Me pregunto si es la luz la telaraña. O si la telaraña es la luz. Quién sostiene a quién. Sostenedora y sostenida. Inseparables. Como la mente y sus objetos. Aunque creamos lo contrario.
1) (frío)
Recuerdo los brazos de mi mamá. Me tomaba en ellos y yo podía sentir cuán incómoda se sentía. Cómo quería que se acabara el juego de la golondrinita. Cómo no podía soportar la cercanía, la intimidad, el amor. Cómo estaba tan ausente de su vida como su propia madre, que murió cuando ella tenía 7 años. Sus brazos se sentían guangos. Sin vida. Con miedo. Abrazarme era peligroso. Podría empezar a derretirse y entonces, desaparecer del todo. Su corazón apenas latía. Lo justo para mantenerla con vida. Su respiración era superficial.
2) (labios)
Recuerdo que cuando intentamos besarnos, supe que él no tenía experiencia. (Yo tampoco.) Temblaba. Su cuerpo temblaba todo y empujaba demasiado fuerte con la lengua, con demasiadas ganas. Con miedo al rechazo. Con miedo al abandono. Entonces yo cerré la boca. A cal y canto. Como un país cierra las fronteras. Tuve ganas de golpear, de patear, de escupir. Y, sin embargo, anhelaba, ansiaba la danza tierna de nuestras lenguas, la confusión de nuestra saliva. Impensable. El miedo fue más fuerte que el amor. El miedo fue más fuerte que el deseo. El miedo fue más fuerte que el miedo. Nuestros labios se cerraron. Helados.
3) (olor)
Recuerdo cuando mi hijo era bebé y no lo habíamos bañado porque estaba enfermo o nosotros, demasiado cansados. Entonces se impregnaba de un perfume dulce. Solo suyo: su manera de proyectarse en el mundo. Era un mezcla de rancio y joven, de sudor recién nacido, de vulnerabilidad y risa. Todo combinado en un aroma que muchas veces deseé poder guardar en una botella para poder revivirlo cuando él ya no fuera un bebé. En una ocasión, le ofrecí a una amiga su piyamita usada para que pudiera deleitarse. Casi vomita. NO era su bebé. Eso lo entendí después.
4) (comer)
Recuerdo cuando volví a a casa después de que me operaran la nariz a los 17. Me la había roto corriendo en la escuela y hubo que reducir la fisura, bajo anestesia general. Cuando regresé a mi casa al día siguiente, me esperaba mi sopa favorita, la de fideos, al estilo de mi abuela María Luisa. Consuelo a tope. Pero cuando la probé, no sabía a anda. Cero sabor. Nada. Mi nariz estaba taponada por completo y sin el olfato, era imposible disfrutar la comida. Solo había texturas totalmente insípidas. Frustración total. Mi expectativa se transformó en enojo, en irritación, en lágrimas. Quería arrancarme los tapones de la nariz. Y, además, me dolía una nalga porque me habían puesto mal una inyección.
5) (rojo)
Recuerdo las cerezas enormes que me comí el año pasado en Madrid. Tenían un color tan intenso: casi morado, casi negro. La intensidad del color era la intensidad de su dulzura. Eran imposiblemente dulces y jugosas. Y la amiga con la que vivía no se acercaba siquiera a ellas. Podía comprármelas. Podía asombrarse de mi regocijo al comerlas o ayudarme a arreglarlas en un cuenco azul y sostenerlas en el balcón para que yo les hiciera fotos, pero no las probaba. El color de las cerezas en las fotos era precioso y brillante, pero no transmitía ni su dulzura, ni su frescura, ni la libertad y el verano que contenían.
6) (sonido)
Recuerdo cuando mi hijo era bebé, mucho antes de que hablara, antes de que fuera humano, hacía ruiditos con la boca. Y con la garganta. Y con la cara. Cuando estaba contento. Y sonreía. Gu, pero no exactamente gu. Más consonantes que vocales. Cuando había quedado satisfecho después de comer. Cuando sus ojos se encontraban con los míos, mientras lo tenía en brazos. Entonces me derretía por completo en las no palabras que me lanzaba, que le lanzaba al mundo. Se comunicaba con la garganta, con la lengua, con los labios, con las manitas. Ojalá hubiera grabado esos atisbos de lenguaje que ahora se han perdido en la inmensidad de la nada, dejando apenas un eco en las paredes de la memoria. Yo soy la única guardiana. Su padre murió.
dibujar
1. tr. Trazar en una superficie la imagen de algo.
