Cuando se soporta de forma demasiado privada, tiende a corroer su propio apoyo. 

“El trauma nunca desaparece por completo,” le respondí. “Cambia quizás, se suaviza un poco con el tiempo, pero nunca desaparece por completo. ¿Qué te hace pensar que deberías haberlo superado completamente? No creo que funcione de esa manera.” Hubo un sentido palpable de alivio a medida que mi madre contempló mi opinión.

“¿No tengo que sentirme culpable por no haberlo superado?”, preguntó. “Me tomó diez años después de que muriera mi primer esposo,” recordó de pronto, pensando en su novio de la universidad, en su muerte repentina debida a una condición cardiaca cuando ella tenía veintitantos años, unos cuantos antes de conocer a mi padre. 

Nunca supe del primer marido de mi madre hasta un día en que estaba jugando Scrabble, cuando tenía diez u once años, y abrí su gastada copia del Webster’s Dictionary para buscar una palabra. Ahí, en la parte interior de la portada, estaba su nombre, manuscrito por ella en tinta negra. Solo que no era su nombre actual (y no era su nombre de soltera). Era otro nombre extraño: no Sherrie Epstein, sino Sherrie Steinbach: una versión alternativa de mi madre, al mismo tiempo enteramente familiar (en su caligrafía particular) y completamente ajena. 

 “¿Qué es esto?” recuerdo que le pregunté, mientras sostenía el descolorido diccionario azul, y la historia se desgranó atropelladamente.  A partir de entonces, rara vez se habló de ello, por lo menos hasta que mi padre murió medio siglo después, momento en el cual mi madre empezó a traerla a colación, esta vez por voluntad propia. No estoy seguro de que el trauma de la muerte de su primer marido hubiera llegado a desaparecer por completo; parecía estar surgiendo otra vez en el contexto de la muerte de mi padre.

El trauma no es solo el resultado de los desastres mayores. No les sucede solo a algunas personas. Un trasfondo de trauma corre a través de la vida cotidiana, atravesada, tal como está, por la conmoción de la impermanencia. Me gusta decir que, si no estamos sufriendo de un trastorno de estrés postraumático, estamos sufriendo de un trastorno de estrés pretraumático. No hay manera de estar vivos sin estar conscientes del potencial para el desastre.  De un modo u otro, la muerte (y sus primos: la vejez, la enfermedad, los accidentes, la separación y la pérdida) pende sobre todos nosotros. Nadie es inmune. Nuestro mundo es inestable e impredecible y opera, en gran medida y a pesar del increíble progreso científico, fuera de nuestra capacidad para controlarlo.

Mi respuesta a mi madre —que el trauma nunca desaparece del todo— apunta a algo que he aprendido a lo largo de mis años como psiquiatra. Al resistirnos al trauma y defendernos para evitar sentir su impacto pleno, nos privamos de su verdad. Como terapeuta, puedo testificar sobre cuán difícil puede ser reconocer la propia angustia y admitir la propia vulnerabilidad. La reacción instintiva de mi madre,  “¿No debería ya haber superado esto a estas alturas?”, es muy común.  Hay una premura por lo normal en muchos de nosotros que nos impide el acceso no solo a la profundidad de nuestro propio sufrimiento, sino también, en consecuencia, al sufrimiento de los demás.

Cuando golpean los desastres, podemos tener una respuesta empática inmediata, pero por debajo solemos estar condicionados a creer que lo “ normal es donde todos deberíamos estar. A las víctimas de los bombardeos en el Maratón de Boston les tomará años recuperarse. Los soldados que regresan de la guerra llevan sus experiencias de los campos de batalla en su interior. ¿Podemos nosotros, como comunidad, mantener a estas personas en nuestros corazones durante años? ¿O seguiremos adelante, esperando que ellos sigan adelante, de la manera en que el padre de uno de mis amigos esperaba que su hijo de cuatro años —mi amigo— siguiera adelante después de que su madre se suicidó, diciéndole una mañana que ella había desaparecido y nunca mencionándola de nuevo? 

EN 1969, después de trabajar con pacientes en etapa terminal, la psiquiatra suiza Elisabeth Kübler-Ross sacó el trauma de la muerte fuera del clóset con la publicación de su revolucionario trabajo, Sobre la muerte y el morir. Ella delineó un modelo del duelo en cinco etapas: negación, enojo, negociación, depresión y aceptación. Su trabajo fue radical en esa época. Convirtió la muerte en un tema normal de conversación, pero tuvo el efecto inadvertido de hacer a la gente sentir, como le sucedió a mi madre, que el duelo es algo que hay que hacer correctamente.

El duelo, sin embargo, no tiene cronograma. La pena no es igual para todo el mundo. Y no siempre desaparece. Lo más cercano a un consenso sobre el tema entre los terapeutas de hoy es la convicción de que la manera más sana de lidiar con el trauma es aceptarlo, en lugar de tratar de mantenerlo a raya. El apremio reflexivo hacia lo normal es contraproducente. En el intento por encajar, por ser normal, la persona traumatizada (y eso nos incluye a la mayoría) se siente alienada. 

