Cuando te enfermas, regresa la vulnerabilidad. Claro. Peor cuando tu doctor te sugiere que te aísles durante, por lo menos una semana. Y encima de todo esto, la máquina donde ves Netflix decide enfermarse también y su doctor está fuera de la ciudad.
Entonces los días se hacen larguísimos. El tiempo pasa despacísimo. La soledad se hace mucho más pesada.
Y, de pronto, tienes visitas sorpresa: cuando me di a la tarea de regar las plantas del balcón, algunas de las cuales (como esta) tengo que mudar al lavadero en el patio interior, descubrí, en el tránsito de vuelta al balcón, que estaba habitada. Temí perder al huésped en el recorrido, pero llegó con bien al balcón. Quién diría que haría relación con una mantis bebé, que esta mañana había desaparecido.
O revisas las fotos que sacaste en tu última caminata matutina de la semana pasada y descubres que la parvada de aves que creíste haber perdido, de hecho se coló, como bokeh, casi imperceptible, en una de tus fotos de la malla que separa el condominio del súper. Y piensas que qué suerte tuviste.
La vida, en la enfermedad/soledad, adquiere una lógica propia. Diferente. Peregrina.
Como una flor roja, cuyo nombre desconoces, que vuelve a adornar tu balcón después de casi un año de silencio: