domingo, 31 de octubre de 2021

La araña y la luna

 o algo sobre interdependencia y relatividad 


En mi caminata matutina me encuentro con muchas cosas. Voy con los ojos bien abiertos y con mi camarita rosa en la bolsa del pantalón. 

Hace un par de días, más o menos, mientras recorría el pasillo que se extiende detrás de los últimos edificios del condominio, donde a casi nadie más que a mí se le ocurre pasar, descubrí un trozo de luna sobre el cielo azul. Y luego, más cerca, una araña de esas enormes que, entre octubre y noviembre, pueblan los espacios altos de Cuernavaca: entre los árboles, entre los edificios, entre los cables.

Y entonces se me ocurrió fotografiarlas juntas, a la luna y a la araña, como si convivieran de cerca. Para lograrlo hube de moverme, con la cámara apuntando al cielo, hasta lograr tenerlas a ambas en la mira. Y entonces disparé y quedé muy satisfecha con la toma.

Seguí caminando y, un rato después, me vino a la cabeza el principio que recién había escuchado a mi maestro volver a explicar: la interdependencia. Nada está aislado, ni es independiente ni singular. Todo y todos estamos interconectados y no hay, ni puede haber, una perspectiva única e irrebatible de las cosas. Si yo hubiera dado una paso a izquierda o derecha, hacia adelante o hacia atrás, la imagen hubiera sido completamente diferente.

Y, así más o menos en palabras, lo que me enseñaron la luna, la araña y mi camarita rosa una mañana de octubre.




viernes, 29 de octubre de 2021

r e s a n a r


Nunca había buscado este verbo en el diccionario y fue un hallazgo feliz, o más bien fueron varios:


Del lat. tardío resanāre 'sanar, curar', 'corregir, reformar'.

1. tr. Cubrir con oro las partes de un dorado que han quedado defectuosas.

2. tr. Reparar los desperfectos que en su superficie presenta una paredun muebleetc.

3. tr. Eliminar la parte dañada de una tablauna frutaetc.


Yo, desde niña, he relacionado resanar con lo que se le hace a una pared que se ha empezado a descascarar por el paso del tiempo, la humedad y la vida. Y me sonaba un poco como a lo que en España le llaman una "chapuza" (obra o trabajo, generalmente de mantenimiento, de poca importancia) y, quizá, no estaba del todo desencaminada, aunque yo a Ana, en Madrid, se lo oí decir más como un trabajo mal hechón, pero pasable. 

Hoy, retomo el verbo "resanar" desde otra perspectiva. Más en el sentido de su origen en el latín tardío de sanar o curar.

Igual que una casa, o cualquier otra construcción, se deteriora y requiere mantenimiento (pintura, impermeabilización, cambio de tuberías) o alguna cosa dorada que se ha desgastado ha de cubrirse nuevamente de oro, así también sucede con las relaciones, sobre todo las profundas y de largo tiempo. Las de raíces y troncos fuertes, cuyas ramas pueden de pronto (o poco a poco, imperceptiblemente) irse enredando.

"Resanar" en este contexto, pues, lo entiendo como atender los patrones de conducta, creados interdependientemente, que hacen que una relación se trabe, los comportamientos poco hábiles que han ido ocupando los espacios claros de antes. Y así, se sana o se cura lo que pudo quedar lastimado, más por descuido o torpeza que a propósito. Yo no conozco otra manera de proceder. Dejar que las aguas vuelvan a su nivel podría ser una opción (por aquello de que el tiempo todo lo cura), pero ¿qué sucede si las aguas en vez de reencauzarse, se llevan la casa (o la amistad) de corbata o, peor aún, la dejan en un estado irreparable o la convierten en algo meramente superficial que puede desmoronarse con el primer viento en contra?

Resanemos, pues, lo resanable cuando aún es tiempo, que la vida es corta y la muerte puede sorprendernos en cualquier momento.



