lunes, 27 de agosto de 2018

ocho de diez



Cuando murió Rosario Castellanos, yo tenía nueve años. Supongo que nos habremos enterado por el Excélsior, que llegaba a casa de mis papás cada mañana. Se habló de accidente y se habló de suicidio.


No me acuerdo con exactitud cuándo empecé a leer cosas de ella. Seguramente en el bachillerato, en la clase de literatura mexicana (con mi maestra favorita, mi querida Ángeles Rull). De Los convidados de agosto, destaca en mi memoria la novela corta "El viudo Román", ahí incluida. Entonces supe del valor —socialmente impuesto— a la virginidad femenina (claro). Y me impresionó.

Ahora sigue habiendo mucho de eso, pero mucho más sutil y, quizá, más peligroso por su sutileza.

(Recuerdo que a la primera alumna que me invitó a su fiesta de quince años, cuando hice mi servicio social dando clases de español en secundaria por primera vez, donde me trepaba en el escritorio para hablar del conceptismo y el culteranismo, frente a los ojos azorados de mis alumnas puras mujeres en un escuela católica, le regalé este libro. Nunca supe si le gustó y creo que no llegué a ir a la fiesta. Sí recuerdo que era una chica muy menudita, que ensayó coreografías muy "modernas" para la ocasión. Y me parece que se llamaba Maité.)

Supongo que fue después, quizá en la carrera o en alguna vacación a instancias de mi papá, que leí Balún Canán. Me encantó. (Está también en mi lista de relecturas pendientes.)

Y conicidentemente con esta entrada, hace dos días fui al cine a ver Los adioses, película mexicana dirigida por Natalia Beristáin (aquí una nota, con entrevista a la directora incluida), e inspirada en la vida de Rosario Castellanos y su relación tormentosa con el filósofo Ricardo Guerra.

Lo que más me enganchó de la cinta fue su perspectiva intimista, que nos abre la puerta al interior de la mujer que fue Rosario Castellanos: sus miedos, sus contradicciones, sus monstruos, sus pasiones, sus desafíos, sus penas, sus sueños. El sonido constante de una máquina de escribir a lo largo de toda la peli nos recuerda todo el tiempo el camino que, a pesar de todo y de todos, eligió: escribir, escribir y escribir. Me encantó ver la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde estudié, y me imaginé cómo habría sido tener a Rosario Castellanos de maestra. También me pregunté y me cuestioné muchas cosas de mi propia vida, como sucede con el buen cine.



miércoles, 22 de agosto de 2018

Invitado: Chogyam Trungpa Rinpoché



Gentileza simple

Muchos de nosotros nos sentimos atacados por nuestra propia agresión y por nuestro propio sufrimiento y dolor. Lo que necesitamos, para empezar, es desarrollar gentileza hacia nosotros mismos y, entonces, desarrollar gentileza hacia los demás. Suena muy simple, y lo es. Al mismo tiempo, es muy difícil de practicar. 






Original en inglés y fuente, aquí.
Traducción al español e imagen, mías.

martes, 21 de agosto de 2018

1er día de clases


Como todos los años, no tengo ganas.
Me cuesta arrancar.
Me angustio.
Me desvelo.
Dejo cosas sin preparar (para tratar de evitar lo irremediable, supongo.)
Me da migraña.
Y antes de que me dé cuenta, se pasan las horas de clase.

Mis alumnos de antes me recibieron con abrazos (varios).

Los nuevos parecían asustados (más que yo, seguro) y se comportaron.
(Y yo me aprendí sus nombres aun más rápido que otros años.)

Compartí el lunch con algunos de los viejos.

Y como guinda del pastel, una de las de antes me recibió con un: "Te traje un regalo" y extendió su mano con unos aretes. "Cuando los vi, pensé que tenían que ser para ti", me explicó más o menos en estas palabras.

He aquí los carneritos tejidos de palma:


(Que, además, me chuleó una señora mayor con bastón, a quien había yo rebasado para ganarle en la cola para pagar el teléfono. Nos pusimos a platicar, resultó que también era maestra y hablamos sobre nuestro quehacer antes de que compensara mi descortesía inicial dejándola pasar a pagar su recibo antes que yo. Al final, salí corriendo —y huyendo no sé bien por qué— a hacer mil pendientes, pero alcancé a despedirme de ella desde el coche.)

Y al volver a casa me esperaban, además, "besos, abrazos y mucha energía como la de un buen café" en el correo de una amiga que me recordaba que lo que hago "es una tarea titánica pero loable". (Gracias, Fuen.)
Con creerme que vale la pena y darme chance de disfrutarlo me doy por bien servida.

lunes, 20 de agosto de 2018

3 momentos

de mañana

El Palacio de Cortés en obra
a casi un año del temblor

















El señor de las flores
rumbo al puesto
(suyo o de alguien más)

Los albañiles en el andamio
remozando, a casi un año del temblor

















en el centro de Cuernavaca

domingo, 19 de agosto de 2018

:c:o:n:f:e:t:i: :2:




Del it. confetti 'confites'.
1. m. Conjunto de pedacitos de papel de varios coloresrecortados en varias formasque se arrojan las personas unas a otras en los días de carnaval yen general, en cualquier otra celebración festiva.

2. m. Cada uno de los pedacitos de papel que forman el confeti.


Pero lo que el DLE no dice es que el confeti también puede ser un dibujo virtual que cierra una conversación virtual durante la cual se tocan y se comparten intimidades, se escucha y se comprende y se ríe y se llora, aunque el otro (o la otra) no nos vea.



Así, este confeti que salió del pincel virtual de mi amiga Fuen y que, por la magia de la tecnología, bajé a mi compu y luego volví a subir como fondo de pantalla en versión fondo negro y súper tamaño (por elección de mi máquina, no mía).


Circulitos de colores, que se mandan algunas personas cualquier día del año como muestra de afecto en un juego sutil, divertido y también profundo:
Esta podría ser otra definición de confeti.

sábado, 18 de agosto de 2018

Invitado: Rod Stewart & Amy Belle



siete de diez


Esta maravilla de libro fue uno de los muchos que leí durante el bachillerato (en la clase de Mr. Hendricks, quien hoy cumpliría, también, 84 años).

Creo que Winesburg, Ohio sería el libro que yo mencionaría si me preguntaran cuando nació mi conciencia escritora. (La lectora la precedió por muchos años, aunque quizá hayan surgido más cercanamente de lo que pensé en primera instancia.)

En esta colección de relatos, Sherwood Anderson nos lleva a un pueblo del Medio Oeste estadunidense, que da nombre a la obra, y nos presenta una serie de personajes, que el prologuista de esta edición califica como "lisiados emocionales" (emotional cripples) y el propio Anderson como "grotescos" (grotesques).

Yo lo que recuerdo con total claridad es que, a través de las historias de los habitantes del pueblo, con el joven reportero George Willard como hilo conductor (y personaje principal), concluí que todos, en mayor o menor medida, somos lisiados emocionales, pero la mayoría no tiene ni idea. Destaca en mi memoria el relato que abre el libro, "Hands", sobre un maestro de escuela.

A Anderson se le considera precursor de la generación de narradores que le siguió: Hemingway, Faulkner, Wolfe, Steinbeck, Caldwell, Saroyan y Henry Miller. Tuvo una vida agitada que se cerró a causa de una peritonitis provocada por un palillo de dientes que se tragó sin darse cuenta cuando se comió la aceituna de un martini durante un crucero en América del Sur, junto a su cuarta mujer (digno de un cuento). 

Yo he tenido la intención de releer el libro durante muchos años ya y aún no lo hago, entre otras cosas porque mi ejemplar tiene el don de aparecer y desaparecer, o sea, a veces sé dónde está y otras, no lo encuentro. Además, de pronto se duplicó, pues mi hijo y yo encontramos la edición que su papá leyó en su época en la escuela. Parece ser que ese fue el que hace poco leyó también Santiago.

En algún momento, hace muchos años, se lo presté a Deepak Lakshminarayana, mi novio de la India, amante de Henry Miller, quien hizo algunos subrayados, marcas y comentarios (a lápiz y muy limpitos), que ahora acompañan a los que yo hice en mi adolescencia.


Todo un viaje, pues, volver a Winesburgh, Ohio.

jueves, 16 de agosto de 2018

Hoy, mi papá


Habría cumplido 84 años. Murió a los 64 (6 meses antes de cumplir 65). (Hace casi 20 años...)



