Ayer fui a Gràcia, a comprar pan de muerto (sí, más, para la ofrenda y para la castanyada, la celebración catalana del Día de Todos Santos) y a despedirme del que ahora sea, quizás, mi barrio favorito de la ciudad condal. Hacía un día espectacular: soleado a rabiar y nada frío, no había necesidad de chupa ni de chaqueta ni de cazadora ni de abrigo ni de todas esas prendas que usan acá para el otoño-invierno.
Después de pasar por mi tortillería de referencia a por el pan (recién hecho), me paré por un café con leche y un minicruasán de chocolate, para llevar, claro, porque no se puede de otro modo. Entonces seguí caminando por la calle Torrijos, pasé enfrente de los Cines Verdi (versión Park) tristemente cerrados de nuevo, pasé delante de un par de señoras catalanas que se habían sentado en unas bancas a comerse (¡oh sorpresa!) su propio pan de muertos de la misma tortillería y hasta se me ocurrió saludarlas y preguntarles si les gustaba. Me vieron un poco raro, pero dijeron que estaba buenísimo.
Finalmente, encontré una banca sola y me senté yo, con mi bolsa, mi morral con los panes y unos regalos para llevar a México, y mi café y cuernito. Me quité la mascarilla y me puse a desayunar. Y entonces, en sentido contrario al que yo había caminado, venía un hombre, delgado, con barba, de entre 30 y 40 años con la mascarilla en la papada. Nos miramos y yo me sentí un pelín incómoda, pero seguí comiendo. Él me sonrió y me dijo: «Bon profit». Y entonces yo me tragué el bocado que tenía en la boca y le dije «Gracias» y le sonreí de vuelta. (¡Qué gusto enorme podernos ver las sonrisas!)
Decidí tomarme el gesto de este gentil desconocido como un buen augurio en este proceso de irme de Barcelona y volver a casa.
Terminado mi café y mi pan, me volví a enmascarillar y seguí caminando. Sacando fotos. Viendo gente. Imaginando cómo sería vivir en ese barrio. Descubriendo detalles en los muros o en las ventanas. Así, atravesé la La plaça del Diamant con su Colometa y seguí dando vueltas un buen rato antes de volver al metro Joanic y emprender la vuelta a la casa de Joana.
Hoy ella y yo montaremos un altar de muertos, a la mexicana con algún elemento catalán, y seguirá este proceso de morir un poco que es despedirse y este proceso de vivir plenamente que surge de reconocer y honrar la muerte.
Cierro de momento con la sombra de un árbol de la calle Torrijos sobre una puerta gracienca resplandeciente con la luz del sol otoñal: