viernes, 29 de noviembre de 2019

ayer en el metro


de ida al Hotel Kafka, me encontré
  • el comienzo de un relato: «Dile a tía Juli que no se preocupe, que si eso, yo voy a gastarle los dineros...»
  • a una niña pequeña, sentada en su carriola y perfectamente agarrada al tubo en el centro del vagón, tanto que había trozos de su manita donde la sangra no circulaba bien; además, le iba haciendo caras a su padre y él sonreía
  • un poema de Alfonsina Storni, que alcancé a leer dos veces, haciéndome cómplice del reclamo de la poeta frente a quien(es) la quería(n) blanca, nívea, pulcra, casta
  • una mujer, cuarentona quizá, con kindle en mano y la cara enmarcada por dos mechones de pelo azul
  • unos cascos, enormes, color rosa, en combinación ideal con un abrigo rosa, afelpado, calientito

y de vuelta
tras las primeras cañas con los compis del máster
pasada la medianoche
sintiéndome segura por las calles de Madrid
este tren que entraba en la estación (por el lado derecho, claro)




jueves, 28 de noviembre de 2019

sueño 19.


Otro sueño madrileño. Pesadilla casi.
Contigo. Otra vez. Qué cabreo (como dicen acá).
Conmigo.

Ibas a México. Te veías como hace treinta y pico de años, pero adentro vivía tu yo de hoy. Intentábamos conectar. No se podía. (Qué sorpresa.) Finalmente, confesabas que nunca me perdonaste aquel primer abandono. 

Cuando buscaba maneras de engancharnos, una avión enorme se estrellaba, sin hacer ruido, a unas calles de donde estábamos.

¿Madrid? ¿Ciudad de México?

Algunas amigas, más de feisbuc que de la vida real, me aconsejaban seguir adelante.

Había que atender a los heridos del choque. Me frustraba no poder arreglar las cosas. Tú pasarías la noche en un hotel del aeropuerto, en tu propia ciudad, antes de volver a casa.

Así la pesadilla madrileña.
Qué coraje (como dicen allá).
Con mi inconsciente. 
Tal vez siga procesando.
Habrá que soltar y dejarlo hacer.

martes, 26 de noviembre de 2019

un aparador


en España es un escaparate




como este que me encontré en la calle de Fuencarral en Madrid hace una semana

escaparte u aparador, o sea, ese espacio exterior de las tiendascerrado con cristalesdonde se exponen las mercancías 
que tiene la magia del vidrio aunada a la magia del espejo y, así, en una misma toma (cortesía de mi nueva camarita rosa) te regala flores y frutas junto a edificios y balcones, y, de pilón, tu propia imagen en un selfi involuntario

lunes, 25 de noviembre de 2019

la ducha


vista panorámica


Aquí la gente no se baña. Ni se da un regaderazo. Aquí se duchan. En unos espacios increíblemente estrechos e incómodos. Dentro de un plato de ducha, que medirá 50 por 70 cm. Exagero. Internet dice: 120 x 70 cm. (Claro que también hay bañeras, nuestras tinas, pero parece que son menos comunes. Yo me duché en una el año pasado en casa de mi amiga Joana en Barcelona.)

La ducha en casa de Ana es una verdadera tortura. (Menos mal que no soy de bañarme diario.) No hay llaves en la pared. Hay una columna de madera con unos discos selectores casi imposibles de mover, peor, claro, si tienes las manos mojadas.

Eso sí, hay por lo menos dos opciones de instrumentos para bañarse: Está la ducha de teléfono, que se descuelga para pasártela por todo el cuerpo mientras haces malabares con la mano libre y el champú y el jabón (que vino de México porque acá todo es gel de ducha). Luego está la ducha de alcachofa, o sea, la fija que termina en esa esfera que nosotros llamamos cebolla. Esta también se ajusta: lluvia o masaje, por ejemplo. Y cuando me decidí a probarla, me sentí más en casa, con todo y las decisiones (demasiadas) que hay que tomar para darse el dichoso regaderazo.

Además, en la columna esa de madera hay unos círculos de los que, se supone, salen chorros para masajear la espalda, e incluso una tablita de madera donde te puedes sentar para disfrutarlos. Yo no me he animado a hacerlo todavía. Ya un logro es poderme secar lo suficiente antes de abrir las dos puertas corredizas y acabar el proceso afuera, donde en realidad no hace frío porque la calefacción del cuarto de baño va a tope y no se puede hacer nada para bajarla (dice Ana).

En fin, que como mr explicaba una paciente hace algunos días, todos estos detalles, aparentemente insignificantes, son los que se juntan para dar esa sensación de estrés o ansiedad conocida como shock cultural o de transición.

Resulta que el proceso de adaptación, cuando te mudas de cultura (por más parecida que pareciera ser a la tuya) consiste en ir enfrentando una serie de topes que, de pronto, llevan a un nivel de insatisfacción que te saca de onda. Luego se pasan y te sientes bien otra vez. Y el proceso se va repitiendo en forma de gusano, es decir, con subidas y bajadas.

 Sin duda que escribir sobre ello ayuda a irlo superando.


detalles

domingo, 24 de noviembre de 2019

Para mi tía Olga


En enero de este año, me encontré un clavel. En el jardín de doña Pina. Faltaban muchos meses para el cumpleaños de mi tía Olga, pero lo fotografié y se lo guardé. Por fin le había encontrado su flor favorita.  


Hoy no tengo que salir a la calle a buscárselo. Hoy me quedo en casa, mirando por la ventana. Hay resolana. El cielo está blanco de nubes y hay viento. Poco. Las hojas, amarillas y cafés, tiemblan. Algunas caen y van danzando en el aire hasta llegar al piso. Me encantaría capturar alguna con mi cámara. En ese viaje.

Y te extraño, tía, como siempre. Durante tantos años. Extraño tus consejos, aunque a veces fueran extremos. Extraño nuestra confianza. Extraño tus cafés con leche y tu salsa de tomate verde, tus tostadas y tu tinga. Los jueves de comida en tu casa. Extraño el espacio seguro de tu amor. Y lo tengo dentro. Ese lugar calientito donde soy como soy y está bien.

Te beso. Te abrazo. Te recuerdo.

sábado, 23 de noviembre de 2019

Para doña T


Hoy hace un día hermoso. Lleno de sol. Y tengo a doña T, la mamá de mi comadre, Teresita, en mi mente, desde temprano. La recuerdo en especial el día en que murió porque es el día que queda entre los cumpleaños de mi mamá y de mí tía Olga y, así, hago una tercia de cariños. 

Pensar en doña T es suave. Y luminoso. Como el día de hoy. Su presencia —tranquila y un pelín triste de pronto— era un remanso de paz. De confianza. De hogar. Porque en Chimal, donde vivió muchos años y donde murió, su casa sigue siendo uno de los hogares con que contamos Santiago y yo. Y ella siempre está, aunque ya no esté.

La semana pasada, Santiago y Yare estaban de visita allá y, junto con María Eugenia, se conectaron conmigo por videollamada. Entre otras cosas, me comentaron que habían respetado mi lugar en la mesa (donde comemos y jugamos continental) y mi taza (supongo que la blanca con plato propio que me encanta para el café). Y ese lugar en la mesa es donde se sentaba doña Teresa, lo cual es un honor para mí. Digamos que se lo cuido cuando estoy allí y me lo cuidan cuando no estoy. Y todo eso, y mucho más hace que Chimal, Tlaníhuitl, sea nuestro también.

Hoy, para doña T, estas rosas del parque del Canal de Isabel II,
que me recuerdan a las de su jardín.
Y mi cariño.
Siempre.




viernes, 22 de noviembre de 2019

Pensando en mi ma


porque hoy cumpliría 85 años.

Si pudiera, le contaría que hoy salí a la calle con la intención de encontrar alguna flor para fotografiar y ponérsela de regalo. Pero me encontré con lo que, yo creo, ha sido el peor clima que me ha tocado en Madrid, desde que llegué hace un mes y un día. Muy desapacible, como dice Ana. Y flores, ninguna.

