En mi balcón |
martes, 29 de septiembre de 2015
domingo, 27 de septiembre de 2015
Casi media noche
Mañana habrá luna roja. Si se despeja el cielo. Luna de sangre. O de luz.
Hoy llueve suave, despacio, como en canción de cuna.
Y yo ya no preciso otro arrullo.
sábado, 26 de septiembre de 2015
poema 20 revisited
Dos versos del poema 20 de Neruda acomodados a mi modo, adaptados a mi momento:
Ya no lo quiero, es cierto, pero cuánto lo quise.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Y asusta, me asusta, el olvido. Dejar de querer me asusta. El olvido abre un hueco y el aire fluye con más libertad, pero de pronto se detiene, desconoce, busca lo conocido, no lo encuentra. Sigue su camino.
Hace muchos años, terminaba una relación con un novio hindú, mi primer gran amor correspondido, o fantaseadamente correspondido. Recuerdo con gran claridad cómo me dije a mí misma: "Si logro salir de esta —de este dolor, de este abandono, de esta soledad—, podré salir de cualquier cosa".
Lejos estaba yo, a mi 22 años, de saber todas las demás —interminables por definición— instancias de dolor, de pérdida, que me tocaría enfrentar en la vida. Como a todos. Pero hoy, saliendo de la más reciente, recordé aquella primera. Igual tenía yo razón en confiar en mi propia fuerza, a veces oculta y aparentemente inaccesible, pero presente a pesar de todo.
Hoy escucho canciones que fui subiendo al blog a lo largo sobre todo de 2014 y me impacta que no me hagan sentir lo mismo que entonces. Las letras y la música son las mismas, pero ya no me dicen lo que me decían. Y eso es, otra vez, un alivio. Y también me duele. Un poco. Me da tristeza cómo cambia la vida. Cómo cambiamos nosotros y dejamos de ser.
Aprendí a desnombrarte. No nombrarte, después de haberte nombrado tanto.
Y la tristeza es diferente. Es mucho más expansiva. Es la tristeza de estar viva, donde cabe, también, la felicidad. La felicidad de estar viva. Pese a todo.
Me da tristeza pensar —cuánto de lo que nos sucede solo nos sucede en la mente— que mañana Barcelona podría dejar de ser España. Esa Barcelona que no llegó a ser mía, o solo a trozos, y que hoy se siente más lejana que nunca.
Hace un año se moría la gata Boo y yo no paraba de llorar. Hoy me duele menos, mucho menos. Ya no lloro. Y eso me asusta. Y me libera. Me asusta sentir cómo dejamos de ser parte uno de la vida del otro. Me asusta pensarte allá tan lejos, en un tiempo y en un espacio ajenos, y entonces no te pienso o solo un poco, muy poco. Y ese a quien pienso poco o nada tiene que ver con ese que serás ahora a quien ya no conozco.
He cambiado el sentido de mi vida.
Y el otoño sigue floreciendo, porque también florece el otoño. Con flores amarillas brillantes, como el pericón a la espera de San Miguel:
viernes, 25 de septiembre de 2015
jueves, 24 de septiembre de 2015
Invitado: Kalu Rinpoché
Independientemente de la emoción que se esté experimentando —ya sea deseo, enojo, orgullo, celos, codicia o lo que sea— lo que está realmente sucediendo es un cambio en la atención. La mente se está expresando de manera diferente. Nada requiere implícitamente que uno presuma que esta emoción tiene alguna realidad en y por sí misma… Es solo que la mente se está expresando de manera diferente a lo que lo hacía hace un momento.
Original en inglés y fuente, aquí.
Traducción al español, mía.
miércoles, 23 de septiembre de 2015
Otoño 4
Algunos años lo menciono por su nombre, en general con bastante nostalgia (como acá y aquí) y a veces con un tono más juguetón (como aquí y acá). Otros años, el otoño se cuela en mis escritos más subrepticiamente. Hace un año se cubrió de impermanencia y de carácter inexorable (justo aquí), o sea, andaba yo bastante azotada. Lo inexorable se cumplió, como le suele suceder.
Hoy recibo el otoño, el paso del sol por el equinoccio en su camino hacia el sur (claro desde la óptica del hemisferio norte), con una gripa marca diablo (el cambio de estación + los rezagos del famoso antibiótico) y muy buen humor (extraño caso, sin duda). Por fin, y después de muchos meses, hoy siento que empiezo, también yo, una nueva estación en mi vida, que el camino se vuelve a abrir, que vuelvo a tener mi vida en mis manos (con la conciencia, por supuesto, de lo poco que en realidad llegamos a tener nunca en nuestras manos) y que la tos y los mocos son una suerte de despedida final del ciclo anterior.
Y, bueno, hasta los muertos que vienen se sienten más luminosos.
Aquí unos cempasúchiles silvestres y tempranos para recibir el otoño:
martes, 22 de septiembre de 2015
Invitado: Karmapa 17
Cuando estás soñando en lo que es posible para tu vida, deberías saber que cualquier cosa es posible. No siempre podrás sentirlo o verlo, pero nunca, ni durante un momento solo, careces de la capacidad para cambiar su curso. Tu vida está sujeta a una revisión infinita.
Original en inglés y fuente, aquí.
Traducción e imagen, mías.
lunes, 21 de septiembre de 2015
Ruleta rusa
O de mente, antibióticos y lotería
para Evelyn, porque somos tan distintas y nos entendemos tan bien
Hace un par de días terminé el segundo ciclo de tratamiento con un antibiótico para una infección, yo que desde hace 25 años más o menos no tomaba ninguno (porque sí, a mí la homeopatía casi siempre me ha funcionado muy bien). En esta ocasión, los síntomas requirieron de un método más agresivo y, claro, las simpáticas bacterias se hicieron resistentes en un santiamén y el segundo ataque fue aún más violento. Yo soy de esas personas que no leen los efectos secundarios de un medicamento (porque me arriesgo a presentarlos todos en ese mismo momento) o los leen después de terminar el tratamiento (para saber de qué me salvé). Mi querida amiga Evelyn no puede creer mi estrategia (la de ella es la contraria e incluye, muchas veces, la suspensión del tratamiento por su nivel de peligrosidad).
En fin, ya para el segundo día de la segunda ronda me empecé a sentir bastante mal y me asomé al papelito informativo incluido en la caja de la medicina, sin mis lentes de leer, y solo medio alcancé a ver algo como "cambios en el carácter". Guau. Cero intención de ir por los lentes. "Lo demás debe ser mucho peor y yo mejor termino el tratamiento". Será por eso, me dije, que me injerté en pantera con mis alumnos de tercero de secundaria ayer y con los de segundo, hoy. (Igual se lo ganaron a pulso...)
Además de los cambios en el carácter, empecé a dormir muy inquieta (estuve tomando una pastilla cada 24 horas en la noche durante 7 días) y con una serie de sueños extrañísimos, o de carácter pesadillesco o con la presencia de maestros espirituales, amén de persecuciones, frascos llenos de ajos, destellos de luz dorada y mucho más que ya olvidé. O sea, casi como quien toma psicotrópicos. Fue interesante, con todo, ver mi mente en el proceso y constatar que, como dicen las enseñanzas budistas, no es ni singular, ni permanente ni independiente. Eso me quedó clarísimo: siempre cambiante, diversísima y sujeta a la voluntad del levofloxacino (en este caso particular).
Evelyn: "Yo que tú ya habría suspendido el tratamiento hace días..."
Yo: "Dicen que es peor suspender un antibiótico a la mitad. Ya casi acabo..."
Mientras tanto, me empezaron a doler horrible las piernas, amanecí un día de tan mal humor que no me aguantaba ni yo y al siguiente súper triste (mil veces preferible al mal humor, me dije). Y por ahí del 5o o 6o día, empecé con molestias en la garganta. "¡¿Gripa, además del pinche antibiótico?!", me pregunté retóricamente. Y así fui a una cita con la dentista, donde pensé que perdería la cordura por completo. "Te noté un poco desesperada", comentó mi doctora cuando le pedí que las dos pequeñas caries que faltaban las dejáramos para la siguiente sesión.
Por fin, el último día del levofloxacino, aunque hasta que no pasaran 24 horas, mi cuerpo no lo sabría realmente. Y entonces leí el mentado papelito: bueno hasta probabilidad de convulsiones había y esa molestia en la garganta: disfonía (cambios en la voz, que aún sigue grave y sexy). "Creo que esto da para un cuento de terror o, de menos, uno fantástico", me digo.
Día 1 sin medicamento. Llamo a Evelyn por teléfono y ni siquiera me reconoce la voz (la disfonía, claro). Ella hace un silencio horrorizado y me manda un correo con la lista de los antibióticos más peligrosos, incluidos los que te pueden matar de una falla cardiaca a la primera toma. Le digo que la guardaré como referencia, pero que no le puedo prometer leerla. Me contesta: "Ruleta rusa...".
Me voy al súper pensando en todo esto. En el poder de la mente y nuestra tendencia a hacerle caso a sus desvaríos temporales, en cómo somos mucho menos de lo que pensamos, en un sentido, y mucho más, en otro. Ya con las cosas en el coche, regreso a ver si salió premiado un billete de lotería que compré. Faltó un solo número para que ganara un buen premio "Un solo número", me digo y también me digo: "Da igual. No ganaste y ya." Y suelto, sorprendida ante mi propia reacción.
Al final del día concluyo que lo que es una ruleta rusa es la vida misma: ignoramos mucho más de lo que sabemos y no por ello me quedo encerrada en casa, donde igual podría morir resbalándome en la regadera. No puedo dejar de comer por temor a ahogarme ni evitar cruzar a la calle por temor a que me atropelle un auto. Mi decisión de no suspender el antibiótico y la reflexión posterior se me presenta como una decisión de seguir viviendo con todo y los riesgos (igual de la vida no vamos a salir con vida, dijo alguien cuyo nombre no recuerdo ahora). Y, claro, a cada quien corresponde decidir cuáles riesgos toma y cuáles no... (con mayor o menor conciencia, con mayor o menor apego, con mayor o menor miedo).
Y la RAE, para cerrar (demasiado difícil no ceder ante tal tentación):
ruleta.
~ rusa.
En fin, ya para el segundo día de la segunda ronda me empecé a sentir bastante mal y me asomé al papelito informativo incluido en la caja de la medicina, sin mis lentes de leer, y solo medio alcancé a ver algo como "cambios en el carácter". Guau. Cero intención de ir por los lentes. "Lo demás debe ser mucho peor y yo mejor termino el tratamiento". Será por eso, me dije, que me injerté en pantera con mis alumnos de tercero de secundaria ayer y con los de segundo, hoy. (Igual se lo ganaron a pulso...)
Además de los cambios en el carácter, empecé a dormir muy inquieta (estuve tomando una pastilla cada 24 horas en la noche durante 7 días) y con una serie de sueños extrañísimos, o de carácter pesadillesco o con la presencia de maestros espirituales, amén de persecuciones, frascos llenos de ajos, destellos de luz dorada y mucho más que ya olvidé. O sea, casi como quien toma psicotrópicos. Fue interesante, con todo, ver mi mente en el proceso y constatar que, como dicen las enseñanzas budistas, no es ni singular, ni permanente ni independiente. Eso me quedó clarísimo: siempre cambiante, diversísima y sujeta a la voluntad del levofloxacino (en este caso particular).
Evelyn: "Yo que tú ya habría suspendido el tratamiento hace días..."
Yo: "Dicen que es peor suspender un antibiótico a la mitad. Ya casi acabo..."
Mientras tanto, me empezaron a doler horrible las piernas, amanecí un día de tan mal humor que no me aguantaba ni yo y al siguiente súper triste (mil veces preferible al mal humor, me dije). Y por ahí del 5o o 6o día, empecé con molestias en la garganta. "¡¿Gripa, además del pinche antibiótico?!", me pregunté retóricamente. Y así fui a una cita con la dentista, donde pensé que perdería la cordura por completo. "Te noté un poco desesperada", comentó mi doctora cuando le pedí que las dos pequeñas caries que faltaban las dejáramos para la siguiente sesión.
Por fin, el último día del levofloxacino, aunque hasta que no pasaran 24 horas, mi cuerpo no lo sabría realmente. Y entonces leí el mentado papelito: bueno hasta probabilidad de convulsiones había y esa molestia en la garganta: disfonía (cambios en la voz, que aún sigue grave y sexy). "Creo que esto da para un cuento de terror o, de menos, uno fantástico", me digo.
Día 1 sin medicamento. Llamo a Evelyn por teléfono y ni siquiera me reconoce la voz (la disfonía, claro). Ella hace un silencio horrorizado y me manda un correo con la lista de los antibióticos más peligrosos, incluidos los que te pueden matar de una falla cardiaca a la primera toma. Le digo que la guardaré como referencia, pero que no le puedo prometer leerla. Me contesta: "Ruleta rusa...".
Me voy al súper pensando en todo esto. En el poder de la mente y nuestra tendencia a hacerle caso a sus desvaríos temporales, en cómo somos mucho menos de lo que pensamos, en un sentido, y mucho más, en otro. Ya con las cosas en el coche, regreso a ver si salió premiado un billete de lotería que compré. Faltó un solo número para que ganara un buen premio "Un solo número", me digo y también me digo: "Da igual. No ganaste y ya." Y suelto, sorprendida ante mi propia reacción.
Al final del día concluyo que lo que es una ruleta rusa es la vida misma: ignoramos mucho más de lo que sabemos y no por ello me quedo encerrada en casa, donde igual podría morir resbalándome en la regadera. No puedo dejar de comer por temor a ahogarme ni evitar cruzar a la calle por temor a que me atropelle un auto. Mi decisión de no suspender el antibiótico y la reflexión posterior se me presenta como una decisión de seguir viviendo con todo y los riesgos (igual de la vida no vamos a salir con vida, dijo alguien cuyo nombre no recuerdo ahora). Y, claro, a cada quien corresponde decidir cuáles riesgos toma y cuáles no... (con mayor o menor conciencia, con mayor o menor apego, con mayor o menor miedo).
Y la RAE, para cerrar (demasiado difícil no ceder ante tal tentación):
ruleta.
~ rusa.
1. f. Juego temerario que consiste en disparar alguien contra sí mismo un revólver cargado con una sola bala, ignorando en qué lugar del tambor está alojada.
sábado, 19 de septiembre de 2015
Destellos del terremoto a 30 años
La RAE no se midió, pero sirve para arrancar:
terremoto.
Hace 30 años un terremoto fortísimo sacudió la Ciudad de México, derribando un sinfín de construcciones y truncando la vida de miles de personas. En ese entonces yo vivía en la Colonia Narvarte de esa urbe en la casa de mis padres, un departamento ubicado en el segundo piso de un edificio de poca altura (tres departamentos y la azotea con los cuartos de servicio y las jaulas para colgar la ropa). De aquel momento, y de los días que siguieron, me vienen hoy algunos destellos.
Recuerdo que cuando muy temprano en la mañana la tierra empezó a moverse, como suele suceder en la capital y en buena parte del territorio mexicano, mi padre nos indicó, como solía hacerlo, que nos colocáramos en el quicio de alguna puerta. Así lo hicimos mi madre y yo. Creo que mi hermano ya había salido de casa. Después supimos que una medida como esa era inútil con un temblor de la magnitud del del 19 de septiembre, pero corrimos con suerte porque nuestro edificio resistió sin fracturas. Mi padre, coleccionista de objetos, tenía un par de figuras de barro, quizá de Oaxaca, que representaban a un rey y a una reina. Ella se cayó con el movimiento y perdió la cabeza. Él quedó intacto. No me viene a la memoria ningún daño más en la casa. Tal vez se cayera algún otro adorno.