2. tr. Describir algo con palabras.
3. prnl. Mostrarse o dejarse ver. En su cara se ha dibujado una sonrisa.
4. prnl. Dicho de lo que estaba callado u oculto: Indicarse o revelarse.
Pues si de algo estaba yo segura en la vida era de mi incapacidad total y absoluta para dibujar. Por eso ilumino: pongo color (y vida) a lo que otros han dibujado. Pero trazar en una superficie la imagen de algo, imposible. Es cierto que aquí y allá, cuando me he aburrido en alguna clase o he necesitado anclarme a algo, he dibujado: contornos de figuras (una estatua del Buda, las flores del altar), por ejemplo. De niña y adolescente, me dio por dibujar neuronas, con sus dendritas y su axón, y con caras, bueno dos ojos y una boca en diferentes posiciones. También llegué a hacer hongos con nombres dentro, según la técnica de rellenar los espacios vacíos de las letras, que me enseñó mi amiga Ángela. Y poco, muy poco más. Hasta que el sábado pasado, en el curso sobre el camino de la escritura y el encuentro con la mente salvaje, la mítica (y muy real) Natalie Goldberg nos instruyó que, además de nuestras tareas de práctica de escritura, también dibujáramos (una silla, una puerta, lo que está en nuestra mesa para escribir), con la misma pluma con la que escribimos, en el mismo cuaderno rayado. Ya había declarado que la escritura es un arte visual
Empecé por hacer un retrato de ella (mientras veía la grabación de una parte de su clase que me había perdido), de un florero con narcisos (daffodils, en inglés — qué bonita palabra) amarillos detrás de ella, de un vaso de agua, de la puerta detrás de ella al otro lado. Después seguí intentándolo con una variedad de objetos en mi casa: los equipales (de frente y de espalda), la piedra en mi balcón recién trasplantada a una nueva maceta, la lámpara de mi sala y la lámpara de mi estudio, una de las minibocinas con las que uso la compu, mi estuche de plumones y mi caja de lápices de colores (que ni en un universo paralelo se podrían reconocer), un par de flores de metal que viven en un caballiito rojo de tequila en mi altar, mi taza de agua y una taza de porcelana inglesa que me regalara hace unos años una colega de la escuela.
Y dibujé también a mi Khandro, echada sobre la mesa del comedor. Fue sorprendente cómo al cambiar de pose y hacerme pensar que mi intento sería completamente fallido, de hecho, me ayudó a captar su gateidad toda en unos cuantos trazos.
Al día siguiente lo intenté con mi hijo, echado sobre el sofá de la sala después de la comida. Cuál no fue mi (nuestra) sorpresa que al captarlo a él, salió a la luz también su padre. Y esa tristeza que se les cuela a veces en los ojos.
Y entonces cobró más sentido eso que dice la RAE de que dibujar sea también, describir algo con palabras, y mostrarse o dejarse ver, e indicarse o revelarse lo que estaba oculto o escondido. Como decía una compañera del curso, todos tenemos una voz visual. Una voz creativa podría decirse en un sentido más amplio. El único chiste es confiar en ella y quitarnos de en medio.
En mi sueño de ayer había intersticios. Que son hendiduras o espacios, por lo común pequeños, que median entre dos cuerpos o entre dos partes de un mismo cuerpo. También había elementos o factores o velos intersticiales. Había aires de Madrid. Y había aires de juventud,. Había promesas de deseo y coqueteos con una mujer mucho más joven que yo o tan joven como yo me siento por dentro, antes de verme al espejo. Había fotos frente a un arbusto de flores cafés. No estaban secas. Estaban vivas y eran color marrón (como dirían allá) como un tronco de árbol o como un café cargado. Casi podían beberse. Había ecos de vacunas y de enfermedad también, pero eran lejanos, borrosos. Había una cita y un cumpleaños y una celebración pendientes para esta misma noche. Y otra promesa: «Ahí estaré. Yo nunca dejo de celebrar mi cumpleaños». La expectativa de Un encuentro medio intelectual o medio artístico, adonde yo aún no sabía cómo llegar,. De un encuentro amoroso.
Un intersticio es también un intervalo, un espacio o distancia entre dos tiempos y dos lugares. Y podría ser también una de mis palabras favoritas y aparecer en una lista, junto a otras palabras amadas. Y quién sabe, en sueños o escribiendo se cierran los espacios o las distancias entre los tiempos y entre los lugares. Entre la realidad y el deseo. Entre el deseo y la ausencia.