Llovía. Y salí sin paraguas, porque no me gustan los paraguas y, hasta hoy, la lluvia había sido muy fina. Pero después de caminar poco más de una cuadra, ya empezaba a sentir cómo se iba empapando el gorro y la chamarra, también. Entonces decidí volver a casa y cambiarme de gorro, tomar la chupa morada de Ana y un paraguas.

Así, me volví a lanzar. Mucho mejor. Como tenía ganas de un café, me aventuré a la Cafetería Espasa. Entré, me senté en la barra y pedí un café con leche. Pasados un par de minutos, me di cuenta de que solo había hombres, que se conocían, y que yo no pintaba nada ahí. Un habitual, supongo, entró y el que parecía el dueño le preguntó si llovía. El habitual contestó que no. Pero lloverá, añadió. Yo, que había dejado el paraguas bastante mojado en el piso, me quedé pensando qué querría decir con aquello de que no llovía y que llovería después.

Como llevaba mi kindle, lo saqué buscando refugio, pero la batería se había agotado. Entonces, me seguí tomando el café, que estaba buenísimo eso sí, y debatiéndome entre si pedirme un cruasán para acompañarlo o no. Al final, solo pregunté cuánto debía, pagué y me fui con la resolución de no volver.

De ahí me fui a la farmacia, donde no encontré lo que buscaba, pero me prometieron conseguirlo para esta tarde. Y entonces me pasé al Supercor y me tomé mi tiempo, intentando seguirme familiarizando con el espacio, los productos, la gente. Lo más difícil es la caja. Todo el mundo va tan rápido que cuando estás acabando de pagar, ya le están marcando los productos al siguiente cliente y sus cosas empiezan a mezclarse con las tuyas antes de que hayas podido meterlas en una bolsa.

Pero sobreviví. Y volví a casa un poco más entonada que de mañana, aunque, en el más puro estilo romántico, el cielo gris y la lluvia eran un poco reflejo de mi ánimo.

Y, bueno, como no le puedo contar a mi ma todo esto, ni tampoco que estoy viviendo en Madrid, ni que Ana me ha hospedado en su casa, ni que el proceso de adaptación de pronto es complicado y amanezco con migraña, pues le dejo esta foto muy otoñal de hojas y lluvia en el suelo madrileño, junto con un beso y un abrazo llenos de añoranza, pero también de aceptación, de que las cosas fueron como fueron y, con todo y todo, hay cariño que también sobrevive a los cielos grises y la lluvia:


miércoles, 20 de noviembre de 2019

Ade, Adela, Adelita


Seguimos con el asunto de los nombres, ahora desde otra perspectiva. La muy personal: Mi nombre, que resulta que no es ni único ni singular.

Y es que Ana, en su casa, me llama con tres variantes diferentes que me remiten a diferentes personas, dentro y fuera de mí, en diferentes etapas de mi vida.

A veces, soy Ade. Así me decía mi padre. Así me siguen diciendo mis amigas de la infancia, a saber Pilar y Natasha. Cuando alguien más lo usa, me suena como impostado. Cuando Ana lo usa, me suena cariñoso y cómplice. Aunque ella no sea muy expresiva. (Aún no sé si ese es el carácter español o el carácter individual de ella o un poco de los dos.)

Otras veces, soy Adelita. Las menos, por fortuna, porque es el apelativo que menos me gusta. Me recuerda a mi mamá cuando estaba enojada o descontenta conmigo. Ana lo suele usar cuando hay alguien más presente (la señora que ayuda con el aseo o su hermana o alguna sobrina). Quizás le sale cierto instinto maternal. Pero yo siento que le está hablando a una niña que no soy yo (porque eso sí, de mi niña interior ya me encargo yo sola).