Recuerdo también que el movimiento parecía no parar nunca y cuando finalmente se detuvo y nos disponíamos a seguir con nuestras actividades cotidianas, como solía hacerlo uno después de un temblor en la ciudad, nos empezamos a enterar de la tragedia que el sismo había dejado tras de sí. Parecía irreal. Era como si se tratara de ciudades diferentes: Nuestra zona y hacia el sur, prácticamente intacto y entre más se acercaba uno al centro, peor era la destrucción. Un edificio entero, el Nuevo León me parece, se había abatido por completo en Tlatelolco. Entonces tuvimos una especie de miedo retrospectivo, al darnos cuenta de lo que nos podía haber pasado al decidir quedarnos dentro del edificio. Entonces aprendimos que quien se salvaba era quien abandonaba las construcciones. Ese miedo y esa conciencia permanecen en muchos de nosotros hasta hoy.
Al día siguiente, mi hermano (creo) y yo estábamos en casa cuando en la tarde sucedía una de las réplicas, la más fuerte. Mis padres iban en camino a visitar a un amigo que había perdido familiares el día anterior y el nuevo sismo los agarró bajo tierra en el metro, donde se quedaron un buen rato sin poder salir. El tiempo que tardaron en volver a casa se nos hizo una eternidad. La destrucción iniciada el 19 había seguido el 20.
Recuerdo, también, que las comunicaciones, básicamente el teléfono, estaban interrumpidas. (No era época aún de celulares, correos electrónicos o whatsapp.) Yo entonces tenía un novio de la India (el primero según la cuenta con la que me he regido la mayor parte de mi vida) que se había ido a vivir a Cancún y a quien yo había quedado de ir a visitar. Ahora no podía contactarlo. Sin embargo, al tiempo que me organizaba con mis colegas de la facultad y con antiguos compañeros de la escuela en una brigada para llevar agua, alimentos y medicinas a los damnificados, organizaba mi viaje a Cancún. Estaba como partida en dos.
Una Adela hervía agua y llenaba botellas para llevar agua potable a quien no tenía (recuerdo a una maestra, que me había dado clases en la prepa y a quien reencontré en la facultad, mirando fijamente las botellas y comentando que qué agua tan transparente). Otra Adela sacaba todos sus ahorros del banco y compraba un boleto al Caribe a escondidas de sus padres. Una Adela escuchaba relatos de supervivencia (como la de los bebés que quedaron sepultados bajo los escombros del Hospital Juárez, milagrosamente rescatados días después, y que hoy han llegado ya a los 30 años) y otra se preguntaba cómo la recibiría aquel hombre que no la esperaba en realidad.
Después de la jornada en la combi azul del padre de una amiga por entre los lugares donde se habían concentrado los damnificados, después de haber presenciado las vistas espeluznantes de los edificios colapsados, después de haber sabido del número de muertos que incrementaba a pesar de que el gobierno hacía sus mejores esfuerzos por desinformar —minimizando tanto las cifras como su pobre actuación—, después de escuchar las historias de los rescatistas mexicanos y extranjeros que arriesgaban la vida para encontrar personas aún vivas bajo los escombros, aterrada les informé a mis padres que al día siguiente me iba a Cancún. Y entonces se desató el terremoto familiar que me llevaría a abandonar el hogar paterno acusada de múltiples pecados. Aun así me fui, para luego volver y enseguida volverme a ir, ahora definitivamente —pero esa es ya otra historia—. El caso es que el terremoto fue el principio del fin, también, de mis relaciones familiares como las había conocido hasta entonces.
Recuerdo haber escrito una carta a mis primos y tíos de Barcelona informándoles que estaba bien, al igual que el resto de su familia mexicana. No recuerdo si recibí contestación. Quizá. Ya entonces transitábamos por ese espacio del afecto aséptico y nada más.
Hoy las noticias de los terremotos en otros lugares —Nepal hace unos meses, Chile hace unos días— reavivan los recuerdos, el miedo, el dolor, la tristeza y la conciencia de que la vida sigue y en cualquier momento puede terminarse.
Para cerrar, comparto un video que con fotografías del 19 y el 20 septiembre de 1985 hizo un amigo hace poco para rememorar lo sucedido en la Ciudad de México hace tres décadas. Como no pude (o no supe) insertarlo en esta entrada, dejo aquí el enlace donde puede verse. (Gracias, Horacio.)
Recuerdo que cuando muy temprano en la mañana la tierra empezó a moverse, como suele suceder en la capital y en buena parte del territorio mexicano, mi padre nos indicó, como solía hacerlo, que nos colocáramos en el quicio de alguna puerta. Así lo hicimos mi madre y yo. Creo que mi hermano ya había salido de casa. Después supimos que una medida como esa era inútil con un temblor de la magnitud del del 19 de septiembre, pero corrimos con suerte porque nuestro edificio resistió sin fracturas. Mi padre, coleccionista de objetos, tenía un par de figuras de barro, quizá de Oaxaca, que representaban a un rey y a una reina. Ella se cayó con el movimiento y perdió la cabeza. Él quedó intacto. No me viene a la memoria ningún daño más en la casa. Tal vez se cayera algún otro adorno.