Finales de marzo. La primavera espera, como agazapada, el pistoletazo de salida para acabar de irrumpir en nuestra vida. A ella, el virus ni le va ni le viene. Hay manchones morados alrededor del condominio. (Las jacarandas, al final, se decidieron a florecer.) Las golondrinas surcan el espacio, muy cerca de los edificios. Algunas parvadas de aves muy pequeñas (no tengo idea si los gorriones vuelan en grupo) pasan volando a lo lejos. «¿Los viste?», me pregunta emocionado M, el cumpleañero, «pasaron volando en una nube negra.» Su padre asegura que eran pájaros, no insectos. M corre para ver si los divisa detrás de los edificios para mostrármelos, pero ya se han ido.
Entonces llega su segunda o tercera visita de la tarde. Sus padres le han organizado una caravana de cumpleaños. (Festeja su primera década de vida y la fecha no puede pasar desapercibida. Ya tuvo que renunciar a la celebración de los 9). La dinámica es sencilla: Sus amigos vienen en auto con sus papás, entran al condominio y se detienen en frente del puesto celebratorio. Sobre una mesa angosta hay globos de colores: algunos son pokemones; otros, unos bichos que desconozco, de un video juego. (Entendí que había tripulantes e impostores. Indistinguibles unos de otros.) También hay galletas decoradas, con más pokemones y más impostores. Y churritos de maíz, con y sin chile. Hay cajitas ya empacadas con productos semejantes para ofrecer a quienes lleguen de visita. Y espacio para los regalos que le traigan a M, claro. Al lado de la mesa, hay una manta con un pokemon más grande (se me olvidó quién es) del cual suben dos globos enormes: un uno y un cero dorados, el lugar perfecto para las fotos.
Los invitados no se bajan del coche (solo alguno más audaz) y todos, niños y padres traen mascarillas. Algunas son incluso dobles. A M, que estaba libre de mascarilla, lo mandan a casa a por ella.
Y entonces llega E, una de las amigas de M. Viene caminando (se ve que vive cerca), acompañada por su madre. Ambas con media cara escondida, claro. Cuando la niña ve a M, se lanza a abrazarlo. Sin pensarlo. Y entonces su madre, le grita que no, que eso no se hace. Todos nos quedamos boquiabiertos. Patifidusos. E empieza a llorar, quedito, muy quedito. «Es que lo extrañaba mucho», le explica a su madre. «Ya no llores», le responde ella.
Antes de irse, y respetando la sana distancia de seguridad, E le dice a M:
«Perdón por abrazarte».
Esta es una palabra que no me gusta demasiado. Quizás por sus resonancias religiosas. Ha aparecido en el blog en algunas ocasiones, aunque como título, es su primera vez. El Diccionario de la Lengua Española la define con mucha claridad, sobre todo en sus primeras dos acepciones:
De miraglo.
1. m. Hecho no explicable por las leyes naturales y que se atribuye a intervención sobrenatural de origen divino.
2. m. Suceso o cosa rara, extraordinaria y maravillosa.
También consigna su uso en cinco frases coloquiales, entre las cuales mi favorita es "colgarle a alguien el milagro", es decir, hacer a alguien responsable de algo, en general negativo, cuando no tiene implicación alguna. En México usamos el diminutivo para darle un giro sarcástico, como en "menudo milagrito te colgaron", por ejemplo.
Para mí. el milagro más sorprendente de todos es la vida misma, sobre todo cuando surge de la muerte (que al final son dos caras de la misma moneda, como la serpiente que se muerde la cola).
Hace unos días, durante uno de mis paseos matutinos por el condominio, me encontré con una planta tirada en el pasto, frente al primer edificio, con las raíces al aire y una macetita vacía al lado. Mi primer instinto fue recogerla, pero luego pensé que igual pertenecía a alguno de los vecinos que no la había echado en falta todavía y la dejé. Días después, circunvalando ese edificio otra vez, me la volvía a encontrar, en el mismo estado de abandono. Tuve el mismo impulso, pero me tomó una vuelta más llevarlo a la práctica. Recogí planta y maceta y me las traje a casa.
