martes, 31 de marzo de 2020

Hoy


Hoy necesito flores. Y no para de llover. El sol se fue. Y es primavera. Qué extraña es la primavera en este hemisferio.

Hoy me pregunto si las flores del Retiro sobrevivirán sin nadie que las vea. Con la nevada de ayer. Con la lluvia de hoy. Con la falta de sol. Ojalá se acuerden de nosotros. Ojalá nos esperen.

Qué pasa con la vida cuando no estamos allí para verla. Me pregunto.

Cutre, cutre, dice Ana que está el día. Prefiero decir desapacible. Gris. Triste. Primaveral.

Hoy, Ana me informa, casi me amenaza, Adelita me dice, que su sobrina la ha llamado (después de más de dos semanas de confinamiento) para decirle que está muy mayor, que no puede salir para nada, que yo tampoco. Que unos amigos médicos le han contado historias de terror y ahora ha pensado que es un buen momento para infundirle pánico a su tía.

Qué poco me conocen Ana y su sobrina.
Qué fácil confundir culpa y preocupación con amor y cuidado.
Qué fácil creerse querida en un gesto de restricción y autoritarismo.

Y todo esto, como todo lo demás, es impermanente. Transitorio. Así nos lo recordó mi maestro hace una semana. Qué larga se hace a veces la impermanencia.

Hoy una amiga en el feisbuc comparaba la situación mundial generada por el coronavirus con una novela de José Saramago. Yo, fan irredenta del portugués, no lo había pensado. Es más aterrador aún que pensar que estamos en una novela de ciencia ficción. Qué falta nos hace Saramago.

Me cuido de no fantasear con el momento en que pueda dejar este piso. Hoy ni siquiera me atrevo a imaginar unas cañas abrazada a mis amigas en una terraza lleno de sol en un Madrid que hoy no existe.

Y me vuelvo a preguntar por qué no estoy en mi casa con mi hijo.

Hoy camino 15 minutos: Del estudio al salón al vestíbulo a la cocina y de vuelta. Varias veces el único circuito posible. El parqué cruje. Rechina. Se queja, Me hace compañía.

Hoy. Tan parecido a ayer. Tan diferente.

Hoy necesito flores.

primavera en el Retiro



lunes, 30 de marzo de 2020

Cosas que suceden en mi ventana 2


  • Mientras doy terapia a una paciente en México, una urraca, una señora urraca, preciosa, tan blanca y tan negra, se para en la caja del aire acondicionado que está adosada al quicio de la ventana y me mira. Me mira. Con precisión, fija su mirada en la mía. Casi me hipnotiza. Alcanzo a ver hasta sus patas y sus uñas. No puedo quedarme mucho tiempo porque mi paciente también me mira, desde el ordenador. Después de un eternidad instantánea, doña urraca se va. Volando.
  • Los árboles se mecen. Con más o menos suavidad. Con sus semillas secas y sus hojas nuevas colgadas de la misma rama. (Vida y muerte compartiendo el mismo espacio.) Se mecen al son de un invierno que no acaba de irse. De una primavera que no acaba de llegar. (Qué raras son las primaveras de este lado del mundo.)
  • La orilla del toldo, aun recogido, se bate con el viento. Como la vela de un barco varado en la playa. En cuarentena.
  • Parece que no sucede nada. Que cada segundo es igual al anterior. Cada minuto idéntico al previo. Todos los días, el mismo día. Y, sin embargo, la vida sucede en mi ventana. Las plantas florecen en el balcón de mis vecinos.
  • Las nubes pasan. A veces, se quedan y se apoderan del cielo. Lo ensombrecen. Y parece que el sol ha desaparecido. 
  • Me dan ganas de llorar. Se me quitan las ganas de llorar. Lloro.
  • Se oyen ladridos distantes de algún perro que sacó a pasear a su amo (acá no hay perros callejeros) y se encontró con un colega antipático. O será que así platican los perros.
  • Retumban las zapatillas (una suerte de pantuflas con tacón) de mi anfitriona, que pasea por el piso aporreando el parqué como si tuviera la culpa de algo.
  • Me pregunto qué carajo estoy haciendo aquí, en el piso sexto de un edificio madrileño, tan lejos de mi casa. Ya no busco respuesta. Extraño. Echo de menos. Estoy.
  • ¡Y nieva! En mi ventana. En Madrid. Hoy. ¡Nieva! (Aunque no cuajará, casi me puedo imaginar las ramas de mis árboles cubiertas de blanco.)



domingo, 29 de marzo de 2020

la compra 3


Fue infinitamente peor que la 2. En sábado, no habrá tanta gente, decía Ana. ¿Por qué lo dirá?, me pregunté yo. (Los misterios del pensamiento mágico.) Y claro, había cola afuera del súper, con personas que dejaban entre sí 1 o 2 metros, a veces en el sol a veces en la sombra. Pero esa distancia no era la peor, sino la emocional.

En el feisbuc alguien decía que viéramos las medidas de confinamiento y aislamiento como un acto de amor. Lo que había ayer en mi barrio, era miedo. Enojo. Desesperación. Desconfianza. Enmascarilladas. Nadie te miraba a los ojos ni te dirigía la palabra, salvo lo mínimo necesario para ver dónde acababa la cola. Eso sí, la mujer de enfrente me fumaba encima (vale, el viento la ayudaba) sin ningún miramiento. Y, además, hablaba a todo pulmón por su móvil como si ella fuera LA víctima del fin del mundo, tronco.

¿Y la solidaridad? Por fortuna un poco se coló en el guardia a la entrada del súper que me dio unos guantes de plástico. Y, sobre todo, en el cajero, un chico joven al que fue fácil imaginar sonriendo, que me ayudó a empacar, que me dijo que no había prisa, que me trató como persona, no como enemigo potencial. Espere que le doy el tiquet, que la policía lo está pidiendo, me dijo antes de despedirnos.

Tengo la impresión de que esta actitud de miedo y desconfianza, más allá de ser una reacción normal en tiempos de crisis, obedece también al lenguaje bélico que ha permeado el manejo del coronarvirus desde el día 1. El virus es el enemigo. Hay que vencerlo entre todos. Estamos en guerra. No nos rindamos.

Y no, no estamos en guerra. No hay un enemigo a vencer, porque entonces cualquiera puede serlo y esa visión nos separa de los demás, en vez de unirnos. En una situación de guerra siempre habrá buenos y malos y cuando el enemigo es invisible, como el virus, es muy fácil confundirse y empezar a discriminar, a atacar a quien nos parezca mejor (un chino, un italiano, Pedro Sánchez) y eso destruye el tejido de la compasión, de la solidaridad, del amor.

Estamos en una situación desfavorable compartida (karma colectivo dirían los budistas) y necesitamos tomar acciones para superarla, pero no a costa de acentuar la dualidad, la diferencia y lo que nos separa de los demás, sino al contrario. Necesitamos centrarnos en lo que nos une y nos hermana y nos hace ser viajeros en el mismo barco, que a partir de mañana, en España, llevará la bandera del confinamiento total. De esta manera, innovadora en nuestra sociedad capitalista y egocéntrica, podríamos incluso enfrentar otras crisis, como la del cambio climático (ojalá esto no sea una actitud mía de pensamiento mágico).

En fin, que quizá podríamos empezar a sonreír, aún con la mascarilla puesta, o a hablar del clima o hacer alguna broma en la cola del súper o de la farmacia (si es que podemos seguir haciendo cola en el súper o en la farmacia).

Volver a casa después de la compra fue, sin duda, un alivio.
(Y qué fortuna poder ir a comprar al súper y poder volver a una casa. Pese a todo.)

sábado, 28 de marzo de 2020

coronaHallazgo 1


Días de vino y rosas. No sé por qué me viene a la mente el título de esa película. Los míos, los nuestros, son días de encierro y tiempo, por decirlo de algún modo.

En este encierro hay mucho tiempo para pensar, para meditar, para reflexionar y para que nos caigan veintes, para que nos demos cuenta de cosas que siempre han estado ahí, pero que no habíamos entendido realmente.

A mi ayer me cayó un veinte de los grandes. (O sea, me di cuenta de algo importante, se hizo una conexión en mi mente como cuando, en los antiguos teléfonos públicos en México, caía el veinte, la moneda de 20 centavos, grande, de cobre, que se usaba para iniciar la comunicación. Cuando la rueda de metal caía dentro del aparato, con un pequeño estruendo, se podía empezar a platicar a distancia.)

Cuando alguien te «decepciona» (te desengaña, te desilusiona), en realidad esa persona no te está haciendo nada. En realidad el sufrimiento te lo provocas tú sola, lo provoca tu propia mente. Esa persona no cambió, ni se convirtió en nadie más, ni hizo nada diferente de lo que suele hacer. Pero tú (yo, pues) esperas, tienes expectativas (más o menos razonables, pero tuyas al fin y al cabo) de que actúe de una u otra manera. Cuando no lo hace, te sientes traicionada, dolida, decepcionada, pero todo ese sufrimiento surge de tu propia mente. La persona, de hecho y en última instancia, no tuvo nada que ver con todo el proceso interno que te llevó a sentirte así. 


Darte (darme) cuenta resulta profundamente liberador, ¿no?, aunque duela.
Ojalá recuerde el hallazgo la próxima vez que «me suceda» algo así.

viernes, 27 de marzo de 2020

Hoy


Hoy, cuando voy a prepararme un té en la cocina, Ana me pide que le ayude a doblar las sábanas, para luego plancharlas.

(¡Planchar las sábanas!, me parece una extravagancia enorme, pero a ella la hace feliz.)

Me va dando instrucciones de donde hacer el doblez (justo abajo del jaretoncito). En pleno proceso de doblado, descubro unas iniciales bordadas: L y A. «Luis y Amalia», sus padres, me dice. Sí, las sábanas son de la época de sus padres. De un tergal buenísimo. Suavecito. Le pregunto si su madre las bordó y me dice que no, que las mandó bordar. Que eran más grandes (de cama matrimonial) y doña Amalia las recortó para las camas individuales que usaban ella y su hija. Estas son azules con una cenefa blanca.

Hay otras blancas, con el embozo blanco bordado. Con «bodoques» cerrados (rellenos) y abiertos (hoyos redondos, pues). Parece que esas son de puro algodón. «Las amo tiernamente», me dice Ana. Por eso las conservo.

El último juego de sábanas que la veo planchar es blanco también, pero con los bordados en gris. (Estas no las había visto. En mi cama se turnan las blancas y las azules.) Como que no quiere la cosa, Ana me dice que eran de su ajuar, del que le preparó su madre desde que era niña. Del que nunca usó, pienso yo. Las plancha con una devoción que me eriza los pelos. Y siento compasión, pero no se lo puedo decir. No tenemos abierto ese canal de comunicación.