Y otras más, soy Adela. A secas. Aunque, en general, mi nombre así, completo, sin diminutivos ni apócopes, es la forma en que más me gusta que me llamen, en boca de Ana suena súper seco. Me da la impresión, ahí sí, de que está enojada o de que algo no le gustó o le molestó y no lo dice explícitamente. Igual no es así, pero lo que sí sucede es que se abre una distancia entre nosotras, un alejamiento, que no siempre entiendo y que tampoco he descifrado cómo manejar.

Lo bueno es que tengo 8 meses por delante para descifrar eso y mil otros aspectos de lo que hoy (gracias a una paciente) empiezo a entender como un shock cultural o de transición
(más sobre esto, próximamente).

martes, 19 de noviembre de 2019

Para Mausy


Este año, el aniversario de tu muerte me agarra del otro lado del Atlántico. En Madrid. Y te recuerdo. Y te agradezco. Como cada año. Hoy con estas flores que en pleno invierno, o casi, adornan las inmediaciones de la Torre Picasso:





Y te cuento que hoy puedo estar acá porque «el nido» que nos regalaste a mi hijo y a mí hace 14 años se ha quedado lleno: con él, con su novia, con el hermano de su novia, con el joven profe que me sustituye en la escuela, con la Ñaña y con la Khandro y con la calidez, el amor y la confianza que allí hemos ido depositando durante estos años. Lamento que, en vida tuya, nuestro cariño se resquebrajara, pero está segura de que tu generosidad y tu visión han sido fundamento esencial para nuestra vida. Para mi vida hoy en Madrid, con la conciencia de esas raíces plantadas en La Arboleda.


Gracias, Mausy. Como siempre, gracias.

lunes, 18 de noviembre de 2019

las calles aquí


son de alguien, de la persona (o institución o lo que sea) en cuyo honor se han nombrado.

O sea, cuando te dan la dirección de algún sitio, o la buscas en internet, suele aparecer la preposición de. Y eso seguro cuando te detienes a mirar alguna esquina para averiguar el nombre de la calle por donde estás transitando. Y no es que esto implique una gran diferencia con la manera en que se nombran las calles en mi tierra, donde no se usa el de, pero da un sentido de pertenencia, de honor a quien honor merece, que a mí me gusta. Sobre todo cuando se trata de algún personaje a quien se le reconoce, además, la vocación, como es este caso:




También me he enterado que a esta calle (antes del General Haya, un aviador del bando nacional durante la guerra civil), como a varias otras y siguiendo los lineamientos de la Ley de Memoria Histórica, se les ha cambiado al nombre para acabar con los vestigios franquistas, recuperando sus nombres originales.

Esto daría para una reflexión mucho más larga sobre lo que implican los nombres (las etiquetas) y sobre el dolor que persiste en las cicatrices (o en las heridas que no acaban de cerrar).
Pero ya lo dejaremos para otro día.

viernes, 15 de noviembre de 2019

en la Plaza de los Carros

ayer, 14 de noviembre
cerca de las 7 de la tarde

Un bar casi sin luz. Pido un café cortado largo de leche, que ni siquiera sé si existe. ¿Se lo pongo en taza grande? Vale. Usted me dice cuánta leche. Más. Un pelín más. Es más bien un café con leche. Está bueno. Me siento en una silla-banco cerca de la ventana. Estoy sola pero no me siento sola. O estar sola no me hace sentir mal. Sigo bebiendo. La música está muy alta. Pero me gusta. No hay más clientes. Solo los dos meseros que, desde la barra, me miran. A veces. Es como un sueño. Ojalá me diera cuenta que es un sueño. Y entonces podría despertar. Hay atisbos. Como las luces de colores que se reflejan en los cristales.

I've been watching. I've been waiting. The shadows.



miércoles, 13 de noviembre de 2019

* * * * * 1:0: :a:ñ:o:s * * * * * y 5 d:í:a:s:

cielo madrileño











Pues increíble, pero cierto, hace 5 días, el 8 de noviembre, fue el cumpleaños número 10 de este blog. Sí. Diez años de estar al aire ininterrumpidamente, como quien dice. Pero con eso de que, por lo pronto, vivo del otro lado del Atlántico (o de este lado, pues), aunque tenía presente la fecha desde hace semanas (incluso meses), el mero día me olvidé por completo del aniversario.