Las raíces de la planta, un cactucito tipo sábila pero con manchas, estaban completamente secas. Igual decidí meterla en agua y ponerla junto a mi maestro. Unos días después, me sorprendí (y regocijé) cuando vi que de entre esas raíces sin vida, habían brotado unas nuevas, blancas, hermosas, mientras que por entre las hojas de puntas secas, se asomaba una punta verde, oscura y brillante, recién nacida. Esto es para mí un milagro. Tan común y corriente. Tan fascinante:
Ya le tocará a la planta rescatada un trasplante a una maceta con tierra muy pronto.
Un milagro me parece también lo esperado y sabido que, sin embargo, vuelve a sorprenderme cuando sucede, como mi planta del amor que sigue echando sus flores cada marzo:
O las jacarandas, que más tarde o más temprano se cubren de flores moradas, a veces poniendo a prueba mi paciencia, mi expectativa de volver a verlas florecidas:
Yo nunca aprendí a andar en bicicleta. Yo creo que mis papás tampoco sabían. Mi hermano aprendió de bastante mayor, creo. Él fue el único de la familia con perfil deportivo. Y yo a mi hijo no pude enseñarle, claro. Un amigo de la primaria le dio sus primeras lecciones y no fue sino hasta cuando pasó una temporada en Ámsterdam, donde cumplió 20 años, que dominó el arte de andar en bicicleta,.
Yo, en cambio, domino el arte de la bici fija. Y recorro distancias enormes, no en kilómetros sino en años. Hace un par de días me puse a pedalear y terminé en la Gran Vía de Madrid, a finales de los 90 o principios de los 2000, acompañando a una niña, adolescente más bien, que caminaba vía arriba y vía abajo escuchando a Sabina. En un walkman o quizá un discman. Sus compañeras escuchaban otras cosas, pero ella era precoz y soñaba, a veces, con aceitunas.
Nuestros caminos se cruzaron años después. Y nos sorprendimos de las coincidencias. Después nos separamos para siempre.
Después de la Gran Vía, llegué a un departamento cercano a la Universidad Nacional en la Ciudad de México hace, qué sé yo, más de 30 años, menos de 40, cuando estudiaba en la facultad de filosofía y daba clases de inglés. Había una fiesta. La anfitriona era una mujer mayor que yo, en una época cuando yo era joven aún y ella también. Compartíamos terapeuta y ella tenía secuelas de poliomielitis. También era amante del marido de una maestra del centro donde yo trabajaba. Bailamos al son de la pobre Cristina, también de Sabina, a todo volumen. Yo esa noche acabé acostándome con un hombre de ascendencia griega. Una sola vez porque solo había un condón. No recuerdo si amanecí ahí o en mi casa. Al tipo no lo volví a ver nunca, pero me queda un recuerdo semidulce del encuentro.
Después de casi media hora de viaje, me bajé de la bici de regreso en mi departamento de Cuernavaca y me puse a bailar lo que quedaba del CD con Mentiras Piadosas.
Anoche soñé que estaba enamorada. Más bien soñé que un hombre estaba enamorado de mí. Era un hombre mayor que yo, más bien feo, que se parecía mucho a un actor español que murió hace poco y que atendía la taberna del barrio de San Genaro en la serie Cuéntame. (Gugleándolo, recuerdo que se llamaba Enrique San Francisco y confirmo que era el hombre de mi sueño.)
En mi sueño, este hombre no solo me decía que me amaba, sino que me hacía sentirlo, a nivel emocional y también a través de una fuerte tensión sexual. En algún momento, casi llorando (o llorando), me decía que si separarse de su hijo era necesario para estar conmigo (o algún sacrificio similar), lo haría: "amor del bueno", pues.
Y en el propio sueño aparecía una tímida vocecilla lúcida, de mi propia mente, que primero se preguntaba por qué había escogido a Enrique San Francisco para ese papel y segundo, reflexionaba cómo si todas las emociones y sensaciones venían de mi propia mente, puesto que estaba soñando y no había nadie afuera, en realidad el enamoramiento y el deseo son productos de mi propia mente. Vaya agudeza de pensamiento...
También es cierto que otra parte de mi mente se resistía a levantarse y despertar, aun sabiendo que un viaje al baño era inminente. Quería prolongar esa sensación de ser amada y deseada, sabiendo que se evaporaría al salir yo (¿quién es ese yo?) de ese estado onírico.
Durante el resto del día (han pasado más de 12 horas desde que irremediablemente desperté), el sueño en efecto se fue disipando, como en la vida se disipan el amor y el deseo por más que queramos aferrarnos a ellos. Al final son tan ilusorios y poco sólidos como los sueños y lo que en ellos sucede (o creemos que sucede).
No estás atrapado
Dawa significa luna en tibetano. Y se usa como nombre propio.
Hace unos años, mi comadre me habló un día para decirme que había adoptado una gatita. No me acuerdo si me pidió que le diera un nombre o si el ofrecimiento salió de mí, pero el caso es que le propuse llamarla Dawa y le encantó. La Dawa vivió una vida corta, tanto así que yo no llegué a conocerla en persona. En uno de esos momentos tristes e inexplicables de la vida, la Chara, la preciosa y querida perra de mi comadre, la atacó y la mató. No sabemos por qué; no lo había hecho nunca con otros gatos con los que había convivido. A partir de ese momento, María Eugenia le aplicó a la perra la ley del hielo. La alimentaba, pero no le hablaba ni se relacionaba con ella. La muerte de la Dawa había sido muy dolorosa. Un día, llegamos Santiago y yo de visita y vimos a la Chara muy mal, deprimida, muriéndose de algún modo. Convencimos a María Eugenia de que ya era momento de perdonarla. Y la perdonó. La Chara vivió varios años más y convivió con la siguiente gata, la Cleo, por Cleopatra, por sus ojos de faraona egipcia.
A finales del año pasado, allá por Navidad, mi amiga Elena se encontró con que una de las gatitas callejeras a las que alimentaba durante sus paseos matutinos tenía la pata rota. Decidió ayudarla. Recaudó fondos y consiguió que una veterinaria la operara. Hubo que quitarle la pata, pues ya tenía una infección muy avanzada. Elena la nombró Choki (de Chokyi, también en tibetano), y empezó a buscar quién podría adoptarla una vez que se recuperara de la cirugía. Yo me ofrecí y el día que la fui a conocer propuse agregar otro nombre a su nombre, que a mí me traía asociaciones poco agradables, y pensé en Dawa, porque me encanta y para hacerle honor a la Dawa de Chimal. La adopción se prolongó porque había que esterilizarla también. El caso es que para cuando se suponía que se vendría a mi casa, la veterinaria llamó diciendo que había otra persona interesada en adoptar a esta segunda Dawa. Era una mujer sola, viuda reciente, que necesitaba la compañía. Yo accedí, no sin cierta tristeza, pero pensé también que no era el momento idóneo para traerla a casa, a medio proceso de de recuperación de la fractura y cirugía de nariz, y que si alguien más la necesitaba, adelante.
Hace unos cuantos días supe por la misma Elena, que esta Dawa ya no es Dawa. Su nueva dueña le cambió el nombre. No sé cómo se llama ahora y tampoco sabemos mucho más de ella. Pero siendo como es una gatita guerrera, confío en que le irá bien en la vida. Y quizá a la mía llegue en algún momento una tercera Dawa, una luna que ande por ahí en algún lugar o en algún tiempo.
Estoy sentada en la sala de mi casa leyendo y de pronto, así nomás, sin previo aviso, noto las manchas que me han salido en la piel del dorso de mis manos. Son manchas de la edad, o sea, de esas que regala el tiempo. Recuerdo cómo mi mamá las odiaba. Ella tenía unas manos muy bonitas, y que se le mancharan sin remedio la horrorizaba. Recuerdo también una fotografía suya que colgaba de la pared a alguno de los lados de la escalera del departamento donde vivió casi toda su vida de casada, el mismo donde murió. En esa imagen está vestida, más bien disfrazada, de Julieta, sí la de Romeo, con un atuendo que adaptó tomando como base su traje de novia. Era de seda blanco y tenía adornos en brocado verde y dorado y las típicas mangas abombadas propias de la época de los amantes de Verona. Las manos de mi madre joven, más joven de lo que yo soy ahora, descansan sobre la tela blanca y resaltan. Las uñas van pintadas del mismo color que la seda. Son unas manos hermosas. Puedo entender la pena de mi madre a medida que el tiempo se las manchó, aunque a mí, en realidad, esas manchas no me molestan (demasiado). Hay otros signos de la edad que me cuesta más trabajo aceptar. Y algunos, como las canas, me encantan. Podría tener más. Muchas más.
Manchas se llama también un perro de peluche al que mi hijo Santiago profesó especial cariño durante su niñez. Se lo regalamos su papá y yo después de ir al laboratorio a que le sacaran sangre para algún estudio médico. Hoy vive en el clóset, no en su cama donde pasó muchos años, y está a la espera de una ida a la tintorería para que el fondo blanco de su pelaje vuelva a ser blanco y las manchas cafés resalten otras vez.