Recuerdo también que el movimiento parecía no parar nunca y cuando finalmente se detuvo y nos disponíamos a seguir con nuestras actividades cotidianas, como solía hacerlo uno después de un temblor en la ciudad, nos empezamos a enterar de la tragedia que el sismo había dejado tras de sí. Parecía irreal. Era como si se tratara de ciudades diferentes: Nuestra zona y hacia el sur, prácticamente intacto y entre más se acercaba uno al centro, peor era la destrucción. Un edificio entero, el Nuevo León me parece, se había abatido por completo en Tlatelolco. Entonces tuvimos una especie de miedo retrospectivo, al darnos cuenta de lo que nos podía haber pasado al decidir quedarnos dentro del edificio. Entonces aprendimos que quien se salvaba era quien abandonaba las construcciones. Ese miedo y esa conciencia permanecen en muchos de nosotros hasta hoy.
Al día siguiente, mi hermano (creo) y yo estábamos en casa cuando en la tarde sucedía una de las réplicas, la más fuerte. Mis padres iban en camino a visitar a un amigo que había perdido familiares el día anterior y el nuevo sismo los agarró bajo tierra en el metro, donde se quedaron un buen rato sin poder salir. El tiempo que tardaron en volver a casa se nos hizo una eternidad. La destrucción iniciada el 19 había seguido el 20.
Recuerdo, también, que las comunicaciones, básicamente el teléfono, estaban interrumpidas. (No era época aún de celulares, correos electrónicos o whatsapp.) Yo entonces tenía un novio de la India (el primero según la cuenta con la que me he regido la mayor parte de mi vida) que se había ido a vivir a Cancún y a quien yo había quedado de ir a visitar. Ahora no podía contactarlo. Sin embargo, al tiempo que me organizaba con mis colegas de la facultad y con antiguos compañeros de la escuela en una brigada para llevar agua, alimentos y medicinas a los damnificados, organizaba mi viaje a Cancún. Estaba como partida en dos.
Una Adela hervía agua y llenaba botellas para llevar agua potable a quien no tenía (recuerdo a una maestra, que me había dado clases en la prepa y a quien reencontré en la facultad, mirando fijamente las botellas y comentando que qué agua tan transparente). Otra Adela sacaba todos sus ahorros del banco y compraba un boleto al Caribe a escondidas de sus padres. Una Adela escuchaba relatos de supervivencia (como la de los bebés que quedaron sepultados bajo los escombros del Hospital Juárez, milagrosamente rescatados días después, y que hoy han llegado ya a los 30 años) y otra se preguntaba cómo la recibiría aquel hombre que no la esperaba en realidad.
Después de la jornada en la combi azul del padre de una amiga por entre los lugares donde se habían concentrado los damnificados, después de haber presenciado las vistas espeluznantes de los edificios colapsados, después de haber sabido del número de muertos que incrementaba a pesar de que el gobierno hacía sus mejores esfuerzos por desinformar —minimizando tanto las cifras como su pobre actuación—, después de escuchar las historias de los rescatistas mexicanos y extranjeros que arriesgaban la vida para encontrar personas aún vivas bajo los escombros, aterrada les informé a mis padres que al día siguiente me iba a Cancún. Y entonces se desató el terremoto familiar que me llevaría a abandonar el hogar paterno acusada de múltiples pecados. Aun así me fui, para luego volver y enseguida volverme a ir, ahora definitivamente —pero esa es ya otra historia—. El caso es que el terremoto fue el principio del fin, también, de mis relaciones familiares como las había conocido hasta entonces.
Recuerdo haber escrito una carta a mis primos y tíos de Barcelona informándoles que estaba bien, al igual que el resto de su familia mexicana. No recuerdo si recibí contestación. Quizá. Ya entonces transitábamos por ese espacio del afecto aséptico y nada más.
Hoy las noticias de los terremotos en otros lugares —Nepal hace unos meses, Chile hace unos días— reavivan los recuerdos, el miedo, el dolor, la tristeza y la conciencia de que la vida sigue y en cualquier momento puede terminarse.
Para cerrar, comparto un video que con fotografías del 19 y el 20 septiembre de 1985 hizo un amigo hace poco para rememorar lo sucedido en la Ciudad de México hace tres décadas. Como no pude (o no supe) insertarlo en esta entrada, dejo aquí el enlace donde puede verse. (Gracias, Horacio.)
viernes, 18 de septiembre de 2015
miércoles, 16 de septiembre de 2015
Invitado: Jonathan Carroll
Los tres tamaños de la culpa
Cuando es pequeña, la podemos deslizar inadvertidamente en nuestro bolsillo y no pensar en ella durante el resto del día. ¿No hiciste tus ejercicios o no le escribiste a tu madre? ¿No hiciste la llamada que prometiste hacer? ¿No preparaste la rica sopa que habías planeado para la familia? Al carajo: El día fue suficientemente difícil y tú hiciste tu parte.
La culpa de tamaño mediano no cabe en el bolsillo y tiene que llevarse con torpeza en la mano como una barra con pesas o, cuando es muy grave, como un animal que se retuerce en cada mano. Sabemos que está ahí cada minuto, aunque aún encontramos formas de disminuir o trasladar nuestra incomodidad. ¿Estas teniendo un amorío y no eres amable con tu pareja porque estás gastando demasiada energía en este nuevo amor? Ve y cómprale al viejo amor un regalo obscenamente caro y pensado y en el tiempo que sí pasen juntos, sé tan apasionado y cuidadoso que resplandezcas en la oscuridad.
La culpa de gran tamaño te aplasta o te dobla tanto hasta el piso que, de cualquier manera, quedas inmovilizado. No puedes ni trasladar el peso ni escabullirte de abajo de él.