Pero eso no quita que hoy me tome el tiempo para celebrar la primera década de estar alimentando este espacio virtual, uno de los sitios donde más libre soy. Libre porque comparto lo que se me da la gana y no me tengo que atener a las indicaciones ni a las necesidades ni a las normas de nadie más. Por otro lado, saber que hay quienes (conocidos y desconocidos) me leen y, a veces, me comentan me alienta a dedicarle tiempo y energía y pasión y reflexión. Y me mantiene conectada con el mundo de una forma especial: con nombre para quienes me conocen y anónimamente para quienes no saben quién soy.

Sobre todo, me mantiene conectada conmigo misma: con lo que me gusta y lo que no; con lo que descubro dentro y fuera de mí; con mis miedos y mis ilusiones; con mis partes luminosas y con las oscuras; con mi parte políticamente incorrecta (creo que no tengo una que sea correcta, o más bien opto por evitarla). Hace unos días, un amigo mexicano con quien me reuní aquí en Madrid me dijo que le sorprendía que me abriera tanto en mis entradas en el blog y llegara a ser tan personal. La verdad es que nunca lo había pensado en esos términos, pero me reconocí en lo que él describía y me gustó que así me leyera. En realidad, no podría hacerlo de otro modo. (¿Para qué?)

Como celebración un pelín tardía del bloguiversario, Madrid me regaló ayer y hoy unos días espléndidos, de sol, de cielo azul azul, quizá el mentado veranillo que nos debía San Martín (aunque ya para mañana se anuncie un frío "de navidad"). Y yo sigo mapeando "mi barrio" y sus alrededores y descubriendo y nombrando calles, cines, centros comerciales y edificios, como la Torre Picasso, detrás de la cual brillaba ese sol casi invernal, que aún llega a calentar si le das chance:




martes, 12 de noviembre de 2019

sueños 17 y 18.


Anoche volví a soñar, en cama ajena, en casa ajena, en continente ajeno.

El primer sueño que recuerdo de este lado del Atlántico fue bastante aterrador: Estaba en México, en Morelos, y me emocionaba ante una vista preciosa, brillantísima y nítida, del Tepozteco. Cuando pensaba en ir por mi cámara, comenzaba un terremoto (o algo parecido). Todo se movía y había un alud de tierra y piedras que se llevaba todo por delante. Yo iba sobre una piedra, en una suerte de montaña rusa espeluznante, a una velocidad aterradora. Había más personas conmigo, pero sobresalía entre ellas Alejandra, directora de la primaria en la escuela donde trabajaba en Cuernavaca. Una vez que el movimiento terminaba, mirábamos hacia atrás, que resultaba ser hacia arriba, y veíamos la ruta de la destrucción y nos preguntábamos cómo podríamos hacer el camino de vuelta, si es que había camino de vuelta. Cuando empecé a preguntarme, además, cómo encontraría a mi hijo, me desperté (por fortuna) y, calificando mi sueño de pesadilla, decidí moverme, incluso levantarme, para después volverme a acostar del lado opuesto del cuerpo para evitar retomar la pesadilla.

Anoche, en cambio, el sueño fue más plácido. Estaba en casa (que no era mi casa, claro). Por ahí andaban Santiago y las gatas. Y entraba un colibrí, más grande que los colibrís comunes y de colores más bien pastel, pero tornasolados. Lográbamos, no recuerdo bien si Santiago o yo o ambos a la vez, atraparlo y sacarlo fuera del cuarto (parecía más bien una terraza). Pero el colibrí volvía a entrar. Quería estar con nosotros (o acompañado al menos). Nos preocupaba que alguna de las gatas, la Khandro sobre todo, pudiera atacarlo. Volvíamos, pues, a agarrarlo. Entonces yo lo sostenía entre mis manos, para protegerlo del instinto felino, e intentando no lastimarlo. Y pensaba que necesitaba beber agua. Santiago quería darle caldo de frijol y yo no me lo podía creer y le decía que no, que eso le provocaría gases. Que necesitaba agua agua. ¡Por dios!