Una golondrina y su sombra parecen dos
golondrinas: una surca el espacio; la otra, una pared. Escucho gorjeos,
rechinidos, trinos, conversaciones, graznidos. Sonidos que no sé nombrar. No
hace falta. Todos los pájaros del mundo saludan el nuevo día. Discuten. Hablan
entre ellos. Se hacen notar. El vecino ciego sale también, como todos los días.
Poco después de mí. Hoy solo lleva un palo con que se va guiando y que luego
usa para ejercitarse. Hoy dejó en casa el bastón que va anunciando su
presencia. El aire de la mañana está fresco, casi frío, y se siente rico en mi
piel. También se siente rico el suéter ligero y largo que me acompaña cada
mañana. Me encuentro con las dos gatas que alimentamos por las noches. No creo
que sepan que yo soy la señora de las croquetas. He bajado pocas veces a
servírselas. Pero no salen huyendo. Buscan las sombras de los coches para
resguardarse del sol que empieza a calentar. Subo la cuesta que lleva a la
salida del condominio. Una vez. Dos veces. Y ya me falta menos el aliento. Una
vez arriba, saludo con la mano al guardia en la caseta. Me devuelve el saludo.
Vuelvo a bajar y me interno en el jardín que rodea a la primera alberca. Camino
por el pasto y me imagino la sensación de hacerlo descalza. Llego hasta el
borde del terreno, donde el pasto está adornado por un tapete irregular de
flores de jacaranda. La única que ha florecido más o menos en forma. El olor
dulzón de las flores caídas permea sutilmente el aire. Veo caer una. Va
haciendo zig-zag, en una danza suave, mientras recorre el camino que la
deposita sobre el pasto. La sigo con la mirada. Veo dónde aterriza. Me acerco y
la recojo. La pondré entre las hojas de algún libro. Bajo la cuesta de regreso
y me acerco a los ventiladores del supermercado que silencian cualquier otro
sonido que no sea su constante runrún. Intento no pelearme con ellos.
Respiro. Sigo. Llego hasta la alberca del fondo, mi alberca, y la rodeo. Veo el
reflejo de la vieja jacaranda en sus aguas. Sueño con nadar pronto. Y sigo
camino hasta llegar adonde vive el jacalasúchil que plantáramos hace siglos
Santiago y yo en una maceta, a partir de la rama caída del árbol de una amiga.
Luego hubo que pasarlo a la tierra tierra. Está enorme y se está llenando de
botones de flores. Imagino su aroma. Me acuerdo de la casa de Cuernavaca de mi
abuela Rosa. De mi tío Jean que se cayó de uno de estos árboles cuando intentó
colgarse de su rama. De la sangre blanca que mana de su ser si sufre cualquier
herida. Veo una libélula café (marrón dirían allá) sobre la pared del
último edifico. Parce haber perdido un ala. Emprendo ahora el camino por la espalada de los edificios ,
donde nunca hay gente. Es un pasillo estrecho e irregular. Me siento protegida.
Lo recorro de ida y de vuelta varias veces. Me detengo a ver el rosal de rosas
anaranjado oscuro que se va llenando también. Sus hojas tienen manchas de
pintura y pienso en la Reina de Corazones y Alicia. Llego al final del pasillo
y salgo a otro trozo de pasto donde hay otro jacalasúchil. También le dicen flor de mayo. Es hijo del nuestro, como todos
los que viven por aquí. También tiene botones. Me acuerdo de Fernanda, que los
ama. De Fernanda con quien no tengo contacto hace mucho. La flor de plátano de
la esquina ya se esetá transformando en frutos. Quién sabe qué será de ellos.
Me asomo al balcón de doña Pina. Le hago una foto a una de sus flores, el
geranio blanco que tanto me gusta. Sale bien aunque aún no le dé el sol. Y
vuelvo a casa. Antes de subir veo una luna diurna, medio transparente,
equivocada, sobre un cielo muy azul. Cuántas cosas caben en media hora y un pelín.
Una parvada de aves minúsculas pasa frente a mi balcón. Las sigo con la vista. Se posan sobre la vieja jacaranda del fondo, junto a la alberca.
Dejo de verlas.
Otro grupo de aves parecidas (¿iguales?) pasa aún más cerca. No alcanzo a seguirlas con la mirada.
Dejo de verlas.
Así la vida.
Que pasa volando.
Momento a momento.
Y dejo de verla.
También.