Estos dos platos, que ahora cuelgan sobre la barra entre mi cocina y mi comedor, vinieron de casa de mi tía Olga. Me los regaló Olguita, su hija (mi segunda tía Olga), para que tuviera un recuerdo de su mamá en mi casa. La verdad es que he olvidado dónde estaban en el departamento de Avenida Coyoacán, donde comíamos todos los jueves después de la escuela. Pero para conjurar la presencia de mi tía Olga en mi vida no necesito nada material. Igual me da gusto tener estos trocitos de su casa en la mía.
Este mandalita vino de Santiago de Compostela, donde estuve hace 36 años en compañía de una amiga de la escuela. Cada quien se compró un plato para recordar la experiencia. Cuando visitamos la catedral, ella dijo que si tuviera un hijo le pondría «Santiago». La que tuvo el hijo fui yo y le puse Santiago. Ella tuvo una hija. Años después dejamos de ser amiga. Pero los platitos quedan. Por lo menos, el mío.
Creo que este el más chiquito de todos, aunque aquí no lo parezca tanto. Vino hace añísimos (he perdido la cuenta) de Turquía. Me lo trajeron mis papás. Yo he de haber sido adolescente aún. Mi papá le pidió a un amigo que le pusiera el alambre para poder colgarlo. Y ahí siguen, plato y alambre, en la pared de mi comedor, a pesar de la fragilidad de la cerámica y los despostillados de su orilla.
Adrián me regaló este plato de talavera. Para un cumpleaños. Cuando aún nos queríamos. Siempre sabía qué regalarme. Como mi papá. Sin necesidad de preguntar, sino solo escuchando, observando, conociéndome. Me encanta el plato. Me encanta la talavera. Y extraño que alguien sepa qué regalarme sin preguntar. Solo escuchando. Observando. Conociéndome.
Este es casi tan pequeño como el turco, pero hondito. Y portugués. Vino de Lisboa. Hace casi cinco años. Creo que, en realidad, lo compré como regalo para alguna amiga, junto con otros dos. Esos dos los regalé y, al final, decidí quedarme este. Como recuerdo (y prueba) de mi estancia en Lisboa. Y del amor, como un sol que nace tras un árbol, acompañado por dos gaviotas. El amor se acabó. Pero Lisboa sigue, aunque yo no haya vuelto.
Este barco vikingo (creo que es un barco vikingo) que navega en un mar redondo me lo regalaron dos amigos que se hicieron pareja después de conocerse en mi casa. Viajaron juntos a Inglaterra, o quizá sería más preciso decir al Reino Unido, y me trajeron este plato de regalo. Hace muchos años que dejaron de ser pareja, aunque siguen siendo mis amigos. Quién sabe si ellos recuerden el regalo, pero a mí me recuerda su historia y me encanta.
Y este es el de más reciente llegada. Hace apenas unas pocas semanas. Lo hizo doña Mago (casi seguro), alfarera de Cuentepec que dio un taller en Cuernavaca, junto con su hija, doña Macaria. Me encantó su sencillez y que, colgado en la pared, parezca la luna de un sol de madera que se coló entre los platos.