Hoy aprendí de sábanas. Y de bordados. Y de sueños rotos.
En plena cuarentena.

jueves, 26 de marzo de 2020

Hoy


Hoy salí al balcón. Había sol y pensé que podría tomarme el yogur ahí fuera. Casi me sabe mal tener un balcón con sol adonde salir a tomarme un yogur.

Los árboles se sienten más cerca desde el balcón. No hay cristal de por medio. Se van llenando de hojas recién nacidas. Me dan ganas de pedirles que nos esperen. Que no se apresuren. Que no nos dejen atrás. Que pronto saldremos a estar junto a ellos y a reverdecer. 

Se oyen los pájaros. Uno, como apalomado, pasa volando. De pronto, el motor de un auto. Solo. O de una moto. Sola. De fondo, ruidos como de maquinaria pesada.

Me pregunto si seguirán las obras en el Bernabéu. Y si no, ¿qué será de sus trabajadores? También me pregunto qué será de Araceli, la mujer venezolana que suele hacer la limpieza de casa una vez a la semana y a quien le han dicho que no venga. Y no cobra, claro. De momento.


Sin respuestas, vuelvo a entrar. Y cierro el balcón.

cuando baja la marea



miércoles, 25 de marzo de 2020

la compra 2


El primer escrito que titulé «la compra», un intento de «reseña cultural» para mi clase de Periodismo y no ficción, resultó ser un texto delirante durante cuya lectura en voz alta en clase no pude parar de carcajearme. (Creo que lo escribí en estado de casi ebriedad, al día siguiente de una parranda.) Igual algún día lo comparto por aquí.

Hoy, voy por la segunda compra. Muy diferente.


Ayer fue el primer día que salí de casa después de dos semanas de encierro total. Me ofrecí a hacer la compra, pues mi anfitriona, al pertenecer al grupo de alto riesgo por su edad y su calidad de fumadora, no se atreve a salir, ni debería hacerlo. Quedamos en que me iría alrededor de la hora de la comida, para toparme con menos gente. A las 2 y media más menos.

Pasadas las 2, empecé a sentir un cosquilleo en el cuerpo. Una mezcla de emoción y de miedo. Si no quieres, no salgas, me dijo Ana. Si no salgo hoy, no volveré a salir, pensé yo. Y me alisté para hacerlo: suéter, chupa, llaves, tarjeta, guantes y bolso para los productos. Bajé los seis pisos a pie, para hacer ejercicio y por cierta fobia al elevador. Para salir a la calle, usé la manija de la puerta principal, envuelta en un mazacote azul que no sé qué prevendrá.

Una cuadra a Fleming, otra a Juan Ramón Jiménez y luego el último cruce. En el camino, un par de personas, a lo suyo, evitando aun la mirada. Mi primera parada, la farmacia. La dependienta, con mascarilla y guantes. Ya con la medicina en el bolso, junto a un té para dormir, le di las gracias por su servicio continuado. Me agradeció el agradecimiento. Quizá sonrió bajo la mascarilla.

Mi segunda parada, el Supercor. Lo primero que noté, la ausencia del mendigo que suele pedir a la entrada. Un hombre no demasiado grande, pero avejentado por la vida, de origen eslavo (me ha parecido siempre). Seguro alguien sin techo. Ya me había yo preguntado estos días qué sería de él. (Ojalá no esté demasiado mal.) Después, el ofrecimiento de guantes de plástico. (De esos tan flojos que no creo que sirvan para nada) y un poco más allá, los cajeros, con mascarillas y «protegidos» por una mampara de plástico adosada a las cajas.

Ya había decidido usar mi propio bolso como carrito, así que, sin mayor dilación, bajé la cuesta para entrar. Muy poca gente. Dos o tres clientes, que ni de coña cruzaron su mirada con la mía. Dos empleados (uno del lugar, otro de abastecimiento, parecía) hablaban de su trabajo y de los riesgos que implica. Les agradecí que lo hicieran. Parecieron sonreír bajo sus mascarillas.

Iba sin prisa, pero con precisión. Había memorizado la lista, de indispensables, seguidos de necesarios. Fui llenando la bolsa. Lo último, tres calabacines. Me pidieron dos, pero estaban preciosos y cogí tres. De ahí, a la caja. Pasé a la primera. Saqué mis productos, los recibí del otro lado, pagué, y le di las gracias a la cajera, por su servicio continuado. No parece haber sonreído bajo la máscara. Solo se le veían unos ojos cansados, muy cansados que, quizá, estuvieran atados a un gesto de resignación.

Al salir, me despedí del guardia y le agradecí, también. Él respondió con una inclinación de cabeza y, quizá, una sonrisa. Salí a la calle y me enfilé a «casa». Vi unas flores blancas en un arbusto, pero no me detuve.

La salida fue más fácil de lo que pensé. El aire y el solecito me cayeron bien. Pero me embargó una tristeza profunda, de esas que calan hasta la médula. Las calles, muertas. La poca gente, desconfiada. La ausencia, dueña de todo. Desde casa, una puede imaginarse cosas, pero estando fuera,  el estado de alarma es ineludible.

Al llegar al portal, usé la puerta automática (venía cargada) y tomé el elevador (esperando que nadie hubiera estornudado recientemente dentro). Entré al departamento y desempaqué. Necesitaba contarle a Ana cada detalle de la salida. Me escuchó como esperando que no me extendiera demasiado.

Ya veremos qué depara la compra 3.

martes, 24 de marzo de 2020

Cosas que suceden en mi ventana


  • Pasa una parvada de pájaros. El sol de la tarde los ilumina uno a uno. Es como una cinta de plata dividida en dos colas que va abriendo el cielo azul. 
  • La lluvia cae tan fuerte que la escucho, a pesar del doble cristal. Qué alivio.
  • Los ladrillos de los edificios tras los árboles, en la misma calle donde vivo, pero del otro lado, cobran vida al atardecer.
  • Las nubes blancas sobre el cielo parecen fijas, como el tiempo. Pero cuando me distraigo, cambian de forma. O desaparecen.
  • Me pregunto qué carajos estoy haciendo aquí, en el sexto piso de un edificio madrileño, en casa ajena. Con gente ajena. Como me es imposible encontrar una respuesta, dejo ir la pregunta.
  • La vecina (¿o será el vecino?) del penthouse de enfrente, recorre su infinito pasillo con una rapidez inusual. Muy erguida. Con la capucha de su sudadera colgando atrás. Desaparece. Luego reaparece, casi corriendo, o deslizándose en sentido contrario.
  • Casi a media noche, el cielo se despeja y se adivina azul tras las nubes rasgadas. Un trozo de nube, sostiene una estrella. Y, más allá, una de las grúas del Bernabéu emite destellos en la oscuridad. Sin razón alguna.
  • El sol de la mañana entra rotundo. Violento casi. Todo luz. Todo calor. He de bajar la persiana (el estor, como recién aprendí a decir). Me rehúso a bajar el toldo, aunque tenga que hacer un esfuerzo extra para ver la pantalla de mi computadora.

lunes, 23 de marzo de 2020

¿Hacer o no hacer la cama?


Yo me encerré casi una semana antes de que se decretara la alarma porque estaba enferma. Los primeros dos o tres días, ni siquiera me planteé tender la cama. No tenía energía casi ni para cambiar de sitio. El tercer o cuarto día, cuando amanecí, si no bien, sí en franca mejoría, lo primero que hice fue la cama: Quité almohadas, cojines, y muñecos. Estiré bien las sábanas. Acomodé la cobija y, para finalizar, puse la colcha, envolviendo la almohada y encima, los cojines y los muñecos. Creo que al día siguiente, me di el primer baño en varios días y, entonces, deshice la cama por completo, para cambiar sábanas. (Mi anfitriona no me perdonaría el ritual quincenal reglamentario.) Eso, sí, dejé que la cama se oreara todo el día y no la tendí sino hasta casi la hora de dormir.

Pero al día siguiente, a medida que progresaba el estado de mejoría, decidí dejar de hacerla. Vamos a ver. No la dejo como queda cuando recién me levanto. Sí que estiro un poco las sábanas y acomodo la cobija, pero no pongo la colcha. Esta la levanto del piso, donde pasa la noche, y la doblo a los pies de la cama. Pongo la almohada vertical, enfrente dos cojines, arriba uno pequeño que uso entre las rodillas, y hasta adelante, Peludín, miniIgor y miniTrapos, a quienes cubro apenas con el borde del embozo de la sábana.

Me rehúso a tender la cama como si no pasara nada. Como si no estuviéramos encerrados. Como si no hubiera una pandemia en la Tierra. Como si no muriera gente. Como si no quisiera estar con mi gente del otro lado del mar. La acomodo, sí, pero la nueva configuración es mi manera de dejar constancia de que estamos en una situación extraordinaria y tan incierta que no sabemos cuándo acabará. (Acabará porque todo acaba, eso sí, aunque no sepamos ni cómo ni cuándo.)

Ojalá pronto pueda volver a hacer la cama como dios manda. (Y menos mal que a mi anfitriona no se le ha ocurrido comentar nada al respecto porque íbamos a tener un desencuentro y hasta ahora hemos surfeado la convivencia con bastante gracia.)

montando guardia

domingo, 22 de marzo de 2020

Hoy


Hoy pelé una naranja (qué gran fortuna tener una naranja para pelar) como si fuera la última naranja del mundo. Despacito. Primero la cáscara gruesa, con el cuchillo curvo de mango azul. Luego la cáscara blanca más delgada. Y llegué a las naranjas hijas que tienen las naranjas de acá, como un regalo extra. Me las comí. Luego desprendí cada gajo, y me los fui metiendo a la boca, abriéndola grande, y llenándome de olor a naranja, de sabor a naranja, de frescura naranja.

Hoy vi que ya está en proceso el alargamiento del estado de alarma. Que los casos de coronavirus en España sobrepasan los 10,000. Que los hospitales empiezan a saturarse y se abren opciones hospitalarias en otros espacios. Y pienso en mi pobre país pobre y en cómo el impacto sanitario va a ser mucho peor. (Ojalá me equivoque.) Y me asusta tanto pensar en los posibles muertos, donde de por sí el sistema sanitario es menos fuerte, sobre todo para los pobres, claro, que son muchos y muy pobres. 

Hoy lavé algo de ropa a mano. Un chal y una blusa. Los remojé primero y luego los tallé un poco. Sintiendo el agua y el jabón. Tratando de aprovechar el agua de uno para la otra y gastar menos. (Me impresiona cómo se gasta el agua acá.) Y me calmé porque siempre me calma lavar mi ropa a mano. (Mi mamá me enseñó a hacerlo hace años). Y después la colgué y me quedé a oír cómo caían las gotas sobre la alfombrilla del plato de ducha. Me gusta ver cómo se seca la ropa que lavo a mano.

