viernes, 31 de enero de 2020

Invitado: Chogyam Trungpa Rinpoché



Una explosión de confusión


Si vas a hacer un dibujo, tienes que tener espacio donde pintarlo, que es el lienzo o el papel. De igual manera, hay un espacio básico en el cual ocurre la confusión. Una vez que hay un explosión de confusión, entonces también hay un hueco, que es antiexplosión o anticonfusión. Lo positivo y lo negativos son ambos parte de la situación, se podría decir. Así que siempre hay espacio, un hueco, en el cual pueden funcionar la inspiración y la disciplina. 




madrid desde el 150, que una foto es como un dibujo


Original en inglés y fuente, aquí.
Traducción al español e imagen, mías.

martes, 28 de enero de 2020

Choque lingüístico 1


Llevo viviendo en Madrid tres meses y una semana: toda un vida o un mero parpadeo, según se mire. Y entre todas las cosas que me sorprenden, el lenguaje es una de las más fascinantes. Con todo y que mis orígenes paternos están de este lado, el español que se habla me ha resultado tan diferente del nuestro que ahora entiendo por qué mi amiga Maite, en la secundaria, decía que ella era biligüe (hablaba castellano en casa, con sus padres refugiados como el mío, y mexicano en la escuela).

Así que yo esto lo sabía, claro, pero vivirlo es otra cosa. Hoy una primera muestra de la recopilación de palabras y expresiones que voy haciendo día a día:
  • Aquí la gente no se va, se marcha. 
  • Y un escándalo del demonio un puede ser un escándalo de mil pares de narices.
  • Nadie te da un aventón y se escandalizan la primera vez que se lo pides. Solo te hacen el favor de acercarte a casa, por decirlo de algún modo.
  • Tampoco van hechos la chingada a ningún lado, sino que van a toda pastilla.
  • Y si comen demasiado en una celebración, te pueden decir que nos pusimos mora(d)os.
  • De quien está o es muy nerviosa, dicen que está como una moto.
  • Y si algo te gusta mucho, aquí dices que te mola mogollón. O que no mola nada si te disgusta.
  • Si estás de broma o ni de broma harías algo, aquí dices que ni de coña.
  • Y si algo te produce un aburrimiento total, es un coñazo.

Hay otras dos palabras que, en realidad, son universos y merecen su propia entrada, sobre todo porque el proceso para entenderlas ha sido (o está haciendo) especialmente interesante: marrón tela

Pronto me abocaré a ellas.
Estén (o estad, de este lado) pendientes.

viernes, 24 de enero de 2020

Tan lejos de Cuernavaca


para Santiago, que está en la otra orilla

Mi tío Achim, que en realidad no era mi tío sino un amigo gay de mi abuelo, llegaba a la casa de mi abuela Rosa todos los martes. O quizá, los jueves. A la misma hora. A media tarde. Las cinco, por ejemplo. Y entonces ella, que en realidad no era mi abuela, sino la madrastra de mi madre, le tenía ya preparado un whisky con hielo y agua, no recuerdo si con burbujas o sin ellas, en un vaso jaibolero. Debo haber probado su bebida a escondidas porque hoy, cada vez que alguien me ofrece un trago de whisky, me sabe a mi tío Achim. Me lleva de vuelta a esa mesa redonda, de madera, al centro de la terraza de la casa de Cuernavaca. Hacia ella, se abrían dos puertas: la principal, que daba a ese espacio intermedio sin nombre entre la sala y el comedor, y la de la cocina, que daba, claro, a la cocina. Ruidosa, desordenada. Viva. Alrededor de esa mesa nos reuníamos antes de la cena los fines de semana, o algún día de vacaciones, cuando mis papás llegaban de la ciudad, a jugar continental. Mis manos y las de mi hermano eran tan pequeñas que nos daban unos discos de plástico y hule para sostener las cartas. El mío era azul por fuera y verde por dentro. Lo mejor era cuando estaba mi tía Olga, que en realidad era mi tía abuela, más abuela que tía. A veces, yo me quedaba con ella ahí por la mañana, escapándome de la hora reglamentaria para tomar el sol y nadar, a jugar canasta. Solo las dos. Aunque decían que el juego era mucho mejor entre cuatro. Yo adoraba ese momento. Cuando cumplí los 16, dejamos de ir a la casa de mi abuela Rosa. Mi abuelo había muerto siete años antes, después de pasarse casi diez en una cama sin hablar ni moverse ni ser humano. Y mi madre nos dijo que odiaba a Rosa, que le vendería la parte de la casa que había heredado de mi abuelo, y que no volvería nunca. Desde entonces me pregunto cómo fue que durante tantos años nos dejó, a mi hermano y a mí, a cargo de Rosa si la odiaba.

Hoy estoy en casa de Ana, en mi despacho que es suyo pero me lo presta, con todo y adjetivo posesivo cuando está de buenas. Del otro lado del Atlántico. En Madrid. En un piso que no huele a Heno de Pravia. Que a veces huele a aceite de oliva, de las cocinas vecinas que dan al patio, o al pimiento del pisto o a tabaco o a lejía, una vez a la semana. Lejísimos de Cuernavaca, pero cerca, porque Ana conoció a mi abuela Rosa y la quiso. Y ella la quiso de vuelta y le regaló unos huipiles yucatecos bordados, que aún conserva, me ha dicho. A mí también me regaló alguno, pero un día que la locura coqueteaba conmigo, me deshice de él. Después de un sueño en que me tiraba un clavado al borbollón del río en Las Estacas, a hora y media de Cuernavaca. Ya estaba casada. Mi hijo tendría un año y pico.  Y el divorcio no era posible. Pero luego lo fue. Y yo me quedé con la vajilla de barro de Capula, de fondo café oscuro, decorada con círculos azules y animales fantásticos. Y tú te quedaste con el sofá amarillo que hacía varias vidas había dejado de ser amarillo. Y yo me fui de casa. Y empecé esta larga travesía en soledad. Que a veces es desolación, pero que cada vez más es eso, solo soledad.

Como la que, aún en compañía, se metió al ático vuelto habitación en un hotel de Lisboa hace casi seis años. Era mayo. Hacía buen tiempo. Yo me salí por la ventana, que no tenía balcón, para fumarme un cigarro sin que el detector de humo se diera cuenta. Sin que tú detectaras que las lágrimas se me salían. Casi. Y vi esa nube. Y te dije que las nubes en Lisboa eran tan distintas de las otras nubes del mundo. Y me dijiste que eran nubes atlánticas. Que era por eso. O sería porque tú y yo creíamos que el amor esta vez nos sonreiría, como la brisa atlántica nos acarició la desnudez de madrugada. Nos iluminó el amor, sí, y nos dio calorcito unos cuantos días. Sobre todo cuando nos dimos la mano para caminar por los adoquines lisboetas y no resbalar, aunque caímos. Como en un sueño. De la mano de un jovencísimo Bruno Ganz que nos llevó hasta el reloj que camina hacia atrás. En el British Bar. ¿Habrá sido solo una película que me inventé mientras dormía? En la vigilia te me entrometes aún. Y en mis sueños te entrometes aún, diciéndome que no me puedes besar porque tu madre está en la habitación de al lado. Qué absurdo. Qué claro. Qué necedad la de mi inconsciente.

Por eso, en toda conciencia, volé a este lado del mundo. Pero no a tu ciudad. No a la que pudo ser mía. A la que pudo ser nuestra. Sino a la que tanto le gustaba a mi padre y yo desprecié en un primer momento. Ahora la camino. La descubro. Y fotografío un guante solitario olvidado, sin mano que lo sostenga, en el suelo de un vagón de metro solitario y me pregunto cuál será su historia. Me pregunto dónde andará su pareja. Fotografío pies, mientras sus dueños se pierden en sus móviles o se besan ajenos a lo que sucede a su alrededor. Escucho a la pareja que va anunciando la siguiente estación. Y la siguiente. Y la siguiente. Los echo de menos cuando no me avisan por dónde voy. Les agradezco cuando me recuerdan que me cuide de no meter el pie entre coche y andén en las estaciones en curva. 

