—Bellaaaa
Llegó el día Yuhuuu A qué hora dijiste que podías tú? —me escribe
mi amiga María por el chat de FB (habíamos quedado en inaugurar las terrazas, o sea la entrada de Madrid a la Fase 1, el viernes, después de casi 3 meses de no vernos).
—holaaaaaaaaaaa - no sé si estoy preparada... —le
contesto yo, en modo
no-tengo-ni-idea-quién-soy-ni-qué-me-está-pasando-debe-ser-el-puto-confinamiento.
Ella se saca de onda, como diríamos en México, pero
le explico que no es un «no», que solo necesito platicar un rato. Al cabo de
unos segundos ya estoy confirmando la hora y el lugar donde nos veremos: por la zona de Alberto Aguilera, en alguna terraza donde pillemos lugar, lleva tu móvil (que
no es en realidad mío y lo uso para «emergencias») para que te diga dónde andamos.
Antes de una sesión con una paciente, me pinto los ojos: el resto del rostro irá
tapado. En cuanto acabe la terapia,
saldré sin mayor dilación. Ya estoy emocionada.
Son pasadas las 6 de la tarde cuando tomo mi adorado 147, con muy poca gente, todas sentadas a «sana distancia». Me bajo en la Glorieta de Ruiz Jiménez y María me dice por el móvil que las encuentre en una terraza en la calle de Galileo. En una esquina.
Me acerco y desde varios metros antes, las reconozco: María y Ángela. Ya no llevan mascarilla. Yo, sí. Me acerco y nos extendemos los codos para chocarlos. El «nuevo» saludo. Me siento. Me quito el tapabocas y espero a que el mesero me tome la orden.
De pronto, me doy cuenta de que estoy a escasos centímetros de una clienta sentada atrás de mí. Me cambio de silla rápidamente. Nuestra mesa es la última y quedaré del lado donde no hago frontera con nadie. (A la amiga que nos falta, le tocará la que fue «mi» silla durante unos segundos.)
Descubrimos un guante azul, usado, gastado, rondando por el piso, con especial atracción hacia nuestros pies. Y lo esquivamos. Y nos reímos, no sin cierta preocupación. Y le llamamos «el guante asesino».
Cuando llega Majo, la cuarta integrante del grupo —con mascarilla, claro—, instintivamente abraza a Ángela. Ángela pone una cara que mezcla horror y gusto, hasta que Majo, viendo las cara estupefactas de María y mía, la suelta. Y se disculpa. A nosotras ya no nos abraza. (Yo me siento aliviada y con ganas de un abrazo.)
Cuando una chica en la mesa de al lado estornuda —sin mascarilla, claro—, contenemos la respiración y hacemos algún chiste al respecto, no sin cierta preocupación. No nos damos caladas de cigarro. Ni probamos las bebidas ajenas. Y cuando se trata de comer algo, cada quien pide su plato. Nada de compartir (por más que se nos antojen unos huevos rotos para todas).
Pero eso sí, bebemos. Cervezas de varios tamaños. Varias rondas. Y llegamos a las cubas. Y hablamos mucho. Y nos reímos. Y comentamos cómo todo parece un sueño: el confinamiento, la desescalada, la fase 1, estar de nuevo juntas en una terraza. Extrañamos a Ata, de Guadalajara, y a María, de Cuenca, que están en fase 2, pero no pueden venir a Madrid. Ni podemos verlas. Les mandamos un mensaje de voz, ya con varias copas encima.
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gorrión de terraza de fase 1 en plena carrera eufórica |
Para ir al baño, nos enmascarillamos. También nos higienizamos las manos. Varias veces. Creo.
Y alcanzamos todas un estado de euforia, por el alcohol, pero sobre todo, creo, por la situación. Por estar fuera. Por estar juntas. Por haber estando encerradas. Por la incertidumbre. Y el miedo. Y la preocupación. Que merodean. Celebramos que estamos vivas y bien.
Y emprendemos el regreso. María y Ángela caminarán. Majo y yo nos enfilamos el metro San Bernardo. Cerrado. La otra entrada, cerrada. La pila del móvil de Majo se agota. Logramos hablar con María y llegarnos hasta su casa, en Malasaña. Y sin haberlo planeado, pasamos allí la noche. Y la resaca/cruda, o por lo menos el principio.
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malasaña de mañana en fase 1 |
Cerca del medio día, Majo y yo emprendemos el camino de regreso a casa, —con mascarilla, claro—. Así, «protegidas», nos damos un abrazo en la calle para despedirnos. Decidimos no evitarlo y partimos en direcciones opuestas.
Yo llego al piso donde vivo casi 18 horas después de haber salido. Voy nerviosa. Ana me recibe furiosa. Quizá tenga razón. Al cabo de unas horas, logramos hablar. Es una situación nueva (antes del coronavirus, no habría habido problema). No tenemos claridad sobre cómo actuar. Le cuento que seguimos todos los lineamientos de cuidado. Le pregunto qué más necesita ella. No lo sabe, pero me informa que ese día no le apetece cocinar.
Me compro unas empanadas argentinas para la comida. Una de roquefort y pera (deliciosa) y otra de cochinita pibil (buenísimo remedio para la cruda y, además, con sabor a México).
La vida se sigue sintiendo como un sueño, lo cual según el Buda y los maestros que lo han seguido hasta nuestros días, es una buena noticia.
Seguimos en fase 1.
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una golondrina surca el cielo sobre la glorieta de ruiz jiménez en fase 1 |