Esta foto se la tomaron, como muchas otras, en el rancho de mi tía Marisa, su hermana predilecta. Mi tía la tenía así, enmarcada, en su cuarto en el asilo donde pasó sus últimos años en Guadalajara. Una de las veces que la visité (hace 4 años, me parece), se la pedí y me la regaló.

(Yo, al principio, no noté que se ve un fragmento de otra persona a su derecha. Cuando la saqué del marco, descubrí a una mujer que, de momento, no reconocí: mi mamá, con cara de sorpresa.)

De mi papá me acuerdo cada 16 de agosto (4 días después del cumpleaños de mi hijo — 2 de mis leones cercanos), pero no siempre escribo.

Hoy, sí.

Hoy (desde hace unos días) me dio por pensar de qué platicaríamos mi papá y yo ahora. A sus 84. A mis 55.

De literatura, seguro. De mi novela, quizás. De Saramago y del documental que recién vi de su vida en Lanzarote, junto a Pilar. De cine, seguro también. Quizás de su nieto. (Casi seguro.) Tal vez jugaríamos cartas, el mismo Continental que yo juego ahora con mi hijo. O backgammon, en su modelo aquel que era todo de piel y enorme. Tal vez veríamos (o comentaríamos) alguna serie televisiva.

Que lo extraño, pues.
Que me gustaría platicar con él.
Un rato.
Que espero que sea feliz donde y como quiera que esté.

martes, 14 de agosto de 2018

archi hallazgo (16)


Vamos de camino, mi comadre y yo, de Chimal a Cuautla a recoger a Santiago, que viene del DF.

Ella va manejando. Yo voy de copiloto, viendo el paisaje y sacando alguna foto.

De pronto, a nuestra izquierda, del otro lado de la carretera, en el carril de vuelta, el Buda. Enorme. Blanco. Precioso.

¡El Buda!, exclamo emocionada. Conmovida.

Imposible detenerse. De regreso, me dice mi comadre.

Llegamos por Santiago. Nos encaminamos hacia Chimal de nuevo. María Eugenia se pega a la derecha y no encontramos al Buda.

¿Me lo habré imaginado?, me pregunto. ¿Se habrá ido? ¿Se lo habrán llevado?

Había unos juegos infantiles, dice ella.

Y en el último puesto a borde de carretera antes del entronque con el camino hacia Yecapixtla,

el Buda


 

martes, 7 de agosto de 2018

l*l*a*m*a*r*a*d*a*


Como tantas cosas en mi vida, estas flores me remiten a mi abuela Rosa y su casa en Cuernavaca, allá en la calle de Jalisco 222, antes 800, en la Colonia Las Palmas, al sur de la ciudad, casi en la salida hacia a Acapulco.

El jardín de la casa era enorme, con una parte plana con pasto, donde jugábamos cróquetbádminton (como nobles ingleses, de plano...). El terreno estaba organizado en terrazas y descendía hasta llegar a una barranca, con un río donde incluso había peces (guppies, esos minúsculos y casi transparentes). Y entre el jardín principal y la barranca estaba el jardín con el nanche (a mi hermano le encantaban sus frutos, para mí eran un poco ácidos) y un espacio con más tierra que pasto, rodeado de bambús, que usábamos como escondrijo. De ahí, una serie de escalones, trozos de piedra (o de cemento quizás) clavados en la tierra, desembocaba en el inicio de la barranca. Ahí arrancaba otra escalera de piedra que terminaba en una terraza enorme encima de la cual se cernían unas rocas enormes. (Alguna vez soñé con casarme allí.) Y seguía el descenso hasta el río, que en mi infancia estaba aún bastante limpio. Con mi hermano y mi primo Jose llegamos a caminar por entre las piedras que sobresalían (y sí, a atrapar guppies también).

Por todos lados había árboles: Un laurel enorme, al fondo del jardín; un sangre de toro, en la cuesta de pasto junto a la alberca, desde donde se veía la biblioteca de mi abuelo; varios flor de mayo, de uno de los cuales se cayó en una ocasión mi tío Jean, y jacarandas, muchas jacarandas en el jardín principal, que teñían de morado el pasto una vez al año. 

Y, claro, había muchas flores también. Copas de oro, que colgaban de unos arcos al lado de la alberca. Y la llamarada que pintaba de naranja los muros. Mi abuela Rosa nos enseñó a mi hermano y a mí a libar las flores naranjas y saborear su néctar, arrancando una flor y sorbiendo por la parte delgada, desde donde había colgado de la planta.

Eso hace mucho que no lo hago, pero cada vez que por el mundo me encuentro una planta de llamarada, recuerdo la casa de mi abuela y, si es posible, me detengo y hago fotos. Las que aparecen aquí son de la barda de una casa en la calle conocida como "el columpio", muy cerca de mi casa.

Aquí, más flores de llamarada con todo y abeja llegando:



lunes, 6 de agosto de 2018

el viento


el viento ulula
en mi ventana
como si quisiera abrirla

como si quisiera irrumpir
dentro
y destruirlo todo

o quiza
solo ulula 
porque le duele

la soledad
su soledad
mi soledad

sábado, 4 de agosto de 2018

seis de diez


Lo mío con Saramago es una historia de amor. Y todo empezó con este libro. Me lo regaló Adrián, por Navidad o por mi cumpleaños, hace casi 20 años. Antes de que su autor ganara el Nobel. Y caí rendida a sus pies. Tanto que no paré y me seguí leyendo (casi) toda su obra. Enamorada por completo de lo que dice y de cómo lo dice. Como si me conociera y me hablara. Y, así, también me enamoré de Lisboa antes de conocerla, junto a Ricardo Reis y con la historia del cerco. Y soñé que Saramago me besaba y me decía que se había inspirado en mí para su Blimunda. Y lloré en la regadera mientras escuchaba en la radio la noticia de su muerte. Y me leí también sus diarios, con esa sensación de entrar en la intimidad de alguien con su permiso. Y he soñado con ir a Lanzarote y conocer el lugar donde vivió. Y visité la Casa dos Bicos donde está la fundación que lleva su nombre y el árbol donde se enterraron sus cenizas. Y me habría gustado toparme con su Pilar. Y tengo una taza roja, con su firma en blanco, donde tomo té todos los días. Y cuando leí La caverna, recién empezadito este siglo, pensé y dije que no se podía cambiar de siglo y menos de milenio sin leer a Saramago. Y lo vi en un documental, cuyo nombre no recuerdo, sobre la vista (o los ojos). Tengo pendiente ver "José e Pilar" (aquí se puede). Y a mis alumnos de 3o de secundario año tras año les receto el Ensayo sobre la ceguera y lo leen y les gusta y les perturba y les conmueve. Y a mi comadre también la hicimos adicta a Saramago, Adrián y yo.


Todos los nombres encabeza mi lista de libros para releer. Llegaré. Algún día. Pronto. Espero.

viernes, 3 de agosto de 2018

sueño 13.


Anoche soñé que tenía un segundo hijo, una nena hermosa. Creo que Santiago ya estaba con nosotros. Aunque, en realidad, no sé bien quiénes éramos "nosotros". Ni dónde estábamos. Parecía un cuarto grande más que una casa.

La bebé era súper bien portada y fácil de cuidar. 

En un momento salíamos, esos nosotros que no sé bien quiénes éramos, a un pasillo oscuro y angosto. Al volver, la niña había desaparecido. La habían secuestrado o algo así.

Tras la angustia y en ese espacio mental que se abre en el sueño, que no es aún el despertar, reflexionaba y concluía que la niña era yo y que yo era la única que podía rescatarla. (Más que salvarla, que me gusta menos el término.)

Luego de otro rato, pasé a la vigilia y por poco me olvido del regalo que me hizo mi inconsciente, pero lo pude rescatar...

jueves, 2 de agosto de 2018

caer.caerse.caída


De las 29 acepciones del verbo «caer» que ofrece la Real Academia, y las 16 frases en que lo consigna, cuatro me quedan como anillo al dedo:

1. intr. Dicho de un cuerpoMoverse de arriba abajo por la acción de su propio pesoU. t. c. prnl.
3. intr. Dicho de un cuerpoPerder el equilibrio hasta dar en tierra o cosa firme que lo detengaU. t. c. prnl
6. intr. Venir al suelo dando en él con una parte del cuerpoCaer DE espaldasDE cabeza.
caerse redondo
1. loc. verb. Venir al suelo por algún desmayo u otro accidente.

Sí, yo soy de las personas que se caen. Me he caído varias, quizá muchas, veces en mi vida. Una vez al año, más o menos. Algunas caídas (claro, 1. f. Acción y efecto de caer o caerse), más memorables que otras. La más reciente, hace dos días.

Caminaba para encontrarme con mi prima Adelaida, con quien tenía cita para comer. Iba, quizá, un poco rápido, cuando, de repente, recién pasada la pizzería de la esquina de mi casa, me sentí volar (como en cámara lenta), preguntándome en fracciones de segundos si alcanzaría a recuperar el equilibrio y, si no, cómo caería. Y caí redondita, de rodilla y de mano. Caí y me levanté tan rápido como pude (como en cámara rápida). Y esta vez permití la ayuda de dos mujeres, de edad diferente (es lo único que recuerdo) y cara de preocupación que me ofrecieron su mano, al tiempo que un hombre mayor, muy delgado y canoso, me preguntaba, si no me había lastimado y se refería a mí como «doñita». No soy «doñita» le quería ecir y no, no me lastimé. Claro que me había lastimado, pero no quería más atención y, por lo menos, podía caminar. Con ardor y con dolor, pero nada parecía estar roto.

Cuando descubrí que Adelaida no había llegado a la cita, me lancé a la farmacia homeopática que hay en la misma plaza, le dije a la mujer que la atiende que me había caído y que si podía darme una dosis de árnica, mientras llegaba a mi casa. «Tintura», dijo, «es lo que conviene» y me cobró $60 pesos por 10 ml de agua con la famosa tintura. «Y hielo, mucho hielo, todo el tiempo.» De regreso a la mesa que ya estaba apartada, con minivasito de plástico en mano, me encontré con mi prima, le conté lo sucedido y me ayudó a instalarme con la pata arriba para poderme poner el hielo que, amablemente, me trajo el mesero.

Y así se pasó una muy agradable comida y plática. Adelaida se fue porque estaba dando un curso y yo me quedé un rato más, leyendo y preguntándome si sería capaz de volver caminando a mi casa. Y lo fui. Con bastante dolor, que empeoró al avanzar la tarde y la noche. La rodilla estaba bastante raspada y algo inflamada. La mano también inflamada y bastante morada. Y mi ánimo, sacudido.

La sensación más fuerte era la de una enorme fragilidad, junto al asombro de estar viva y sin resquebrajaduras. Es un milagro la vida, sin duda, y tan fácil perderla en cualquier momento.

De forma similar me caí hace casi un año de camino al primer día de clase de un curso que di en la UNAM. Entonces nadie me vio ni me ayudó y la adrenalina me hizo dar una clase brillante. También me caí de manera muy parecida, hace varios años, caminando hacia un cafetería junto a una amiga que, estupefacta, me vio volar.

Y de niña, me caía en todas las fiestas infantiles. Tengo incluso una pequeñísima cicatriz en el labio inferior de una ocasión en que me lo abrí cuando fui incapaz de saltar una brecha por la cual habían pasado antes y con éxito todos mis amigos. Y me caí de adolescente cuando se me torció un tobillo en clase de deportes y aterricé con la cara, la nariz más precisamente, por llevar las manos metidas en los bolsillos de la chamarra. (Esa vez sí me fisuré la nariz y tuvieron que reducirme la fisura en quirófano y todo.) Y me caí yendo de su mano, pero más bien fue él quien se cayó y me arrastró.

El segundo día tras la caída, ayer, fue el peor. Todo me dolía. El brazo entero. La espalda. Y la sensación de vulnerabilidad era intensa, pero mucho menos atemorizante que en otras ocasiones. «Descanse, comadrita, y mejor no salga», me recomendó mi comadre. Y le hice caso y fui mejorando, aunque me pasé el día agotada. Será por la adrenalina y todo eso.

Y seguramente me volveré a caer. Ojalá con la misma suerte que en la mayoría de las veces. Quizá pueda prestar más atención cuando camino, sí, y seguir aceptando que las caídas, de estas y de las otras, no son más que parte de la vida.


Y efectivamente es chistoso como caerse se siente como volar durante un ratito, como cantan Jeff Bridges y Colin Farrel aquí, tomado de la película Crazy Heart (una favorita):