LO QUE SIGUE DEL VIRUS
LO QUE SIGUE DEL VIRUS
Abierta, espaciosa y relajada
La última vez que vi a mi tía Olga, que estuvimos juntas en persona, no la recuerdo.
Sé que no fue a mi boda (no pudo) y que no conoció a Santiago. Recuerdo que Adrián y yo la visitamos en su departamento de Avenida Coyoacán en la época en que nos íbamos a casar. Poco después de la boda nos mudamos a Chimal, a casa de mi papá, luego nos fuimos a España durante un rato y finalmente aterrizamos en Cuernavaca cuando yo estaba embarazada. Ya no hubo visitas a mi tía.
A mi tía Olga, le hablé por última vez.
Yo sabía que su salud se había seguido deteriorando (enfisema, cáncer), pero el rompimiento con mis papás después del parto y, por ende, con el resto de la familia no favoreció nuestra comunicación.
Sí recuerdo con claridad que cuando Santiago tenía unos cuantos meses de edad (debe haber sido aún 1996) y yo seguía en tratamiento psiquiátrico para la depresión-casi-psicosis posparto y vivíamos todavía en el búngalo donde él nació, en la calle de Narciso, con sus puertas corredizas de cristal que daban al jardín de Romelia, la casera, recibí una llamada de Olguita, la hija de mi tía. Nos agarró por sorpresa, pues yo había perdido todo contacto familiar. Aunque desconfiado, Adrián, por fortuna, me pasó la llamada.
Olguita me informó que su mamá estaba internada en el hospital y estaba viviendo sus últimos días. Ya no podía hablar, pero ella estaba segura de que le gustaría escuchar mi voz. Supongo que me habrá preguntado si yo quería decirle algo. Accedí sin dudar.
No recuerdo las palabras exactas, pero sí recuerdo que le reiteré el profundo cariño que le tenía, por un lado, y, por otro, le dije que se fuera tranquila. Que descansara. Que ya era momento. Seguramente lloré bajito.
Aunque no hubo una respuesta audible, sí recuerdo ese momento último de conexión amorosa. Y también una sensación de vacío, de hueco irreparable, pero con todo lo que yo estaba viviendo en esos momentos, los más difíciles de mi vida, haber conectado con la persona que más incondicionalmente me quiso fue muy sanador.
Aunque pienso, siento, invoco a mi tía Olga con frecuencia, cada año en el día de su cumpleaños la traigo de vuelta a través de este espacio.
Te dejo, tía, esta flor rosa que fotografíe en casa de Santiago, el sobrino biznieto que ya no conociste, porque creo recordar que era un color que te gustaba (tus uñas, tu lipstick, la alfombra de tu casa, los sofás de tu sala eran rosas). Y con ella mi amor, mi gratitud, mi deseo de que seas feliz y estés libre de sufrimiento donde quiera, como quiera que estés.
Te quiero. Siempre.
La última vez que viste a tu mamá fue el 7 de agosto de 2004, dos meses antes de que muriera, el 7 de octubre del mismo año.
Habías empezado el proceso de reconexión el 10 de mayo de ese año, pero no cristalizó sino hasta agosto, después de la intervención de tu tía Marisa.
Entonces quedaron, tu mamá y tú, en que irías a verla para comer juntas, allá en el departamento número 2 de Uxmal 548, la casa que ella y tu papá rentaron desde que tú tenías unos cuantos meses de nacida, o sea, alrededor de 41 años. Recuerdas que la noche anterior te fuiste a dormir a casa de tu amiga Dasha, como una suerte de rito propiciatorio. La vez anterior que habías visto a tu mamá había sido en el funeral de tu papá (más de 5 años antes) y la anterior a esa, un día después del nacimiento de tu hijo (aproximadamente 2 años y medio antes del funeral).
El sábado 7 de agosto, saliste manejando a México en Antuanito, tu coche de siempre. No recuerdas nada del trayecto en la carretera, ni de la llegada a la ciudad ni a la colonia Narvarte. Sí recuerdas que estacionaste el coche del lado derecho de la calle, a cierta distancia del edificio, quizás por miedo, por precaución o porque no había lugar más cerca.
No recuerdas los pasos que diste hasta la reja blanca, con su rectángulo negro y números rojos. No recuerdas cuando tocaste el timbre ni cuando subiste las escaleras al segundo piso (si se cuenta el de la calle como el primero, donde estaba el departamento de la señora Lolita, que para ese momento ya debía haber muerto). No recuerdas quién te abrió la puerta, supones que Lupe, la señora que trabajaba con tu mamá y la cual habría de encontrarla muerta exactamente dos meses después.
No recuerdas cómo se saludaron. Tu primer recuerdo es de ambas sentadas en la sala de la casa, con sendos tequilas y ella fumando, fumando mucho. Y entonces te preguntó algo como si ibas a empezar a recriminarle cosas o a cobrarte cuentas pendientes. No, le respondiste. Mejor empezar de hoy hacia adelante. Y se sorprendió. Y siguió bebiendo y fumando.
Quizás fue aún en el aperitivo cuando tuvieron su momento más íntimo, más cercano: su plática sobre los Alcántara, tras descubrir que ambas eran seguidoras de la serie española Cuéntame cómo pasó. Hablaron de la abuela Herminia, tan parecida a la abuela María Luisa; de Antonio, tan parecido a tu papá.
O quizás fue cuando pasaron al comedor, del otro lado del biombo (¿aún estaba el biombo o es una interferencia de memorias anteriores?), cuando los Alcántara les brindaron la ilusión de cercanía. Ella se sentó en la cabecera de la mesa que había sido de tus abuelos paternos. Tú, a su lado derecho. Quizás hubo sopa. Estás casi segura de que hubo pescado de segundo. El recuerdo más claro fue su aflicción cuando se derramó algo de salsa sobre el mantel. Decidiste entonces que no volverías a armar ningún drama cuando a ti o a tu hijo se les derramara algo sobre el mantel.
Le dijiste que no pasaba nada. Que no era importante. Que no se preocupara.
No te acuerdas si te hizo caso. Recuerdas que comió muy poco, casi nada, y siguió bebiendo. Y fumando. Te contó que había vuelto a fumar cuando tu prima Marisa la fue a ver después de morir tu padre y olvidó su cajetilla de cigarros sobre la mesa de la sala.
Lo siguiente que recuerdas fue que te acompañó al coche para despedirte. Quizá hablaron de volverse a ver, de que volviera a ver a Santiago, que en 5 días cumpliría 8 años. Pero no estás segura.
Recuerdas que se encontraron a la Sra. Burak, la vecina judía del departamento 3, ya cerca del coche. Adelita, te dijo ella, qué gusto verte por aquí, o algo así. Apenas le contestaste. Te subiste a Antuanito y arrancaste. ¿Se habrán dado un último beso? No te acuerdas, tampoco, del camino de regreso ni de la llegada a Cuernavaca, a la casita que rentaste en Ocotepec después del divorcio.
Hoy te duelen aún estos recuerdos; también lo que no recuerdas. Hoy te escuecen un pelín todavía la ausencia y el abandono, como cuando una cicatriz vieja se pone sensible. Hoy te cuesta escribir, pero escribes. Lo necesitas.
Hoy sigues extrañando a tu mamá. Recordándola el día de su cumpleaños (serían 88, como los que tiene Khenpo Rinpoché).
Hoy le deseas, como desde hace varios años, que encuentre la felicidad y esté libre de sufrimiento.
Hoy es agridulce, pero no tan agrio como antes.
Hoy, para celebrarla, le dejas unos plúmbagos (aunque el diccionario diga que no son esdrújulos) de Tepoztlán.
No me acuerdo cuándo fue la última vez que vi a Mausy. Seguro no fue placentero. Eso sí lo recuerdo, pues nuestra relación se había roto hacía ya un tiempo.
Pudo haber sido una de dos ocasiones: De pasada en el súper cerca de mi casa, cuando la vi en uno de los pasillos y me escabullí para no toparme con ella. O en Plaza Laurel, adonde había ido a por un helado con Santiago y una (entonces) amiga y una amiga de ella. Creo que nosotros cuatro ya estábamos sentados cuando los vimos llegar, a Mausy y a Leni. Mi (entonces) amiga sabía del rompimiento doloroso con ellos e hizo algún movimiento para protegerme y, en cuanto pudimos, nos levantamos y nos fuimos. El corazón me iba a mil. Recuerdo una mirada helada de Mausy, quizá era una mirada dolida, y una blusa blanca que llevaba con adornos azules y dorados como de oficial marinero.
Lamento que nuestra relación haya terminado de esa manera. Lamento no haberla visto una última vez en condiciones amorosas. Pero siempre le agradezco su generosidad y su cariño que se materializaron en el departamento que Santiago y yo seguimos considerando nuestro hogar. Aquí un fragmento de ese hogar:
de tarde en el comedor, con las plantas del balcón al fondo |
Y, como cada año, Mausy, te pienso en la fecha de tu muerte (porque es la única que conozco con certeza), te mando mis aspiraciones de felicidad duradera, y te dejo una flor de violeta recién abierta, en otro fragmento del hogar que nos regalaste. Gracias. Siempre.
con escrímuri y madreñas de fondo |
Una condición principal para nuestro egoísmo
interconexión arácnida |
Esta es Michi:
Hará casi 1 semana, Santiago y yo salíamos de la casa en la tarde y vimos un gatito pequeño agazapado en la tierra, debajo de unos arbustos en la pared de nuestro edificio que da al sur (creo). No lo habíamos visto por el vecindario. Nos acercamos y no huyó. Parecía acostumbrado a la gente, aunque también se veía asustado.
Teníamos algo de prisa, así que decidimos dejarlo en donde estaba y ver cómo iba la cosa a nuestro regreso. Para entonces ya no estaba donde lo habíamos dejado, pero algo nos hizo buscarlo por los alrededores, linterna (del celular) en mano.
Y lo encontramos, agazapado bajo el aguacate del lado norte (creo) del edificio. Determinamos que aún era bebé y estaba perdido. Le acercamos croquetas, pero se escabulló y se escondió abajo del audi del vecino antigatos. "Hay que sacarlo de ahí pronto", advertí.
Entonces recordé que yo tenía una foto de un minino muy similar en su balcón, la encontré y se la enseñé a Santiago. "Se parecen muchísimo", dictaminó.
Yo me puse a dar terapia en la compu, mientras él bajaba un platito con leche para intentar atraer al gatito. A media sesión, un toquido urgente en la puerta nos interrumpió. Me disculpé con la paciente, apagué micrófono y video, y abrí: Entró Santiago, levemente rasguñado, con el gatito en brazos. Acordamos que lo llevaría a su baño para evitar una posible confrontación con la Khandro. Yo me disculpé con mi paciente por la interrupción.
Tras la sesión, volvimos a ver la foto y confirmamos que era el mismo individuo. Santiago descartó una de sus dos posibles casas y en la que quedó, no abrían. Le preguntamos a Adrián, el guardia, si sabía algo de nuestros vecinos. Solo que no estaban. Confeccionamos un arenero provisional para la visita, le pusimos agua, más croquetas, atún y otra cajita y trapos para que se echara. Se fue calmando.