Original en inglés, aquí.
Traducción al español, mía.
¿Cómo llevarás tú la tuya?, me pregunto...
martes, 15 de septiembre de 2015
Invitado: J. R. R. Tolkien
lunes, 14 de septiembre de 2015
domingo, 13 de septiembre de 2015
sueño 5.
Anoche, o quizá haya sido más bien en el lapso entre las 6:30, cuando medio desperté, y las casi 8, cuando desperté del todo, soñé que sacaba fotos en la orilla del mar. De pronto, una ola me alcanzaba y perdía piso, pero lograba mantener mi cámara fuera del agua, con un brazo alzado, y con el otro, irme agarrando de algún tipo de borde para volver a un lugar seguro. Además, seguía capturando imágenes de unas aves que pasaban volando. Una salía borrosa porque el pájaro se había acercado mucho a mi lente.
En el mismo sueño, también estaba en mi casa, que no era mi departamento de vigilia pero sí un lugar con buena vibra, empacando para irme. Apurada, algo nerviosa, pero contenta.
El viaje sigue, siempre sigue, y no sabemos qué nos vamos a encontrar, como esta otra ave en el cielo de Chimal cuando yo pretendía fotografiar una margarita con gotas de lluvia. También parece un sueño: y tú ya casi no estás en los míos
sábado, 12 de septiembre de 2015
Home 11
viernes, 11 de septiembre de 2015
Invitado: Chogyam Trungpa Rinpoché
El autoengaño parece depender siempre del mundo de los sueños, porque te gustaría ver lo que no has visto, más que lo que estás viendo ahora. El autoengaño se manifiesta intentantdo crear o recrear un mundo de sueños, la nostalgia de la experiencia onírica. Lo opuesto al autoengaño es meramente trabajar con los hechos de la vida.
Autorretrato Chimal, agosto 2015 |
Original en inglés y fuente, aquí.
Traducción al español e imagen, mías.
jueves, 10 de septiembre de 2015
miércoles, 9 de septiembre de 2015
martes, 8 de septiembre de 2015
(entre paréntesis)
No me acuerdo cuándo, pero hace muchos años, me dio por referirme a cierto tipo de días, como "días entre paréntesis". Son esos días en que no pasa mucho, en que me quedo, quizá, encerrada en casa viendo tele y pensando en la inmortalidad de cangrejo o llorando alguna pena pasada. Son esos días que mientras los vives no te das cuenta que están entre paréntesis, pero cuando amaneces al día siguiente y la luz es más brillante y el aire más fresco, notas que el paréntesis se ha cerrado, que la suspensión temporal ha terminado.
En estos días ya con sabor a otoño tengo la sensación de llevar viviendo no ya un día, sino un año entre paréntesis, aun con su dosis de momentos luminosos y vívidos. En septiembre pasado pensé que valía la pena luchar por el amor, y aún lo pienso (creo...), pero descubrí que no tiene sentido cuando se hace sola. Y asumir esto es una manera más de cerrar el paréntesis a estos doce meses. Claro que no es tan fácil como hacer un trazo y ya, o quizá sí...
Reconozco algunas señales de que el paréntesis se cerró: Volví al cine sola, costumbre que también tengo desde hace muchos años y con gran deleite, pero que había dejado de hacer. (Curiosamente en la peli de hoy me tocaba sentarme —con eso de que hay que escoger asiento antes de entrar a la sala— a un lugar de distancia de quien —descubrí a medida que me acercaba al sitio marcado— fuera un viejo amor, ya casi cicatrizado, aunque decidí que era mejor optar por otro asiento.) Los paseos a la feria, la blusa y las macetas nuevas también han sido señales de la paulatina aceptación de que la vida sigue y no queda más que seguirla viviendo.
Y hoy, me enteré, por mi prima Carmela de Avilés, que es el Día de Asturias, la tierra de mi padre y de mis abuelos y un poco mía, por herencia. Hoy celebramos la Virgen de la Covadonga y la autonomía.
Para cerrar, algunas acepciones de la RAE sobre el término:
paréntesis.
1. m. Oración o frase incidental, sin enlace necesario con los demás miembros del período, cuyo sentido interrumpe y no altera.
lunes, 7 de septiembre de 2015
Invitada: Denise Levertov
I wanted
to know all the bones of your spine, all
the pores of your skin, tendrils of body hair.
To let
all of my skin, my hands,
ankles, shoulders, breasts,
even my shadow
be forever imprinted
with whatever of you
is forever unknown to me.
To cradle your sleep.
*
Quería
conocer todos los huesos de tu espina, todos
los poros de tu piel, rizos de vello.
Dejar
toda mi piel, mis manos,
tobillos, hombros, pechos,
aun mi sombra
grabados para siempre
en todo lo que de ti
será siempre desconocido para mí.
Acunar tu sueño.
Traducción al español, mía.
domingo, 6 de septiembre de 2015
Dos paseos por la feria
Dos veces me fui a pasear a la Feria de Tlaltenango este año. La primera a media mañana del viernes, después de mis clases en la escuela. Entonces la feria despertaba apenas. Empecé por el final, por la zona de los juegos mecánicos, todos cerrados a esa hora. Los encargados se iban desperezando poco a poco. Varios sacaban y colgaban al sol, sobre tendederos improvisados —las láminas de metal alrededor del carrusel, los barandales de la ola o simples cuerdas desplegadas sobre la calle— sus prendas empapadas. Parece que montar la feria equivale a conjurar las lluvias: escasas el resto del verano, imparables estos días. Muchos de los puesteros viven en sus locales transitorios durante los diez días que dura la celebración.