Hoy jugaré cartas con mi anfitriona, porque hemos hecho una rutina de sentarnos en el comedor a hacerlo. Cada tarde o cada noche. Le enseñé el juego que he jugado desde niña, continental, y ha aprendido. Con lentitud. De pronto, me aburro. Y la torturo repartiendo las cartas rápido, de tal manera que se deslicen sobre el plástico que cubre la mesa y amenacen con salir disparadas. Y sigo ganando, pero igual un día de estos ella me gane. Quizá hoy. Y extraño mi casa. Mi gente. Con la que suelo jugar cartas y todo lo demás.

sábado, 21 de marzo de 2020

Maldita primavera


Hoy el día difícilmente podría estar más gris. Ha llovido incluso. Pero más que la lluvia, se siente la pesadez en el ambiente. La ausencia. La angustia. De esa sorda. Que no distingues si es tuya, de los demás, de los árboles o de las nubes. Y hoy empieza oficialmente la primavera. Ya antes del coronavirus, me había yo dado cuenta cómo la primavera de este lado del mundo es una estación rara, por decirlo de algún modo. Cambiante. Muy cambiante. Poco estable. Con visos de invierno, de pronto y de pronto, con pinceladas de verano. Y la crisis sanitaria no la ha ayudado para nada. Claro.

Hoy llevamos una semana de encierro forzado y creo que ya han pasado la novedad y el shock para instalarse más la comprensión de lo que todo esto significa. Entre otras cosas, todo lo que no sabemos que implicará a corto, mediano y largo plazo. De momento la vida se siente como un sueño, de pronto y de pronto, como un relato de ciencia ficción. Y de entre toda la extrañeza y, a propósito del cambio de estación, me acordé de una canción de los 80, de mi época de la facultad que cantaba Yuri, y yo bailé y canté a todo pulmón con mi amigo MIguel Ángel (¿qué será de Miguel Ángel?), "Maldita primavera". Hoy me toca cantarla sola, encerrada en el despacho de un sexto piso piso en Madrid, mirando el cielo gris. Quién me lo hubiera dicho.

Aquí dejo a Yuri remasterizada por si alguien la quiere cantar conmigo:



piedras y flores



jueves, 19 de marzo de 2020

Miro por la ventana


Miro por la ventana y veo todos los días lo mismo. Todos los días son el mismo día cuando miro por la ventana y me encuentro con los árboles enormes, de troncos grisáceos, llenos de bolitas semilla y, ahora, con sus primeros brotes de hojas. La vida y la muerte en una misma rama. El principio y el final, en pleno contraste. Sobre todo si les pega el sol. Ojalá supiera cómo se llaman esos árboles. Hay tantos y por todos lados, pero no he podido averiguarlo.

Miro por la ventana y veo el edificio de enfrente cuyas ventanas perfectamente ordenadas ya me sé de memoria. En el piso de hasta arribe (el penthouse que le diríamos en México), hay una pasillo larguísimo por donde se pasean a veces un hombre y a veces una mujer. Nunca van juntos. Igual no caben. O temen contagiarse, qué sé yo la soledad o la desesperanza. A los dos se les ve la espalda encorvada y el rostro casi oculto. Volteo cada tanto para ver si me los encuentro, aunque ellos no lo sepan.

Miro por la ventana y más allá de los árboles, hay otros edificios, de ladrillo, de ese naranja rojizo tan bonito. Aquí y allá se alcanza a ver un toldo verde, recogido, que hace un lindo contraste. No alcanzo a ver a los habitantes.

Si me levanto y miro por la ventana hacia la calle, sí que veo a algún peatón deambular por ahí. Pero no aguanto mucho. Me gustaría saludar, pero desde un sexto piso y con la ventana cerrada es imposible.

Miro por la ventana y veo el cielo. Siempre el mismo. Siempre distinto. Ora azul, ora blanco. Ora con nubes, ora sin ellas. Ora con luna, ora sin ella. A veces cruzan pájaros volando: urracas (mis favoritas) o palomas. Hace unas cuantas tardes juraría que vi un murcielaguito, por su forma torpe de volar. No he preguntado si en Madríd hay murciélagos. Temo la respuesta de mi anfitriona ante casi todo: No tengo ni idea. Prefiero imaginar que fue una presencia visita.

Miro por la ventana y me encuentro con que graniza. Las esferas de hielo caen en el quicio y me apetece tocarlas, comerlas, jugar con ellas. Pero aún no me atrevo a abrir la ventana por miedo al frío. Después del granizo, viene la lluvia, de esa que no se oye, pero que desdibuja los árboles y los edificios y me hace sentir acompañada. Durante un momento.

Miro por la ventana porque es lo único que puedo hacer. Y porque me gusta mirar por la ventana. Cada día el mismo día. Cada día un día distinto. Por la ventana.

martes, 17 de marzo de 2020

Qué frágiles somos

O de coronaRreflexiones desde Madrid


Hay un dicho que dice: «El hombre propone y dios dispone», que parece que compartimos españoles y mexicanos, pero nosotros le hemos añadido una tercera parte: «y luego viene el diablo y todo lo descompone». Pues así la vida siempre, aunque hay veces que se hace más evidente que otras. Y esta crisis sanitaria en proceso de globalización es una de ellas. 