Y no estoy sola. Tengo el whisky de Achim, y los platos de la vajilla de Capula, y el guante abandonado, y la brisa atlántica y las urracas, blanquinegras, que vuelan frente a la ventana mientras escribo en Madrid. Tan lejos de Cuernavaca.


jueves, 23 de enero de 2020

Three of a Kind Challenge


Fabienne Verdier en Aix en Provence

Panes navideños en Aix en Provence

La Presqu'île  en Lyon

Rue de l'Abondance en Lyon

miércoles, 22 de enero de 2020

desconcierto


El lunes pasado volvía a casa después de una función matinal de cine (1917, que me encantó). Me bajé en el metro Bernabéu y, no sé por qué, salí por la boca que está en Concha Espina, así que tenía que cruzar la avenida y caminar todo el largo del estadio. (Hay otra boca más cerca, que es la que suelo usar, pero esta vez se me perdió.)

Mientras caminaba, noté que algo caía del cielo nublado. Gotas, pensé. Será que llueve, pensé, pero no era la lluvia como ya lo conocía. Las gotas se veían blancas. O yo las veía blancas. Será por la catarata o por la falta de catarata, me pregunté. Por el lente de contacto. O será ceniza. Pero aquí no hay volcán.

Seguí caminando sin encontrar explicación, y sin pensarlo demasiado. Entonces, ya en casa, Ana me explicó que eso era, ni más ni menos, aguanieve, fenómeno del que había escuchado hablar pero jamás había vivido. Si el diccionario dice que es "lluvia mezclada con nieve" las gotas blancas que vi eran minicopitos, que me habían desconcertado, sorprendido: suspendido mi ánimo en un instante mágico.

Aún tendré oportuidad, espero, de sorprenderme más si veo nevar antes de que acabe este mi primer invierno madrileño.
Ojalá.


martes, 21 de enero de 2020

Mi colección de no momentos


Hoy Madrid amanece blanca, muy blanca y con el clima desapacible, y yo pienso en lo que pudo haber sido y no fue:
  • Mi muerte de hepatitis a los siete años, al final del primer curso de la primaria. Qué miedo tuve.
  • Nuestras bodas de plata. O las de aluminio. (Por lo menos.)
  • Un funeral que nos hubiera permitido despedirnos de ti.
  • Una carrera en investigación, en la unam. En biología o en literatura. (Como habrían querido mis padres.)
  • Esa boda, la segunda, con el huipil blanco hecho en telar de cintura y decorado con la cenefa donde se entretejían hilos dorados, verdes y negros.
  • Mi suicidio cuando alguien me dijo lo terrible que era, lo egoísta que era, y se me corrió tanto el rímel verde que me pintó las lentillas.
  • Una mudanza a Barcelona para convertirla en mi ciudad y encontrar los trozos olvidados de mi corazón. Ya los he dejado ir. (Casi.)
  • Un sí, en lugar de un no, cuando cruzamos el paso peatonal, a escasas calles de la casa de mis padres. O un tal vez. (Quizá.)
  • Una visita a tu casa, donde nuestra mejor amistad continuara. Sin miedos ni reservas.
  • Otro hijo. O una hija. Qué desafío más grande.

A la António Lobo Antunes, pero al revés.
Motivada por Eloy Tizón. (Gracias.)


viernes, 17 de enero de 2020

Mi primera vez

Para mis Marías queridas

Fue hace dos días. En La Fídula. En la Calle de las Huertas. En el Barrio de las Letras. En Madrid. Y fue genial. Un paso más lejos, muy lejos, de mi zona de confort. Un paso más en pos de mí misma. Más allá de mí misma. Un paso más hacia la apertura y la amistad y la confianza.

Resulta que el miércoles había micro abierto para cantautores y poetas, ahi en La Fidula. Y María, una de mis Marías compañeras del máster en el Kafka, nos invitó a participar. ¿Por qué no?, pensé. A tantos kilómetros de casa y en una ciudad nueva habrá que probar de todo, pensé. Y aunque hubo un instante de titubeo, ganó la valentía. (Eso dice María, que soy valiente, y yo le empiezo a creer porque me quiere y la quiero.)

Llegué pronto, en autobús y caminando, y me inscribí para participar. No conocía a nadie, pero dije que venía con unas amigas, que estaban por llegar, a recitar poesía. El chico que me registró resultó ser Carlos, el presentador de la noche y la pareja de María. Y entonces llegaron María, acompañada de Sandra, y la otra María, también muy querida.

Nos sentamos muy cerquita del escenario. Y bebimos una cerveza. (Mejor no mucho más antes de pasar.) Y recitarono María y Sandra, Rusas Palabras se llaman en escena. Y cantaron varios cantautores. Y recitaron otros, hasta que el público optó por la poeta mexicana y era yo. Y me trepé. Me puse enfrente del micro, buscando algo de luz para leer el poema que llevaba. Para mi fortuna, con las luces en la cara, no veía a nadie en el público, lo cual hizo la actuación mucho más fácil. Y recité: Aunque tenía 4 minutos y medio, terminé en menos de uno. Y el público aplaudió. Y se oyó un "Bravo", de María, seguro. Y me fui por la siguiente cerveza. Contenta. A esperar a que pasara la segunda María. Y pasó. Y estábamos muy contentas.









Y se cerró el micro. con una cantautora muy joven, que pasaba también por primera vez, y cantó una composición suya sobre el miedo, al que también se sobreponía sobre el escenario, frente al piano.

Hubo una rifa. No hubo orgía, como se había prometido. Mucha gente se fue. Y entonces pasamos de las cervezas a las cubas, cubatas como les dicen por aquí. Yo hacía años que no me tomaba una y las que preparan en La Fídula están buenísimas. No sé cuántas bebí, porque se volvieron una suerte de bien comunitario que iba pasando de mano en mano. Y entonces Carlos convenció a uno de los cantautores que había participado, Rubén, de que me regalara su disco dedicado y lo hizo (lo escucho mientras esto escribo). Y otro cantautor muy joven, de Granada, se puso a cantar a Silvio (también acá los jóvenes lo conocen y lo cantan) y yo me puse a cantar ("Playa Girón", "Ojalá"...) Y todos bailamos. Platicamos. Nos conectamos.

Al filo de la una, les pedí a mis amigos colombianos (Majo y Raúl) que me acompañaran al metro (que cierra a la 1:30), pero María me convenció de quedarme y pedir un taxi más tarde. La otra María casi me convence de irme a dormir a su casa. Salimos para ir a otro sitio y caminamos por Madrid de muy noche. Con frío. Rico. Pero al final había que pagar para entrar y la segunda María prefirió irse a casa y yo también. Y me pidió un taxi. Y así me fui con Mohammed, escuchando música árabe, sin miedo, hasta que llegué. Al filo de las 3 de la mañana.

A veces pienso en una expresión que usaba mi abuela Rosa: "A la vejez, viruelas" y me siento súper afortunada de poder disfrutar lo que se me presenta en el camino con la gente maravillosa que me encuentro en el camino y de hacer amigas sin importar ni la edad ni nada más.

¡Que vivan, pues,las viruelas a los años que sea!


María, yo, María y Majo después del micro abierto

lunes, 13 de enero de 2020

capricho morado




En la Provenza francesa todo es lavanda y más lavanda y cuando no es de lavanda es del color de la lavanda. (Mi color favorito.) Y, así, paseando por Avignon el pasado diciembre, me encontré con estos simpáticos seres morados y me los traje en mi nueva camarita rosa.

Hoy los comparto aquí nomás porque sí...

domingo, 12 de enero de 2020

visita

Una urraca se asoma a mi ventana, mientras estoy dando terapia a un paciente en México. Echa un vistazo fugaz y emprende el vuelo hasta alcanzar la rama de un árbol y posarse entre las hojas secas. Es un pájaro de plumaje negro y blanco. Fue mi amigo Jaime quien me dijo que se trataba de una urraca, cuando le pregunté el nombre de otra ave igual que nos encontramos rumbo a la estación de trenes en Villalba.

Imposible no pensar en mi abuela Rosa, y en mi papá y en  mi mamá, que a los zanates de Cuernavaca les decían urracas.Yo les dije así hasta que Adrián me explicó que no lo eran, que eran zanates. Cuando llegué a Madrid, fueron las primeras aves que vi posarse en estos árboles que adornan las ventanas del estudio, pero Ana no tenía ni idea de qué eran.

Ahora puedo nombrarlas. Quizá eso me aleje de la mera experiencia de verlas, pero me conecta con gentes y experiencias pasadas. Que hoy solo viven en mi mente.


Aquí una urraca madrileña que fotografié antes de saber quién era,
cuando las hojas del árbol empezaban apenas a secarse:




viernes, 10 de enero de 2020

La hoja seca


Se agita. Vehemente. 

El viento no ha logrado desprenderla aún. Quizá no sea su intención. Ni la de ella aferrarse.

Quién fuera como la hoja seca.
Quién fuera como el viento.
Sin voluntad de irse. Ni de quedarse.
Ni de llevarse nada.

Se agita. La hoja seca. Vehemente. 

Rodeada de semillas. Iluminada por el sol. Ve cómo se desprenden otras hojas. Las últimas. Pero no mira. Ni se pregunta. Ni duda. Ni sufre.

Quién fuera como la hoja seca.
Y no como yo. 
Que hoy miro.
Me pregunto.
Dudo.

Se agita. Vehemente. La hoja seca.




lunes, 6 de enero de 2020

Día de Reyes







Por primera vez en mi vida, paso el Día de Reyes lejos, muy lejos, de mi casa y en soledad. (Que no en desolación.) Conmigo, pues. Y los Reyes, como siempre, se pasaron a dejarme sus regalos: los míos (que se ven colgantes en esta foto) y los de mis seres queridos del otro lado del mar (que aguardarán pacientes algunos meses todavía su entrega).




Ayer, por fortuna, gocé de muy buena compañía, en una comida de víspera de Reyes en casa de amigos queridos en la sierra cerca de Madrid, donde, además, tuve la suerte de que Jaime me partiera (aquí el partido no es un acto personalun trozo de roscón (como le dicen acá a la rosca) que traía a este Melchor como regalo. En España, los roscones no traen monitos ni muñecos (pero pueden estar rellenos de nata [o sea, crema]), sino sorpresas y un haba, que te compromete a pagar el roscón, si te toca y si tus anfitriones no son Vicky y Jaime. Acá nada de tamales para la Candelaria, aunque podríamos inaugurarlos...


Y así se pasaron las fiestas (Navidad y Año Nuevo en Francia, viajando y celebrando con amigos mexicanos y franceses, aprendiendo a surfear las olas de la intimidad familiar ajena, disfrutando y agradeciendo). Y así se llegó el 2020, que más que propósitos, para mí se presenta lleno de proyectos (sobre todo el de corrección de mi novela en el Hotel Kafka), de planes de escritura, de próximas salidas a por cañas con las amigas del máster (incluso de un amigo invisible y su correspondiente regalo el próximo 9 que reiniciamos clases) y de apertura continuada a las experiencias de este lado del Atlántico. En el horizonte también hay algún que otro viaje, por lo menos, para la celebración del cumple de una amiga en Cataluña (y a mí que no me gusta[ba] viajar..). Y algo se me ocurrirá para celebrar el mío. Fuera, muy fuera, de mi zona de confort.

Y este lugar distinto al conocido, al familiar, al hogar (en donde cabe mucho más de lo que yo pensaba) ha resultado ser sorprendente, en especial por lo que de mí misma me ha enseñado (y me sigue enseñando). He descubierto que puedo ser bastante más tolerante de lo que pensaba. Con mi propia persona y sus desaguisados, sus malestares, sus recuerdos, sus dolencias, sus sueños. También con los demás, con mis amigos de antes y de ahora, con mis conocidos de antes y de ahora, con los hábitos y patrones culturales nuevos y desconocidos. Me ha sorprendido esta flexibilidad que ha iluminado, a su vez, mis partes aún rígidas e intolerantes

En fin, que aunque a veces todavía siento que estoy soñando, y no viviendo del otro lado del océano, acojo las emociones y los pensamientos y las dudas y los miedos y las tristezas que pueblan este sueño (más o menos lúcido) y sigo caminando con ellos.

entre Lyon y Avignon


Gracias mil a quienes me acompañan y me acogen, tanto de este lado del mar como del otro, en este periplo. A quienes lo hicieron alguna vez y a quienes seguramente lo harán en lo que queda del viaje, que de pronto es como este paisaje inasible de árboles y niebla...



una mañana de diciembre
en El Retiro








o como el azul luminoso de un cielo madrileño...