Y entonces empezamos a urdir explicaciones para lo acontecido. La más preocupante es que sus dueños se hubieran ido para siempre y lo hubieran abandonado. Tomamos turnos para estar con él en el baño. Nos alegró que comiera y usara la arena, tanto para sus necesidades como para jugar. Yo propuse dejarles una nota a los vecinos, pero Santiago fue de la opinión de esperar hasta el día siguiente. Nos pusimos a jugar cartas, prestando atención a los maullidos del huésped o a la ausencia de maullidos. Muy pendientes, pues.
Y entonces escuché ruidos en el pasillo frente a mi puerta. "Hay movimiento", dije y abrí. La vecina llegaba a casa con su hijo. "Tenemos a su gatito", dije, "lo encontramos perdido abajo y nos lo trajimos mientras llegaban. ¿Quieren pasar por él?". La mujer accedió sin apenas sorpresa (suponemos que Adrián, el guardia, la habría prevenido) y explicando que seguramente la mascota se había escapado cuando salieron en la tarde. Entraron, los llevamos al baño, el gato corrió, pero ella logró alcanzarlo antes de que entrara al estudio y lo cargó. El niño permaneció callado durante toda la operación, aunque se abrazó a su madre y al animalito.
"¿Cómo se llama?", pregunté. "Michi", respondió ella como avergonzada de no haberle dado un nombre más original. "¿Es gato o gata?" "Gatita." "¿Qué edad tiene?" "Como 3 o 4 meses." "Suerte que le había yo sacado una foto en el balcón", dije. "Sí, le da por subirse ahí también y me asusta", dijo. Y ya no hallamos manera de postergar la partida de Michi, la invitada que apenas cumplía una hora o así con nosotros.
"Adiós, Michi".
O sea, algo así como: Que te vaya bien. Cuídate. Te vamos a extrañar.
Y sí, el apego, puesto como un calcetín, ya empezaba a hacer de las suyas. A unos cuantos minutos de saber su género y su nombre, tocaba despedirse. Ya sin planes futuros ni conjeturas pasadas. Pero sí con ese dolor/incomodidad/tristecilla urdidos, nuevamente, por nuestra mente.
Pues eso, que ayer fue el bloguiversario número 13 de este espacio y hoy cumple un día más. Y siempre es tiempo para celebrarlo, digo yo.
El vocablo "trece" no tiene ninguna definición digna de mención, pero sí me encontré, en el diccionario de la RAE, con una expresión interesante:
estarse, mantenerse, o seguir, alguien en sus trece
1. locs. verbs. Persistir con pertinacia en algo que se ha aprendido o empezado a ejecutar.
2. locs. verbs. Mantener a todo trance su opinión.
Nunca la había escuchado, quizá se use más en España, pero durante el tiempo que estuve allá tampoco la oí. Pero me gusta la idea de persistir con pertinacia, que es una redundancia, porque "pertinacia" es también, en una de sus acepciones, "gran duración o persistencia". Pero bueno, así es la cosa cuando una se da a una tarea como la de escribir y compartir imágenes en un, en este blog.
La primera entrada fue, pues, el 8 de noviembre del año 2009 (mi hijo tenía entonces 13 años) y hemos seguido ininterrumpidamente (lo cual no quiere decir todos los días, pero sí varias veces cada mes: unos, más y otros, menos). Confieso que en el transcurso de estos años, más de una vez me he sentido tentada a tirar la toalla. Dudo de la relevancia del espacio o me decepciono cuando cae el número de veces que las entradas se ven. Alguna vez me propuse alcanzar cuando menos 10 vistas en cada entrada y, aunque es algo que no depende directamente de mí, se ha logrado. No me animo aún a subir el número a 20, pero lo cierto es que más de una entrada ha rebasado las 100 vistas y eso me parece increíble. (Menos mal, entre las 2,934 entradas publicadas, sin contar esta, y los 189 borradores de los cuales alguno verá la luz en algún momento).
Así que sí, me he mantenido en mis 13 y mi intención es seguirlo haciendo. ¿Hasta cuándo? Quién sabe. El tiempo y la vida lo dirán.