En esos momentos, la feria parecía un lugar no destinado al público. Caminando calle arriba me sentía como intrusa en una intimidad ajena. Apenas me atrevía a sacar fotos, pero la verdad es que nadie me hacía demasiado caso. La fuerza del sol, combinada con la lluvia de la noche, daba pie a una mezcla, no siempre agradable, de aromas diversos y calor. "¿No lleva cocoles?", me preguntaron en varios puestos. Al final pacté llevándome una bolsa recién empacada con la mitad de la cuota habitual. "Es que soy yo sola y diez son demasiados." "Llévese cinco entonces." Los compré, sobre todo, en honor a mi hijo porque le encantan (aunque este año me los coma yo todos).
Finamente y con esfuerzo, aunque la subida no sea tan pronunciada, llegué al puesto de cerámica donde suelo comprar macetas. El encargado, con marcada expresión de desaliento, me informó que este año no habían traído (vienen desde Michoacán), pero que más arriba había otro puesto de Capula. Se sentó con la mirada perdida en un banco mínimo y yo seguí mi camino. En el otro puesto, un joven mucho más entusiasta me acabó vendiendo varias macetas y sendos platitos. Quedó en traerme una azucarera el próximo año. (A la mía se le rompió la tapa, así que creo que finalmente tendré que pegarla.)
Ahora debía recorrer el camino de vuelta hacia abajo para recoger mi coche. Ya empezaba a haber más movimiento, aunque el momento fuerte sea sin duda la tarde, cuando la lluvia lo permite. Hice mi tradicional parada en el puesto de ropa que atiende una familia guatemalteca establecida en México desde hace muchos años. Siempre me reconocen aunque no siempre compre y platicamos mientras admiro las piezas que traen, la mayoría hechas a mano. Esta vez me enamoré de una blusa color palo de rosa bordada con flores lilas, rosas y moradas, pero no me decidí a comprarla (en realidad, ya me había gastado el dinero en las macetas). "Quizá vuelva otro día o los visite en el centro de Cuernavaca donde se ponen los domingos", dije al despedirme. La señora sonrió pero se le notaba un pelín decepcionada. Yo acabé la travesía agotada.
El sábado tenía algunos pendientes, así que salí temprano de casa. Cuando venía de regreso, me detuve en la gasolinería para ver si podía dejar ahí mi coche un rato y luego volver a llenarle el tanque. Un empleado me dijo que no había problema, señal, me dije yo, de que era buena idea volver a la feria. Esta vez empecé desde arriba, donde los puestos de loza resplandecían al sol de la mañana. Llegué al lugar de ropa anunciando que había vuelto a por la blusa rosa. La señora me miró sonriente y esperanzada. Me dijo, en su español cantadito con acento indígena, que la blusa era para mí, pues me estaba esperando doblada bajo otras prendas. Por supuesto que me encantó ver así confirmada mi elección. Le pagué y de inmediato se persignó con los billetes. Era su primera venta del día. "Que tenga buena mano", me dijo, siempre sonriendo. "Que tenga buen día", le respondí y me fui muy contenta con el intercambio: Ambas habíamos dado algo más de nosotras que un simple producto o el dinero correspondiente.
El lunes estrenaré blusa para ir a dar clase.
sábado, 5 de septiembre de 2015
Invitado: Jeff Brown
A veces la gente se aleja del amor porque es tan hermoso que les aterra. A veces se van porque la conexión alumbra sus lugares oscuros con una luz brillante y no están listos para atravesarlos. A veces huyen porque, en términos del desarrollo, no están preparados para fundirse con otro —tienen que hacer más trabajo de individuación primero—. A veces se van porque el amor no es una prioridad en sus vidas —tienen otro camino y propósito hacia el cual caminar primero—. A veces lo dan por terminado porque prefieren una relación que sea más práctica que consciente, una que no amenace las maneras en que organizan la realidad. Puesto que tantos de nosotros cargamos con culpa, tenemos una tendencia a personalizar las ausencias del amor, disparada por el rechazo y los sentimientos de abandono. Pero esto no es siempre cierto. A veces no tiene nada que ver con nosotros. A veces quien se va simplemente no está listo para mantenerlo seguro. A veces saben algo que nosotros, no —conocen sus límites en ese momento en el tiempo—. El amor verdadero no es un camino fácil —la disposición lo es todo—. Que podamos llorar la pérdida sin personalizarla. Que aprendamos a amarnos en la ausencia del amante.
Rueda de la fortuna vacía en la Feria de Tlaltenango Cuernavaca, agosto 2015 |
Original en inglés, aquí.
Traducción al español e imagen, mías.
viernes, 4 de septiembre de 2015
Retrato de doña Mago
jueves, 3 de septiembre de 2015
.z.o.p.i.l.o.t.e.s.
zopilote.
1. m. Am. Cen. y Méx. Ave rapaz diurna que se alimenta de carroña, de 60 cm de longitud y 145 cm de envergadura, de plumaje negro irisado, cabeza y cuello desprovistos de plumas, de color gris pizarra, cola corta y redondeada y patas grises. Vive desde el este y sur de los Estados Unidos hasta el centro de Chile y la Argentina.
cielo de cuernavaca entre los cables (muy arriba) vuelan dos zopilotes |
Cuando mi hermano y yo éramos chicos y veníamos a Cuernavaca, de fin de semana o de vacaciones, mi abuela Rosa nos explicaba que cuando se veían zopilotes cerca significaba que había un animal muerto en los alrededores, a saber en la barranca que lindaba con el terreno de la casa, quizá. Aunque esa conciencia sobre la muerte, con su cariz irremediable representado por las enormes aves negras, no dejaba de provocarme cierta angustia entonces, al paso del tiempo he aprendido a apreciar a los zopilotes y a gozar de su vuelo cuando llego a detectarlos en el cielo. También supe años después que en algunos lugares del mundo, el Tíbet entre ellos, los restos humanos se ofrecen a los buitres (parientes de nuestros zopilotes), honrando así el ciclo de la vida con un "funeral celeste". No hace falta preservar el cuerpo, que es un mero vehículo vacío al terminar la vida, y este tipo de funerales es un modo práctico (pues se trata de regiones donde el suelo es muy duro para cavar o hay poca madera para hacer piras funerarias) y generoso (pues se alimenta a otros seres sensibles) de deshacerse de los restos. Y a mí me recuerda que no hay vida sin muerte ni muerte sin vida y que los restos de lo que hubo se pueden ofrecer a los zopilotes. Qué duda cabe que mi abuela Rosa era una mujer sabia.
martes, 1 de septiembre de 2015
*l*a* *f*e*r*i*a*
para Santiago, compañero de feria desde siempre
La quinta acepción (de 13 y de seis frases que contienen el vocablo) que la Real Academia propone para feria reza así: 5. f. Conjunto de instalaciones recreativas, como carruseles, circos, casetas de tiro al blanco, etc., y de puestos de venta de dulces y de chucherías, que, con ocasión de determinadas fiestas, se montan en las poblaciones.
Y así es la Feria de Tlaltenango que desde hace casi 300 años, según el cartel que alcancé a vislumbrar de vuelta hoy a casa, se instala en la avenida principal de la ciudad donde vivo, cerrándola parcialmente al tiempo que el tránsito tiene que desviarse por las "vías alternas" para enojo e incomodidad de muchos de los cuernavacenses, aproximadamente durante 10 días. En general, la montan los últimos días de agosto (este año fue el sábado 29) y se extiende un par de días más después del mero día de la celebración de la Virgen de la Iglesia de Tlaltenango (el 8 de septiembre — bueno, después de una rápida ojeadita a Google, confirmo que lo que se celebra, en realidad, es la fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen María, que por supuesto no es privativa de la de Tlaltenango, pero sí es la que más cerca me queda de casa.)
Yo he de confesar que con todo y las molestias que este acontecimiento implica (y la infinidad de emociones, perturbadores y festivas, que convoca), para mí tiene resonancias diversas, en su mayoría agradables (ya de los problemas del tránsito, cada quien mira a ver cómo los resuelve de la mejor manera). Aunque desde muy niña visitaba Cuernavaca con mis padres cada fin de semana, y durante casi todos los periodos vacacionales, no fue sino hasta que me mudé aquí con mi entonces marido, embarazada de mi hijo, que visité la Feria de Tlaltenango por primera vez. (Él y su familia, que también venían a la ciudad para descansar del Distrito Federal, habían sido asiduos participantes de la celebración.) Ya nacido Santiago, el paseo por la feria siguió siendo una de las tradiciones familiares. A Santiago de niño le encantaba —además de comprar juguetes (tradicionales de madera o chinos de plástico), pan (sobre todo, cocoles, que siguen siendo sus preferidos), gorditas de maíz a la salida del templo (a las que llamamos "hot cakitos"), elotes recién preparados con mayonesa y queso, quesadillas diversas y una gran variedad de dulces— jugar a las canicas con la enorme ilusión de ganarse algún premio (un peluche medio destartalado o alguna alcancía mal pintada). A los juegos mecánicos nunca ha sido demasiado aficionado, afortunadamente para mi propensión a marearme de solo imaginarlos. (A los carros chocones llegó a subirse acompañado por su padre.) Después de haber superado la edad de las canicas, igual seguíamos yendo juntos para darnos algún gusto de comida, comprar alguna blusa o un par de macetas (yo), una pulsera tejida o de cuero (él). Siempre hemos encontrado algo que nos llame la atención, así sea en el último trecho, ya junto al carrusel y los carros voladores, casi a punto de dar vuelta rumbo a casa.
Este año el hijo está lejos de Cuernavaca, así que no iremos juntos a la feria y eso tiene su lado nostálgico. Pero por otro, escuchar el pitido de los agentes de tránsito que se apostan en las esquinas próximas al evento para tratar de aminorar los efectos de los coches que se van quedando atorados a cada tanto, tiene sobre mí un efecto extrañamente tranquilizador. Es quizá una manera mía de constatar que hay cosas que se repiten (aunque todo cambie), que hay recuerdos lindos que me acompañarán durante unos días, que el otoño está entrando (aunque en el calendario falten más de 20 días) con su aire más fresco y el anuncio del fin del año y que siempre puedo intentar disfrutar más las presencias que lamentar las ausencias. Al fin y al cabo lo único que hay es lo que hay hoy y cada pitido del agente me sirve, también, de recordatorio.
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