Ese diablo que todo lo descompone no es un ente maligno que busca hacernos trastadas a la menor provocación. Se trata simplemente de la esencia misma de la vida que es incierta y transitoria. El sufrimiento se genera cuando queremos sacarle la vuelta a la incertidumbre y a la impermanencia. Cuando creemos que si llenamos la alacena, o el armario, o lo que sea, de papel de baño, estaremos a salvo.

El diablillo de la vida puede ser, si le damos espacio, amigo y cómplice. Nos enseña cuán frágiles somos. Y nos enseña también, si le damos espacio, que la fragilidad no es un defecto o una carencia. Al contrario, justamente en la fragilidad está nuestra humanidad y nuestra capacidad de ser solidarios, de transcender la frontera de «yo-y-lo-mío-es-lo-único-que-importa».

Al malestar físico, el confinamiento y el desmoronamiento de «mis» planes, que han marcado mis días más recientes —junto a todos los demás, muchos de los cuales la están pasando peor que yo—, lo que más me pesa es la distancia de «mi casa». A propósito del confinamiento, un amigo compartía en el feisbuc ayer o antier un texto precioso sobre el espacio que es el hogar. Y en alguno de los comentarios a la entrada, alguien hablaba de cómo conocemos los ruidos de nuestra casa. Que si los conocemos. Los ruidos. Los olores. La luz y las sombras. Las presencias.

Está siendo un reto estar encerrada en una casa que no es la mía, con una persona a quien me une cierto afecto pero no mucho más. Me duelen los crujidos del piso de madera de este lugar porque me recuerdan que estoy tan lejos del mío. Y, al mismo tiempo, aprendo a estar donde estoy porque no puedo estar en otro lado.

Cuando en «mi» barrio salen por las noches a los balcones a aplaudir para agradecer a los médicos, también gritan «Viva España», y a me gustaría salir a gritar «Viva China», «Viva Italia», «Viva Corea», pero todavía no me alcanza la voz. Me da tristeza cuando los políticos o los pensadores aprovechan la crisis para llevar agua a su molino en lugar de enfocarse en la enorme posibilidad de conectar con los demás desde un lugar nuevo.

También me pregunto, gracias a mi amiga Evelyn, por qué, si una respuesta ante una emergencia es posible (política, financiera, socialmente), no sucede lo mismo ante una amenaza mucho más letal en el futuro cercano, el cambio climático, que en un pispás nos va a acabar matando a todos, empezando por los más pobres claro. (Aquí una reflexión interesante al respecto.) Por supuesto que me parecen adecuadas las medidas que se están tomando en la crisis sanitaria, pero me gustaría que esto nos abriera los ojos mucho más allá del coronavirus. Que el virus, más que el enemigo en que lo estamos convirtiendo, fuera también un aliado para transformarnos en tiempos que requieren que actuemos de maneras prácticamente opuestas a las que estamos acostumbrados.


Quizá las cosas cambien.
Ojalá que las cosas cambien.
Ojalá que nuestra mentalidad, personal y colectiva, cambie.
Ojalá que la solidaridad, el amor y la compasión vayan ganando terreno
como fuerzas rectoras de nuestras interacciones.

jueves, 5 de marzo de 2020

sueño 20.


Anoche volví a soñarlo. Me asombra. Mi inconsciente. Pero confío en que el proceso sigue. Con su lentitud. Y su profundidad.

Estábamos en su casa. Otra vez. La hermana. La mujer. La madre. También. Por supuesto. Como el obstáculo más infranqueable. (Quizás sean todas la misma.)

Esta vez había un hijo. Suyo. 

Y este hijo se esgrimía como la explicación de la ausencia.Y me parecía una explicación creíble. Fundada. La podía entender, pues. (Aunque no sé lo que pueda simbolizar ese hijo. Y probablemente no importe.)

Desperté bien. En duelo por la Ñaña. Pensándola. Soltando.

Un paso más. Soltando. Los duelos viejos.
Seguro.

miércoles, 4 de marzo de 2020

Adiós, Ñaña


Foto amorosa de Yare
(Gracias)
La Ñaña, Ñañis, Ñañus, Ñañita, Doctora, Marre llegó a nuestras vidas hace como 10 años, cuando ella tenía alrededor de 10 u 11 años de edad. Se llamaba Araña, pero para nosotros fue Ñaña desde el principio. Nos la dio Elena, la mamá de Emilia, la hermana mayor de Santiago. Bueno, más bien nos pidieron que si podíamos tenerla en casa porque Elena se mudaría a un lugar adonde no la podía llevar. Santiago y yo aceptamos. Sí que habíamos tenido dos gatos antes: Frijol, cuando Santiago era muy chico. Era un gato negro también que nos regalaron porque teníamos un ratón en casa y lo queríamos ahuyentar. (El ratón acabó comiéndose la comida del Frijol y el pobre Frijol se perdió cuando nos mudamos de casa.) Después, cuando Santiago y yo hicimos nuestro hogar en Ocotepec, llegó Nube, un bebé medio de angora que había nacido ahí donde vivíamos. Lo adoptamos. Recuerdo cuando lo bañamos por primera vez y luego cómo se subía a los mosquiteros y escalaba con gran intrepidez. Cuando nos mudamos a nuestro departamento actual, Nube no pudo venir porque, en principio, se suponía que no se aceptaban mascotas en el condominio. Ya para cuando llegó la Ñaña esa regla se había roto.

Recuerdo cómo los primeros días se escondía detrás de un sofá y salía a comer cuando no estábamos cerca. Y también recuerdo que esa etapa pasó rápido y se hizo un hueco en casa como si hubiera estado ahí toda la vida. Como a los dos días, yo hablé en la escuela donde trabajaba de "mi" gata y una amiga me dijo que ya me había enamorado. Aunque era una gata de jardín, en casa se volvió una gata de interior. Primero, para que no se perdiera (aún no era nuestra) y segundo, porque se hizo muy bien a la vida del departamento. (Parece que había tenido ya su buena dosis de paseos y de cacerías e incluso de hijos antes de llegar con nosotros.)

El amor entre la Ñaña y Santiago fue de esos a primera vista. Se hicieron uña y mugre y ella empezó a dormir en la cama de él, a acompañarlo, y ayudarle con el dolor por la pérdida de su papá. Cuando un año más tarde, Elena, que había seguido comprando el alimento y la arena para la Ñañis, dijo que ya se la podía llevar, yo le dije que sobre mi cadáver. Bueno, no exactamente, pero le dije que estábamos súper encariñados con ella y que Santiago había hecho una relación muy cercana con la gatita. Entonces pasó a ser "nuestra" oficialmente. Parte de nuestra minúscula familia.

Al principio no era muy sociable. Se solía esconder y solo salía con algunas personas. Una amiga mía, a quien quiso mucho, decía que parecía una panterita. Le gustaba León, un amigo de Santiago desde la secundaria, la época en la que llegó la Ñaña. Con el tiempo y la edad, se fue haciendo mucho más amiguera. Más incluso que su némesis, la Khandro.

Se suponía que la segunda gata que llegó a la casa, proveniente de Chimal cuando Santiago andaba de viaje en Europa, era para hacernos compañía a la Ñaña y a mí. Después del periodo de adaptación, en que la Ñaña mostraba su disgusto por la presencia de la nueva gatita, pasaron como dos días en que incluso dormían juntas y se limpiaban la una a la otra. Pero la Khandro creció y creció y creció y se hizo enorme y, entre el tamaño y la juventud, se volvió bastante abusiva, aunque quizá solo quería jugar y la Ñaña ya estaba muy grande. Igual creo que la habrá acompañado, en especial cuando nosotros no estábamos en casa.

Cuando Yare, la novia de Santiago, llegó a nuestras vidas fue la Ñaña quien la adoptó primero, haciéndole saber que era más que bienvenida en casa. (A la Khandro le costó más tiempo pero finalmente se enamoró también...) Fue Yare quien le empezó a decir la Marre. Su segundo amor a primera vista fue Josmar, el hermano de Yare, gracias a quien la Ñaña tuvo como un renacimiento: Volvió a salir de mi cuarto, donde pasaba mucho tiempo sobre la caja de la aspiradora, y a estar entusiasta y animada y a recuperar espacios que le había cedido a la Khandro. Me cuentan que cuando empezó el transcurso de sus últimos días, se la pasaba dormida en la cama de Josmar.

Cuando me despedí de ella antes de venirme a Madrid, tuve la sensación de que no la iba a volver a ver en persona. Y es la distancia, quizá, la que hace su partida más triste para mí. Sin embargo, sé que tuvo una buena vida, que hizo la nuestra mucho mejor el tiempo que pasó con nosotros, que pasó sus últimos días rodeada de amor y cuidados, y que se fue tranquila a seguir su camino.

Aspiro, Ñañita, a que tu tránsito sea apacible y luminoso y puedas sobreponerte a cualquier obstáculo. Que tengas un buen renacimiento y que puedas seguir cerca de las enseñanzas del Buda, como lo hiciste en esta vida. Que alcances la iluminación.

Te quiero.

Y sé que la vida sigue y que vida y muerte no son sino meros instantes que nos sorprenden en cualquier momento, como estos brotes de hojas que me salieron al paso hoy en la calle de Bravo Murillo mientras paseaba pensando en mi Ñaña:















martes, 3 de marzo de 2020

Autorretrato (en palabras) 2


Empecé a hacer mi autorretrato (el 1) y me caí tan mal que lo borré y volví a empezar.
A mí me da susto, mucho susto, no caerle bien a la gente. Y si alguien me demuestra afecto o simpatía, me empiezo a preocupar: Podría perderlos. Por alguna torpeza. Por ser excesiva o insuficiente. Por que descubran quién soy realmente. Como si fuera una impostora, una espía encubierta, jugando a dos o tres bandos. Un fraude. Y esto quizá me venga de la infancia. De no haber tenido un espejo que me reflejara con claridad. De verme deforme, desfigurada, incompleta. En los ojos de mi mamá.
Mi madre fue una huérfana temprana, demasiado temprana. (La orfandad es siempre demasiado temprana.) Mi abuela Adela, en cuyo honor me bautizaron, murió cuando Marta Cecilia, su única hija, tenía 6 o 7 años y se hacía bolita debajo de la cama donde su madre agonizaba de cáncer pancreático. Sola y helada, la imagino. Y tras la muerte de Adela, su padre volvió a casarse y decidió que lo mejor sería mandar a la hija a un internado en Estados Unidos para dejar el campo libre a la nueva esposa (mi futura abuela Rosa). Así que Marta se quedó también sin padre, a quien, sin embargo, adoraba por sobre todas las cosas. Solía contar, con mucho orgullo, que cuando él publicó alguno de sus libros sobre derecho, se lo envió al internado pidiéndole que recibiera con cariño o con los brazos abiertos o algo así a “tu hermanito” y completaba la dedicatoria con un "sabiendo que a ti te quiero mucho mucho más". Menuda chingadera me ha parecido a mí siempre el gesto.
El caso es que yo también me sentí huérfana siempre. No lo pude nombrar hasta ya bastante mayor, porque, claro, si una tiene madre (y padre) no puede ser huérfana. Pero la mía tenía una manera muy sutil de estar ausente. En la vida cotidiana, se enteraba de todo: de los nombres de mis maestros, de quién era mi amiga favorita, de cuándo tenía examen de esto a aquello, pero a nivel visceral había una fibra suya que no conectaba. Ahí, en mis entrañas, siempre ha habido un hueco.
            Y ese hueco ha buscado siempre cómo rellenarse. Así, he ido coleccionando ausencia tras ausencia a lo largo de más de medio siglo. Y el hueco venga a hacerse más grande. Mucho tiempo lo consideré un enemigo, un monstruo, un Mr. Hyde que tapar o desaparecer a toda costa. Hasta que descubrí que el hueco, el hoyo, el agujero, era parte mía. Una parte de la que no necesitaba avergonzarme. Una parte que no era necesario esconder y tampoco exhibir. Una parte a la que solo tenía que acoger y quitarle la etiqueta de enemiga. Quizá sea ella la fuente, o el corazón, de mi timidez. Y, oh paradoja, también de mi capacidad de conectar desde las vísceras con las ausencias, los dolores, los sustos, las tristezas de los otros. De saltarme las brechas que abren las edades, las generaciones, los océanos y las máscaras.

Para María Loherr,
que me pidió que la adoptara y,
en adoptándola, sigo adoptándome a mí misma. 
Curándome.

domingo, 1 de marzo de 2020

De periodismo y no ficción



estación en curva | columna
Tiempo de rebajas
No me hace falta, pero son solo 30 euritos
ADELA IGLESIAS
25 feb 2020 – 19:30 cet

Obviando la definición obvia, una de las especialidades de la rae, el vocablo «rebaja», tiene otras tres acepciones interesantes: Disminución, reducción o descuento, especialmente de los precios. / Venta de existencias a precios más bajos, durante un tiempo determinado. / Período de tiempo en que tienen lugar las rebajas. O sea que una «rebaja» es tanto una práctica comercial como una fecha en el calendario. Y a juzgar por la reacción de muchas personas (y la intención de todo comercio, grande, chico o mediano), una temporada imprescindible de gozo y satisfacción.
         Qué mejor plan de fin de semana que una ida a El Corte Inglés, el de Nuevos Ministerios, por ejemplo, que es descomunal y tiene todo de todo. Hay que aprovechar estos días antes de que se acaben las rebajas. Porque, horror de horrores, no olvidemos que tienen fecha de caducidad y está a punto de cumplirse. Ahora es el momento para adquirir una sartén que pueda llevarse a la mesa cuando tengamos visitas. Con los cacharros de siempre (en perfecto estado, dicho sea de paso), nos moriríamos de la vergüenza. ¿Por qué no cambiar el ordenador que ya lleva ocho años con nosotros? Es cierto que podríamos simplemente cambiar el disco duro y quedaría como nuevo. Pero ¿y si la reparación no queda bien? ¿Y si resulta más cara que uno nuevo? ¿Y si perdemos el chance de adquirir uno en rebaja?
         Aprovechar las rebajas tampoco está peleado con pasear al aire libre, si somos de aquellos a quienes los sitios cerrados nos resultan inquietantes. Tenemos a nuestra disposición el centro entero de Madrid tapizado con los porcentajes de rebajas que tan generosamente se ofrecen en todo tipo de mercancías, en particular ropa y calzado. Última oportunidad antes de que los productos de la nueva temporada invadan los escaparates, que el verano ya está a la vuelta de la esquina.
No es coincidencia que se llame precisamente «oportunidades» a la sección en un comercio donde se ofrecen los artículos en rebaja. Ni tampoco lo es que, junto a ellos, encontremos los nuevos artículos, cien por ciento apetecibles y a precios exorbitantes. Hay que tener cuidado y no caer en la trampa de despreciar lo rebajado y desear lo novedoso. O también podemos vencer la tentación sucumbiendo por completo a ella. ¿Por qué no?
         Antes de que el invierno se acabe de ir, siempre podemos adquirir una nueva prenda de abrigo, una chupa ligera, negra, ideal para la transición a la primavera, que en El Danubio Azul, La Moda de la mujer de hoy, podremos conseguir por escasos 30 euros y, así, ofrecerles compañía a las once mil trencas, abrigos, cazadoras, chupas, sacos, capas, chaquetas que a duras penas caben en nuestro armario. Y es que la palabra «rebajas» tendría que tener una acepción más: Truco psicológico mediante el cual un sistema de consumo nos convence de que necesitamos, como el aire que respiramos, un sinfín de productos sin los cuales nuestra vida seguirá siendo un páramo sin sentido. Si la honestidad no fuera un enemigo intrínseco de este sistema, quizá podría incluirse, como en las cajetillas de tabaco, una advertencia: «El consumo de este producto no asegura que usted encuentre el sentido de su vida» o «El efecto secundario de consumir este producto puede ser una inmediata e intolerable sensación de vacío».
         Corramos, pues, a Callao o a Fuencarral antes de que se nos acabe la temporada o de que alguien nos aventaje y se lleve los mejores productos.