Y entonces llegaron los crujidos del piso de madera de casa de Ana y no supe qué fue del colibrí.

Quizá esté mi inconsciente procesando así los cambios.
Quizás.

lunes, 11 de noviembre de 2019

f r í o ❄️



Hoy 11 de noviembre es el día de San Martín, que dicen por acá que suele traer su veranillo, o sea, una pausa de buen tiempo antes de que se suelte el invierno de verdad (Indian summer lo llaman en Estados Unidos). Pero este año, al santo incluso el sol se le escapó. (Será el resultado de las elecciones generales de ayer, diría algún amiga...)

Ya desde la semana pasada, se sintió cambiar el tiempo. Yo cerré la ventana, que mantuve abierta durante mis primeras dos semanas en Madrid. Y me puse una mantita, delgada pero caliente, además de la sábana. Por las noches.

Y gracias a una de las cuatro Marías compañeras del máster, que dice ser muy friolera (sensible al frío, pues) incorporé el gorro a mi atuendo. «El frío se mete por las orejas», me dijo y qué razón tenía. Cuando me planté el gorro, el frío, en efecto, fue mucho más manejable.

Incluso con esa llovizna helada del sábado por la tarde, cuando salí al cine con Ana y su amiga Mili. Y, ayer, domingo que salimos a dar un paseo por Paseo de la Habana y había sol, pero del que no calienta (casi) nada (me impresiona muchísimo ese fenómeno achacable a la latitud, creo). Y el viento cortaba de frío. Mi cabeza iba protegida y mis pies, con doble calcetín (también buena estrategia), pero mis manos, no y volvieron a casa medio entumidas.

Es interesante cómo aquí la gente no piensa tanto en el frío. Lo siente, lo comenta, pero lo afronta por instinto (como me lo hizo ver otra compañera, Atalanta, a quien le llamaban la atención mis reflexiones sobre la ropa y la temperatura.) Yo, hasta ahora, lo he disfrutado (y eso que siempre he sido también muy «friolera»), porque es una experiencia muy nueva y aún emocionante.

Aquí, con mi cara de invierno y Ana, con su cara de «pero qué hace esta tía»:

en el vestíbulo de «casa»
con los buzones de fondo


viernes, 8 de noviembre de 2019

cosas que se viven en el metro de Madrid

  • Aquí los trenes corren al revés. 
Al revés respecto a los trenes en la Ciudad de México, pero respecto, creo, al sentido común. En México, tú llegas a un andén y sabes que el tren entrará por el lado izquierdo y luego correrá hacia la derecha, hacia donde sabes que está tu destino, ¿no? Pues en Madrid, estás parado en el andén y el tren entra por el lado derecho y corre hacia la izquierda. ¿Será alguna influencia británica? Ni idea. Pero eso sí, yo aún no tengo claro para dónde voy, en qué sentido, pues, ni ubico hacia dónde está mi destino. Menos mal que las estaciones tienen nombre, aunque no tienen pictograma, como en México.

  • Dentro del vagón, igual te encuentras a un tío (un güey, diríamos allá) que se queda parado de espaldas a la puerta, recargado en ella y jugando Candy Crush (o algo similar) en su celular (su móvil, dirían aquí) como si tal cosa.
Es cierto que suele bajarse del vagón cada vez que el tren llega a una estación y, cuando ha entrado la gente que esperaba allí, se vuelve a colocar en el mismo sitio. Como si tal cosa. Qué caradura, pienso. (Y, quizá, pienso más en castellano que en mexicano, de pronto.) En México, no recuerdo haber visto esta variedad. Con tanta gente que entra y sale, desde luego quedarse en la puerta no es opción.