Mientras que estamos acostumbrados a pensar en el trauma como el resultado inevitable de un cataclismo mayor, la vida diaria está llena de traumas pequeños. Las cosas se rompen. La gente lastima nuestros sentimientos. Las garrapatas portan la enfermedad de Lyme. Las mascotas se mueren. Los amigos se enferman e incluso se mueren. 

“Están disparándole a nuestro regimiento ahora", dijo un amigo de sesenta años el otro día mientras hacía un recuento de las diversas enfermedades de sus allegados. “Somos los que venimos subiendo por la colina.” Tenía razón, pero los sustentos traumáticos de la vida no son específicos para ninguna generación. El primer día de clases y el primer día en un centro de vida asistida son notablemente similares.  La separación y la pérdida nos tocan a todos. 

Me sorprendió cuando mi madre mencionó que le había tomado diez años recuperarse de la muerte de su primer esposo. Yo habría tenido seis o siete años, pensé para mí, para cuando ella empezó a sentirse mejor. Mi padre, aunque fue un médico compasivo, no había querido lidiar con ese aspecto de la historia de mi madre. Cuando ella se casó con él, le dio las fotografías de su boda anterior a una hermana para que se las guardara. Yo nunca supe de ellas ni pensé en preguntar por ellas, pero tras la muerte de mi padre, mi madre de pronto se abrió mucho respecto a este periodo escondido de su vida, que se había quedado a la espera, sin que nadie lo abordara más que esporádicamente, durante sesenta años.

Mi madre se estaba sometiendo a la misma presión al lidiar con la muerte de mi padre como lo había hecho cuando murió su primer marido. El trauma temprano estaba condicionando el más tardío, y las dificultades solo se estaban intensificando. Me dio gusto ser psiquiatra y me sentí agradecido de mis inclinaciones budistas cuando hablé con ella. Le podía ofrecer algo más allá de los embaucos del apremio hacia lo normal. 

La disposición para enfrentar los traumas —ya sean grandes, pequeños, primitivos o frescos— es la clave para curarse de ellos. Quizá nunca desaparezcan de la forma en que pensamos que deberían, pero quizá no necesitamos que lo hagan. El trauma es un aspecto de la vida que no se puede arrancar. Somos humanos como resultado de ello, no a pesar de ello. 


Mark Epstein es psiquiatra y autor —más recientemente— del libro de próxima aparición, The Trauma of Everyday Life (El trauma de la vida cotidiana).

Original en inglés, aquí.
Traducción al español, mía.

viernes, 22 de septiembre de 2017

mi tía Marisa (2)


Hoy, en la madrugada, recién iniciado el día, murió mi tía Marisa (aquí una semblanza que hice de ella hace cinco años).

Hoy aprovecho este espacio para mandarle todo mi cariño y mi aspiración de que su tránsito sea fluido y suave, como me cuenta mi prima Carmela que fue su muerte.


Y la recuerdo aquí, en su casa, en su rancho querido, caminando del brazo de mi hijo y platicando mucho mucho, como siempre hacía, en el verano del 2010:

























domingo, 10 de septiembre de 2017

dos soledades


dos soledades
solas
en plena oscuridad

dos miradas
se cruzan

un instante se reconocen
un saludo, aun

una añoranza, quizá
el velo de un miedo añejo

de nuevo se cruzan 
distantes

en plena oscuridad
solas
dos soledades

sábado, 9 de septiembre de 2017

:r:i:t:m:o: :v:i:s:u:a:l:


Hace unos días aprendí que algo que capto intuitivamente en algunas fotos tiene, de hecho, un nombre: ritmo visual.

Se trata de un elemento más de la composición, que consiste en la repetición y ordenamiento de las formas, las colores o las líneas . El ritmo puede ser uniforme (formas repetidas regularmente), alterno (combinación de dos o más formas), creciente (formas que se agrandan) o decreciente (formas que se empequeñecen), radial (expansión progresiva a partir de un punto central), o simétrico (repetición de la misma forma a ambos lados de una imagen).

Bueno, eso es en cuanto a técnica (para no olvidarme y poder seguir experimentando).

Lo que en realidad me resulta fascinante es nuestra capacidad de nombrar aquello que percibimos sin el filtro de los conceptos y las palabras. Es, sin duda, un proceso inevitable e incluso necesario para poder comunicarnos con los demás. El riesgo es dejar de ver lo que la intuición nos muestra por aferrarnos demasiado a la etiqueta que le superponemos.

En fin, he aquí una muestra de imágenes con ritmo visual:


edificio en Madrid


pan en la Feria de Tlaltenango



sombras en la calle

viernes, 8 de septiembre de 2017

Invitado: Santiago Bellon Iglesias


Añoranza

Me levanto del asiento del camión y me aproximo a la puerta de salida. El sonido del timbre y apertura de puertas subsecuentes me reciben con una oleada de calor húmedo. Cuernavaca y su inconfundible temperatura. Claro, tampoco podía faltar el “¡Ese güero!” de los vendedores ambulantes en la esquina de Ávila Camacho. Después de esta jocosa bienvenida, me dispongo a avanzar por la pronunciada pendiente que eventualmente me llevará a mi calle.
Después de unos minutos de penoso ascenso, comienzo a divisar los diversos establecimientos que pueblan la avenida. Los abarrotes, el changarro de micheladas, los restaurantes... Observo caras conocidas franqueando los umbrales de aquellos locales que tantas veces he visto, sin llegar a entrar. La mayoría de estas caras no me saludan, pero noto señales de reconocimiento casi imperceptibles en sus facciones cuando posan sus ojos sobre los míos.
Cruzo una calle, e inmediatamente me atrapa el embriagador aroma de tacos al pastor. Los gritos de los meseros, el calor del fuego y el sonido de la carne marinada cocinándose a fuego lento en el trompo me hacen agua la boca. Son incontables las veces que mi paladar se ha deleitado con un alambre y un agua de horchata en esta, mi taquería favorita. Enseguida me encuentro frente a frente con el mecánico de la esquina, el cual siempre me sorprende por su inconfundible parecido a Elijah Wood. De nuevo, sin saludarnos pero reconociéndonos el uno al otro.
Finalmente doblo la esquina en San Jerónimo, la calle en donde he vivido durante los últimos 12 años. Siento mis pies golpeando el pavimento a cada paso, el sol provinciano acariciando mi piel, escucho los trinos de los pájaros que anuncian el atardecer. Los recuerdos se agolpan en mi mente, recordándome momentos en que todo era más fácil, en que no tenía que pensar constantemente en el mañana; solo me tenía que preocupar por llegar a mi hogar sano y salvo. Ahora nada más vengo de visita, los recuerdos se combinan con angustia, con incertidumbre y melancolía. Pero mi corazón da un vuelco y mi respiración se tranquiliza cuando el portón de mi fraccionamiento se abre, extendiéndome los brazos como diciendo: Bienvenido a casa.

jueves, 7 de septiembre de 2017

/-2-//-s-/-e-/-m-/-a-/-n-/-a-/-s-//-2-/


Pues eso, que ya se han pasado dos semanas, quince días, 336 horas, desde la última publicación en el blog. Ma. Eugenia, mi comadre, dice que cuando esto sucede, ella sabe que algo me está pasando. Emocionalmente. Que las cosas no andan del todo bien o andan muy movidas. Afuera, quizás, pero probablemente, más adentro. Casi seguro.

Y no se equivoca. 

A mí, la llegada del otoño suele hacérseme cuesta arriba. Y eso que aún no llega. Oficialmente. Porque el clima ha estado, bueno, más "veraniego" que de costumbre: Lluvia incesante, casi total ausencia de sol y viento helado. Si a eso le sumamos, el silbato de los policías que intentan dirigir el tráfico enloquecido por la Feria de Tlaltenango, el tiempo está en plena metamorfosis.

Y así mi humor, mi salud, mi ánimo.

Aclimatarme de nuevo al trabajo ha sido más arduo que otros años. Tal vez porque la vuelta a las clases coincidió con la partida de Santiago a las suyas en la UNAM en México. Y también porque el número de horas frente a alumnos aumentó considerablemente, incluyendo por lo menos cuatro grupos con caras nuevas. 

Se han quejado mis rodillas. Y mi panza. Y mi cabeza. Y mi mente, por supuesto. Le cuesta (me cuesta) soltar. Y suelta, finalmente, (suelto) pero luego se (me) vuelve(o) a apegar.

Y me resisto. Y me tenso. Y me sigo tensando. Hasta que la tensión alcanza su punto máximo: Y entonces me caigo (por fortuna, del suelo no paso), o lloro (con razón o sin ella), o intento escribir (y no puedo). Y entonces vuelvo a soltar (cuando ya no queda de otra): Me levanto. Sigo llorando. Dejo de llorar. Vuelvo a escribir. Lloro un poco más.

Y me voy a dar un paseo por la feria. Y compro macetas (para trasplantar violetas), cocoles (para que Santiago se lleve a México) y me encuentro imágenes:



Como la vida.

Siempre en movimiento.

Yendo hacia arriba.
Hacia abajo.

En soledad.
O en compañía.

Y el ciclo vuelve a empezar. Las rodillas, a sanar. Las migrañas, a ceder.

El sol, a abrirse paso entre las nubes.
(Unos días más que otros.)

Y las palabras, a abrirse paso entre la ansiedad y los silencios.
(De momento y, después, ya veremos...)