Y aquí, nomás porque sí, esta flor lejana, porque empieza la época de las campánulas azules,
primas de los cazahuates, que brotan por doquier.


jueves, 28 de octubre de 2021

Historia en tres tomas, varias preguntas y un deseo


Salgo a caminar de mañana y me encuentro con este pájaro amarillo y panzón. En la primera toma mira en lontananza. Hay dos cositos blancos junto a él, en el alambre. No reparo en ellos hasta que descargo las fotos.




Sigo haciéndole fotos, porque una nunca sabe cuál será la buena. En la segunda toma, que solo aprecio en la pantalla de la compu, lo distingo colocando algo sobre el alambre, junto a los dos cositos que ya estaban ahí. Es un acto intencional, pienso.


En la tercera toma, que en realidad saqué nomás por no dejar, descubro que ahora hay tres cositos en el alambre: constatación de que sí fue el pájaro amarillo y panzón el que los colocó ahí.



Me pregunto qué serán, de dónde los sacó, para qué le sirven o qué uso les da. Le muestro a mi hijo las imágenes. Nos reímos, pero no encontramos respuesta. Ojalá algún ornitólogo se pasara por aquí y nos aclarara la cuestión.


viernes, 22 de octubre de 2021

sentimientos encontrados

 


Cuando esta violeta florece, a mí me entran sentimientos encontrados, mixed feelinigs, como les dicen en inglés. Y recuerdo una ocasión, hace muchísimos años, en que mi hermano contó un chiste, de gusto cuestionable, para explicar cómo es eso de los sentimientos que se mezclan. Como cuando tu suegra se estrella en tu Corvette, explicó. Él no tenía ni suegra ni Corvette, pero sí muy interiorizada la misoginia. Pero de eso no van hoy las cosas.

Cuando esta violeta florece, pues, yo me pongo feliz, como cuando florece cualquiera de las que habitan mi casa. Pero también me da tristeza o nostalgia o saudade o morriña. Me acuerdo de JI. Es inevitable. Ella me la regaló hace, calculo, unas tres décadas. Ya vivía yo sola, en mi departamentito de Petén 149. Pasamos un fin de año juntas, lejos de familias y exnovios, en Cholula. En Puebla compramos sendas macetas de talavera. Y en la mía, ella me plantó la violeta de flores color vino, hija, quizás, de alguna de las suyas.

Yo creo que fue la primera violeta que tuve. Ya casada y con Santiago pequeño, allá en la casa de Hortensia, recuerdo que la trasplanté (a instancias de Adrián), junto a otras plantas, a una maceta grande, que vivía en una especie de terraza interna. Por poco se muere, pero logramos salvarla. La maceta de talavera todavía existe también, pero con una violeta de flores color rosa oscuro y blanco, regalo de otra amiga. La de flores vino se mudó a una maceta más grande, color crema. Ambas viven en la parte superior de un librero, para evitar los ataques de mi Khandro.

Sospecho que no es la planta original, sino otra descendiente, pero a mí me trae a JI a la mente. Es inevitable. Recuerdo la época en que éramos amigas. Recuerdo nuestros viajes y nuestras pláticas. Recuerdo la convivencia entre nuestros hijos. Recuerdo que nos queríamos y recuerdo que nos dejamos de querer. O nos distanciamos. O nos dejamos de entender. Recuerdo que a veces me costaba relacionarme con ella, pero el cariño ganaba, hasta que no ganó. Y dejamos de hablarnos.

Todo esto pasa cuando florece la violeta de flores color vino. Pero a la tristeza le sigue ganando la ilusión por verla viva y florecida.

A veces se acaban las amistades, pero quedan las flores.


martes, 19 de octubre de 2021

Invitado: Chogyam Trungpa Rinpoché

 

Descubrir las cosas buenas


De acuerdo con la tradición budista, no adquirimos sabiduría nueva ni ningún elemento ajeno entra en nuestro estado mental. Más bien, es una cuestión de despertar y de despojarnos de nuestras cubiertas. Ya tenemos esas cosas cosas buenas dentro de nosotros, solo tenemos que sacarlas a la luz.  




Original en inglés y fuente, aquí.
Traducción al español e imagen, mías.

sábado, 16 de octubre de 2021

diez/10

"Revenge is a dish best served cold."
"La venganza es un plato que se sirve mejor frío."
(Proverbio klingón)












Me acuerdo perfecto de la primera vez que vi esta cinta de Quentin Tarantino, cuando se estrenó en Cuernavaca, allá por el 2003, pocos meses después del divorcio (calculo). Fui al Cinemex de la carretera, que entonces era el único cine decente de la ciudad, con mi amiga Shanti. Era de noche y creo que ella y yo éramos las únicas en la sala o casi las únicas. Yo, en realidad, no tenía mucha idea de qué iba a ver. Supongo que Shanti me convenció. Mi relación con Tarantino no era buena. Lo confieso: no me había gustado su Pulp Ficiton y pensé que se trataba de un asunto generacional bastante infranqueable.

Pero cuando acabó lo que se llamó la primera parte de Kill Bill, aunque yo considero que es una sola película dividida por motivos no cinematográficos, estaba yo completamente enamorada de The Bride (aka Beatriz Kiddo y Black Mamba, encarnada por Uma Thurman) y su maravilloso traje amarillo. No solo eso, la sensación que me quedó al llegar a ese final que no era el final, era la de querer que siguiera matando enemigos conmigo acompañándola en el proceso. Hasta ese momento, esa faceta de mi personalidad había permanecido escondida.

Mis sensaciones con la segunda parte (del 2004) no son tan claras, porque creo que desde un principio las integré como un todo. Pero bueno, la escena final cuando ella se va con su hija recuperada (consigo misma recuperada) es memorable y sanadora. Aunque nunca llegué a colgar el póster de The Bride en mi cuarto (nunca fui mucho de colgar pósters), la mujer de amarillo que despertó de un coma para tomar la vida en sus manos y ajustar las cuentas que era necesario ajustar sigue siendo una inspiración.

Recuerdo que volví a ver la peli en compañía de un novio durante una estancia en el Pirineo aragonés (en el 2005) y después compré los devedés y la compartí también con mi hijo. Repasando su filmografía, me doy cuenta de que para mí Tarantino es un cineasta de una peli, Kill Bill, con la que culmina, además, esta selección de mis 10 obras cinematográficas favoritas (aunque se quede corta). Posterior a ella, disfruté mucho también Django Unchained, en el 2012 (cómo olvidar esa escena de la sangre tiñendo de rojo una blanca flor de algodón) pero poco más, a pesar de la insistencia de mi hijo, que acabo siendo mucho más fan que yo.


lunes, 11 de octubre de 2021

Invitado: Anam Thubten

 

Preciosa y sagrada

 
Es importante darnos el tiempo para hacer una pausa de vez en cuando y contemplar qué asombrosa, qué preciosa es esta vida humana. De vez en cuando, cuando estás solo, cuando estás en la naturaleza, sientes este entendimiento. Tu mente se vuelve tan callada. Tu mente ya no está preocupada por el pasado y el futuro. Ya no está ocupada con todas tus estrategias, todos tus planes y proyectos. Cuando tu corazón está completamente abierto y en silencio, entiendes esta verdad naturalmente, lo precioso de tu propia existencia humana. No solo sientes que tu propia vida es preciosa, sientes que toda esta existencia es también preciosa y sagrada. 






Original en inglés y fuente, aquí.
Traducción al español e imagen, mías.

miércoles, 6 de octubre de 2021

Ojalá

Ojalá soñar contigo quisiera decir algo.

Eso me digo cuando me despierto a media madrugada. Estábamos juntos tú y yo. Nos besábamos, creo, y nos rozábamos la piel. Se sentía tan bien. Tan real. Tan posible.

Ojalá soñar contigo quisiera decir algo.

Te conjuro. Conjuro nuestros cuerpos juntos. Conjuro nuestras mentes juntas. Nos conjuro juntos.

En el propio sueño nos separábamos.. Había una guerra o algo así. Pero nos volvíamos a encontrar. Lastimados por dentro y por fuera, pero enteros. Nos acompañábamos de nueva cuenta.

Ojalá soñar contigo quisiera decir algo.

O j a l á.


viernes, 1 de octubre de 2021

Algo de lo que no hay en mi nombre

En mi nombre no hay Us ni Is ni Os, ni un montón de consonantes (20 para ser precisa). En mi nombre no estoy yo en realidad. No hay ADN en mi nombre. En mi nombre no está mi miedo, a que me abandonen o me dejen, por ejemplo. En ni nombre no está mi miedo a morirme o enfermarme. O quizá sí. Mi abuela materna, de quien heredé mi nombre, murió de cáncer de páncreas y dicen que el cáncer se la llevó muy rápido, en cuestión de meses o de semanas, después de regresar completamente encanecida de Nueva York, adonde había ido a visitar a su hermano Andrés cuando le avisaron del accidente automovilístico en que su hija había perdido un pedazo de cráneo. Cuentan también que mi mamá, a sus 6 o 7 años, con su cráneo ya incompleto, se escondía debajo de la cama de su madre moribunda para sentirse menos sola.

En mi nombre no hay soledad porque hay muchas Adelas sosteniéndome. En mi nombre no está mi mamá que era Marta (sin hache) Cecilia (por la patrona de la música en cuyo día nació). Mi abuela Adela no quiso ponerle su nombre (que era el de su madre) para liberarla, quizás, de un destino de locura o de culpa o de amargura. Yo creo que la condenó a un destino de soledad y de ira contenida. Cuando murió mi abuela Adela y durante muchos años más, o sea, hasta que mi mamá ya era adulta y estaba comprometida con mi papá, ella, la no Adela, iba a visitar a su abuela que le pedía que se sentara en su cama y que recarga su cabeza, no sé si en su regazo o en dónde, y la acariciaba diciéndole «pobrecita».

En mi nombre no faltan ni un pedazo de cráneo ni una H. En mi nombre no hay una niña huérfana, aunque también hay una niña huérfana que no supo ser madre de una nueva Adela, a quien, por lo menos, le regaló un linaje, del cual ella no era parte. En mi nombre no hay amargura porque la de mi bisabuela Adela se disolvió en el aceite de oliva con ajo. En mi nombre no está mi abuela Rosa, la madrastra de mi mamá, a quien nos enseñó a querer aun odiándola ella. En mi nombre no está mi abuela María Luisa, la abuela española, ni mi tía Marisa: ambas se manifiestan cada corpus y san juan cuando me decido a preparar una tortilla de papas (a las que mi abuela llamaría «patatas»). En mi nombre no está mi tía Olga, que también se llamaba Amparo, pero su cariño es primordial en mi historia. En mi nombre no está María Eugenia, pero ambas adquirimos el mismo nombre compartido al nacer mi hijo: comadre ella y comadre yo.

En mi nombre no hay una hija porque, de haberla tenido, no se lo hubiera puesto. O quién sabe. Quizá habría reconsiderado la decisión para concederle un pase al linaje de Adelas. No lo sé. En mi nombre quizá haya una nieta. La hay en mis sueños, con cualquier nombre.

En mi nombre no hay un segundo nombre, decisión de mis padres para facilitarnos la vida a mi hermano y a mí, como si en tener un nombre compuesto radicara la dificultad de la vida. Mi madre tenía dos y con los dos no le alcanzó para ser una. Mi padre tenía por lo menos 4, quizá 5, y ni así pudo ser quien realmente era. Su quinto nombre dicen que era Roque, por el día de su nacimiento. El primero, Román, era por su padre y su abuelo y su bisabuelo (el mismo de mi hermano y del segundo hijo de mi prima Marisa), el segundo, Indalecio, por su abuelo materno y el tercero, Luis, por un hermano de su madre (creo). El cuarto, Joaquín, no sé de dónde salió, aunque se convirtió en personaje en mi primera novela.

Yo, de niña, tuve un muñeco baby beans, de esos que veían rellenos de pedacitos de plástico, a manera de frijoles modernos, y que se echaban sin forma definida, con su cabeza de plástico para un lado o para el otro. El mío iba vestido de azul y lo bauticé Roque, en honor a mi padre. También tuve uno amarillo, pero no recuerdo cómo se llamaba.

Aquí uno idéntico a mi Roque, encontrado en internet y fuera de foco (es lo que había):

un Roque apócrifo