  • En los trenes, aquí, te van avisando cuál es la siguiente estación. A dos voces. Un hombre y una mujer.
Pero no hay que fiarse del todo que, a veces, avisan y otras, no. O luego te pasa, como me pasó a mí en la línea 10, la de "casa", que el hombre y la mujer iban equivocados y adelantados una estación. Lo bueno es que iba yo bien atenta y me di cuenta (pillé) el error. Se ve que hubo algunos otros pasajeros que lo notaron y otros más que ni cuenta se dieron, pero, gracias a la fuerza de la costumbre, se habrán bajado donde los tocaba. O no.

  • Para el día de Halloween, hubo quien se disfrazó y se trasladó en metro a alguna celebración. 
Los más memorables: una Maléfica como de dos metros de altura y pelo dorado y una chica mucho más menudita, con el maquillaje justo para parecer algo: gato, bruja, calavera...  

  • En algunos vagones, hay fragmentos literarios, como uno de Ignacio Aldecoa, que leí en mis primeros días.
Pocos los leen y, la verdad, los textos no están situados en los sitios más accesibles ni con la letra más legible. He alcanzado a leer trozos de García Lorca y de Valle Inclán. (Recuerdo que en el metro en México, hace años, me topé con un poema de Efraín Huerta.)

  • Que casi todo el mundo vaya con el celular en la mano, no es sorpresa.
El mismo hábito aquí que allá o que acullá: no estar uno donde está. Mejor chatear con alguien que está en otro sitio o llenar palabras en crucigramas virtuales o ver posts de cualquier red social que intercambiar una mirada o una sonrisa con un vecino de vagón. Aquí, además, los móviles se pueden cargar, no solo en los andenes de algunas estaciones, sino en algunos vagones también. (Así, sorpresivamente, entablaron una conversación unos chicos jóvenes, hombre y mujer, hace algunos días.)

  • En los trenes aquí, las puertas no se abren solas.

O bien hay unos botones verdes grandes, justo donde las dos puertas se tocan (hay que apachurrarlos desde dentro o fuera del vagón, solo cuando se ha iluminado a su alrededor una serie de foquitos de colores), o bien, hay unas palancas (creo que esas solo están por dentro) que hay que subir una vez que el tren se ha detenido en el andén. Al principio, me daba un poco de ansiedad o que no abrieran las puertas o tener en mis manos la responsabilidad de liberar a quienes quisieran bajar del vagón. Ya se me ha ido quitando, aunque he descubierto cierta intranquilidad, o impaciencia, también en otros usuarios al lidiar con los botones o las palancas.

Así, algunas cosas que se viven en el metro de Madrid.

martes, 5 de noviembre de 2019

paréntesis


Hoy suspendemos el discurso madrileño por un momento, para reflexionar sobre algo ligado a Cuernavaca. 

Resulta que el domingo 6 de octubre salí de paseo con mi amiga Evelyn. Fuimos al centro de Cuerna y me ayudó con las últimas compras, de regalos y de ropa y de unos aretes y de un cuaderno, antes del viaje. Cuando íbamos de vuelta al coche, nos encontramos con esta imagen pegada sobre una caja metálica adosada a una pared callejera. Le pedí a Evelyn que se detuviera para que yo pudiera sacar la foto y, además, me ayudó sosteniendo con sus deditos una de las esquinas que ya se había empezar a desprender:



Al día siguiente, subí la foto a mi feisbuc con la leyenda: "hallazgo ayer en el centro de Cuernavaca". Vi que a algunas amigas les había gustado, que algunas habían hecho algún comentario, y fin del asunto.

Y entonces me vine a Madrid y me conecté a mi compu y empecé a notar que, en el feisbuc, había un sinfín de notificaciones sobre gente que había reaccionado a esta foto, la había comentado o la había compartido. Eran más de mil. Algo que en mi vida me había pasado. ¿Sería esto la tan mentada viralización?

Mi primera reacción fue de sorpresa mezclada con susto. ¿Qué había hecho yo para que esto sucediera? Pues nada, compartir una foto. Y entonces empecé a ver que la mayoría de las interacciones con la imagen eran, por supuesto, de personas que yo no conocía, ni de nombre, vamos. Se había hecho una red, cuyo origen no podía yo determinar (ni falta que hacía en realidad).

