HABLANDO con mi madre, de ochenta y ocho años de edad, cuatro años y medio después de la muerte de mi padre a causa de un tumor cerebral, me sorprendió escuchar cómo se cuestionaba a sí misma. “Uno pensaría que, a estas alturas, ya lo habría superado,” dijo, refiriéndose al dolor de perder a mi padre, su marido durante casi sesenta años. “Ya han pasado más de cuatro años y yo sigo alterada.”
No estoy seguro si me hice psiquiatra porque a mi madre le gustaba hablarme de esta manera cuando yo era joven o si me habla de esta manera ahora porque me hice psiquiatra, pero me dio gusto tener esta conversación con ella. Es necesario hablar de la pena surgida de la pérdida. Cuando se soporta de forma demasiado privada, tiende a corroer su propio apoyo.
“El trauma nunca desaparece por completo,” le respondí. “Cambia quizás, se suaviza un poco con el tiempo, pero nunca desaparece por completo. ¿Qué te hace pensar que deberías haberlo superado completamente? No creo que funcione de esa manera.” Hubo un sentido palpable de alivio a medida que mi madre contempló mi opinión.
“¿No tengo que sentirme culpable por no haberlo superado?”, preguntó. “Me tomó diez años después de que muriera mi primer esposo,” recordó de pronto, pensando en su novio de la universidad, en su muerte repentina debida a una condición cardiaca cuando ella tenía veintitantos años, unos cuantos antes de conocer a mi padre.
Nunca supe del primer marido de mi madre hasta un día en que estaba jugando Scrabble, cuando tenía diez u once años, y abrí su gastada copia del Webster’s Dictionary para buscar una palabra. Ahí, en la parte interior de la portada, estaba su nombre, manuscrito por ella en tinta negra. Solo que no era su nombre actual (y no era su nombre de soltera). Era otro nombre extraño: no Sherrie Epstein, sino Sherrie
Steinbach: una versión alternativa de mi madre, al mismo tiempo enteramente familiar (en su caligrafía particular) y completamente ajena.
“¿Qué es esto?” recuerdo que le pregunté, mientras sostenía el descolorido diccionario azul, y la historia se desgranó atropelladamente. A partir de entonces, rara vez se habló de ello, por lo menos hasta que mi padre murió medio siglo después, momento en el cual mi madre empezó a traerla a colación, esta vez por voluntad propia. No estoy seguro de que el trauma de la muerte de su primer marido hubiera llegado a desaparecer por completo; parecía estar surgiendo otra vez en el contexto de la muerte de mi padre.
El trauma no es solo el resultado de los desastres mayores. No les sucede solo a algunas personas. Un trasfondo de trauma corre a través de la vida cotidiana, atravesada, tal como está, por la conmoción de la impermanencia. Me gusta decir que, si no estamos sufriendo de un trastorno de estrés postraumático, estamos sufriendo de un trastorno de estrés pretraumático. No hay manera de estar vivos sin estar conscientes del potencial para el desastre. De un modo u otro, la muerte (y sus primos: la vejez, la enfermedad, los accidentes, la separación y la pérdida) pende sobre todos nosotros. Nadie es inmune. Nuestro mundo es inestable e impredecible y opera, en gran medida y a pesar del increíble progreso científico, fuera de nuestra capacidad para controlarlo.
Mi respuesta a mi madre —que el trauma nunca desaparece del todo— apunta a algo que he aprendido a lo largo de mis años como psiquiatra. Al resistirnos al trauma y defendernos para evitar sentir su impacto pleno, nos privamos de su verdad. Como terapeuta, puedo testificar sobre cuán difícil puede ser reconocer la propia angustia y admitir la propia vulnerabilidad. La reacción instintiva de mi madre, “¿No debería ya haber superado esto a estas alturas?”, es muy común. Hay una premura por lo normal en muchos de nosotros que nos impide el acceso no solo a la profundidad de nuestro propio sufrimiento, sino también, en consecuencia, al sufrimiento de los demás.
Cuando golpean los desastres, podemos tener una respuesta empática inmediata, pero por debajo solemos estar condicionados a creer que lo “ normal” es donde todos deberíamos estar. A las víctimas de los bombardeos en el Maratón de Boston les tomará años recuperarse. Los soldados que regresan de la guerra llevan sus experiencias de los campos de batalla en su interior. ¿Podemos nosotros, como comunidad, mantener a estas personas en nuestros corazones durante años? ¿O seguiremos adelante, esperando que ellos sigan adelante, de la manera en que el padre de uno de mis amigos esperaba que su hijo de cuatro años —mi amigo— siguiera adelante después de que su madre se suicidó, diciéndole una mañana que ella había desaparecido y nunca mencionándola de nuevo?
EN 1969, después de trabajar con pacientes en etapa terminal, la psiquiatra suiza Elisabeth
Kübler-Ross sacó el trauma de la muerte fuera del clóset con la publicación de su revolucionario trabajo, Sobre la muerte y el morir. Ella delineó un modelo del duelo en cinco etapas: negación, enojo, negociación, depresión y aceptación. Su trabajo fue radical en esa época. Convirtió la muerte en un tema normal de conversación, pero tuvo el efecto inadvertido de hacer a la gente sentir, como le sucedió a mi madre, que el duelo es algo que hay que hacer correctamente.
El duelo, sin embargo, no tiene cronograma. La pena no es igual para todo el mundo. Y no siempre desaparece. Lo más cercano a un consenso sobre el tema entre los terapeutas de hoy es la convicción de que la manera más sana de lidiar con el trauma es aceptarlo, en lugar de tratar de mantenerlo a raya. El apremio reflexivo hacia lo normal es contraproducente. En el intento por encajar, por ser normal, la persona traumatizada (y eso nos incluye a la mayoría) se siente alienada.
Mientras que estamos acostumbrados a pensar en el trauma como el resultado inevitable de un cataclismo mayor, la vida diaria está llena de traumas pequeños. Las cosas se rompen. La gente lastima nuestros sentimientos. Las garrapatas portan la enfermedad de Lyme. Las mascotas se mueren. Los amigos se enferman e incluso se mueren.
“Están disparándole a nuestro regimiento ahora", dijo un amigo de sesenta años el otro día mientras hacía un recuento de las diversas enfermedades de sus allegados. “Somos los que venimos subiendo por la colina.” Tenía razón, pero los sustentos traumáticos de la vida no son específicos para ninguna generación. El primer día de clases y el primer día en un centro de vida asistida son notablemente similares. La separación y la pérdida nos tocan a todos.
Me sorprendió cuando mi madre mencionó que le había tomado diez años recuperarse de la muerte de su primer esposo. Yo habría tenido seis o siete años, pensé para mí, para cuando ella empezó a sentirse mejor. Mi padre, aunque fue un médico compasivo, no había querido lidiar con ese aspecto de la historia de mi madre. Cuando ella se casó con él, le dio las fotografías de su boda anterior a una hermana para que se las guardara. Yo nunca supe de ellas ni pensé en preguntar por ellas, pero tras la muerte de mi padre, mi madre de pronto se abrió mucho respecto a este periodo escondido de su vida, que se había quedado a la espera, sin que nadie lo abordara más que esporádicamente, durante sesenta años.
Mi madre se estaba sometiendo a la misma presión al lidiar con la muerte de mi padre como lo había hecho cuando murió su primer marido. El trauma temprano estaba condicionando el más tardío, y las dificultades solo se estaban intensificando. Me dio gusto ser psiquiatra y me sentí agradecido de mis inclinaciones budistas cuando hablé con ella. Le podía ofrecer algo más allá de los embaucos del apremio hacia lo normal.
La disposición para enfrentar los traumas —ya sean grandes, pequeños, primitivos o frescos— es la clave para curarse de ellos. Quizá nunca desaparezcan de la forma en que pensamos que deberían, pero quizá no necesitamos que lo hagan. El trauma es un aspecto de la vida que no se puede arrancar. Somos humanos como resultado de ello, no a pesar de ello.
Mark Epstein es psiquiatra y autor —más recientemente— del libro de próxima aparición, The
Trauma of Everyday Life (El trauma de la vida cotidiana).
Original en inglés, aquí.
Traducción al español,
mía.