Y que conste que digo lo seguir en mis 13 en el sentido de perseverar en el esfuerzo y no en el de aferrarme a mis opiniones, que parece ser el uso más común de la expresión (según internet, claro). Si algo intento en el blog es justamente flexibilizar mi propia mente y mi manera de ver el mundo. A veces con más suerte que otras.
Y esta persistencia está sostenida tanto de mi lado —escribiendo, reflexionando, preguntándome, fotografiando— como del de quienes me visitan —leyendo, comentado, pasando en silencio, volviendo o no—. Sin ustedes —amigos, amigas, hijo, nuera, desconocidos, visitantes anónimas o exes de algún tipo— este espacio no podría sostenerse ni tendría sentido.
¡Gracias a todos, a todas, a todus!
Y para nosotras unas flores que me robé del puesto de siempre de vuelta a casa caminando:
No permitas que nadie te diga cómo debes verte o actuar solo porque eres un hombre o una mujer. Tienes un potencial inagotable que solo puede limitarse cuando crees que tu identidad social es quien realmente eres. Quien eres no es un objeto perfectamente medible. Hay tremenda elasticidad en quien puedes ser. Depende de ti decidir la forma que te das a ti mismo.
Día de Muertos en Tepoz |
Original en inglés y fuente, aquí. Traducción al español e imagen, mías.
Graciela, tu suegra, en brazos de Irene, su madre. Te identificas con la brutalidad de la mirada materna helada que ni mira ni ve. Tú y ella quizá se reconocieron, aun sin plena conciencia. Y se acompañaron, a pesar de los pasares. Hoy cumple años de muerta, aunque no te acuerdas cuántos. Y a su lado Judy, Judy Jones, la terapeuta que te salvó la vida hace 26 años y que se fue tan pronto, cuando una amistad apenas se vislumbraba.
Rosa, tu abuela Rosa, "abuel", como le decían tu hermano y tú. Su primera vez en tu ofrenda. Tu primera vez invitándola. Presencia imponente, constante en tus palabras, a pesar de su conflictiva relación con tu madre, como su madrastra. Querida, al fin y al cabo.
Tu tía Olga, tu queridísima y extrañadísima tía Olga. El amor más claro de tu infancia, el más incondicional, el que te salvó la psique. Para ella, sus Milky Ways favoritos y tu gratitud y tu amor. Siempre. Todos los días.
Tu abuela María Luisa y su tortilla de patata y el cocido de los martes y las historia de Avilés. No tan cercana, tenía otras obligaciones amorosas más urgentes, pero presente en tu padre, en ti, en tu hijo.
La otra María Luisa, tu tía Marisa, y su sonrisa y su fuerza imbatible para enfrentarse a la vida y todo lo que le trajo, lo feliz, lo trágico, lo imprevisible. Y trayéndola a ella, traes un poco a Goulvain, su hijo mayor, tu primo mayor, quien muriera apenas hace unas cuantas semanas. Que encuentren la paz y la felicidad duraderas.
Y tu madre, claro. Medio fantasmal como lo fue en vida. Nunca del todo aquí. Siempre con una carencia a cuestas. Marta (sin hache) Cecilia, nombre único que la separó de su propio linaje. Y junto a ella, tú, porque una muere y renace cada día también. Tú hace casi 30 años, el día de tu boda. Tan lejano. Tan pasado. Tan feliz. Hoy eres otra. Sigues buscándote y soltándote.
Y del linaje de las Adelas, Adela Foucher, tu bisabuela, a la derecha, y Adela Iduarte, tu abuela, la madre de tu madre, a la izquierda. Tu madre niña se esconde por ahí en brazos de su padre. De la bisabuela conservas el recuerdo del pan mojado en aceite de oliva con ajo. De la abuela, su imagen, las historias que te contaron y poco más. Murió joven. Demasiado joven.