Después empecé a leer algunos de los comentarios y, entonces, mi reacción fue de horror. 

Un montón de personas desconocidas eran capaces de decir unas cosas espeluznantes, más allá de lo misógino, y enraizadas en una ignorancia profunda. Por fortuna, luego vi que los autores de estos comentarios no eran, ni de lejos, mis amigos. Pensé también que tendría yo que decir algo y, casi de inmediato, me di cuenta de que eso no tenía ningún sentido. La red estaba viva y había, también, gente que había entendido el sentido de la foto. Me pasó por la mente quitar la publicación, pero también desistí pronto. Y dejé que el asunto fluyera. (Lo comenté con mi hijo por teléfono,quien también se mostró sorprendido, y nada más.)

Hoy, a casi un mes de haberla colgado, esta foto tiene 1,800 reacciones (y aún se le van sumando más). De estas, ha recogido 1,200 "me encanta" (lo cual es esperanzador, me parece) y de estos, solo 14 corresponden a amigos y amigas míos; 421 "me gusta", de los cuales 8 los dieron amigos; 179 "me divierte" (que me resultan los más perturbadores), entre los cuales no hay amigos; 6 "me asombra" (uno de una amiga); 3 "me enoja" de 3 mujeres desconocidas, y 2 "me entristece" de otras 2 mujeres desconocidas.

Además, cuenta con 325 comentarios (de los cuales leí poquísimos) y se ha compartido 9,600 veces (lo cual, me imagino, ya se va acercando a una viralización, discreta, pero en forma). Y visto así, en cifras, parece que lo que a mí me llevó a hacerle una foto al cartelito, sí que se se difundió a través de la red, con todo y los detractores.

En fin, un fenómeno sorprendente que me ha dado una probadita de lo que sucede en internet más allá de nuestro control y de la responsabilidad que subir cosas a la red implica.

sábado, 2 de noviembre de 2019

Día de Muertos 4


Hoy es Día de Muertos, mi celebración predilecta, y lo paso, por primera vez, lejos de casa. No solo eso, sino que estoy a miles de kilómetros de distancia. Del otro lado del Atlántico. En Madrid.

Acá a los muertos ni se les espera ni se les celebra. Apenas se les nombra. El festivo fue ayer, Día de Todos Santos. No hubo escuela ni trabajo. Pero tampoco ofrendas, ni cempasúchiles, ni tamales, ni papel picado, ni calaveritas de azúcar, ni chilacayotes. Ni nada de nada.

Hoy menos, que ya es un día normal otra vez. Parece que hay gente que suele ir al cementerio, pero de fiesta y celebración, nada. Nada de nada.

Y yo, hoy a mis muertos, los siento lejos. Me consuela que podrán ir de visita a mi casa, donde Yare y Santiago dijeron que montarían un altar muy bonito (que espero ver virtualmente al rato). Y se encontrarán, quizás, con un caballito de tequila o una copita de oporto, un buen pan de muertos (¡qué antojo!), algún cigarro (para mi mamá y mi tía Olga) y alguna otra comida de esas que les gustaban.

También están cerca mis muertos, sobre todo mi padres. Porque ando acá, en las tierras donde nació él. Porque me acoge Ana, que fuera amiga de ambos. Las dos los recordamos. Se aparecen en nuestras conversaciones. Con todo y la ambigüedad en los sentimientos. En mis sentimientos.

Y puestos a hablar de muertos, pienso, recuerdo, añoro, extraño a mi tía Olga. Y a Dasha. Sin ellas, mi paso por el mundo habría sido mucho menos cálido. Mucho menos luminoso.

Y echo de menos a Ma. Eugenia, mi comadre, que está vivita y coleando, eso sí. Con ella hemos compartido la celebración a nuestros muertos durante muchos años. Y a doña T, que también irá de visita hoy a su Chimal querido, guiada por el camino de pétalos de cempasúchil que Ma. Eugenia habrá puesto para guiarla hasta el altar.

A mis muertos hoy, los celebro con lo que hay, con estas rosas que me encontré paseando ayer en el Parque del Oeste: