sábado, 29 de febrero de 2020

Año bisiesto


En el Retiro













1. m. año que tiene un día más que el comúnañadido al mes de febrero.

Ni más ni menos. Siempre, desde niña, me ha llamado la atención eso de tener un 29 de febrero, aunque llegado el caso, no le haya dado mayor importancia. (Me solía preguntar, por ejemplo, cómo celebra su cumpleaños quien nace en un día como hoy.) Sin embargo, desde hace 24 años, el año bisiesto adquirió un sentido más porque mi hijo nació en uno de esos años con 29 de febrero. Entonces, cuando cada cuatro años vuelve a pasar, yo me vuelvo a acordar del año en que él nació y eso lo hace especial para mí, como si fuera un poco más nuestro. Y este año se me antojó consignarlo.

Por otro lado, averigüé aquí que, además de que cada 4 años se añade un día para corregir el desfase que existe entre la duración del año trópico (365 días 5 h 48 min seg)  (365.242189 días) y el año calendario de 365 días (es decir, que cada año calendario se nos acumula un cuarto de día), también hay que hacer otro ajuste: Si fueran bisiestos todos los años divisibles entre cuatro (como lo eran en el calendario juliano), cada 500 años más o menos, habría un desfase a la inversa de otros 4 días. Así que el calendario gregoriano determinó que para que los años seculares (como el año 2000) fueran bisiestos, tendrían que ser divisibles entre 4 y entre 100 (como el año 2000), lo cual asegura que se eliminen como bisiestos 3 de cada 4 años seculares.

Actualmente sucede también que los bisiestos son años olímpicos, lo que me recuerda haber visto alguna competencia mientras estaba embarazada de mi hijo. Curiosidades sobre el tiempo que aún creemos que existe en realidad. 

Y hoy no solo es 29 de febrero, sino que es esa época del año en que del otro lado del mar estarán en pleno florecimiento las jacarandas, mis árboles favoritos. Extraño su color morado y el olor de sus flores cuando, ya en el piso, empiezan a llenar el ambiente con un aroma dulzón. Me parece increíble no estar allá para verlas ni para fotografiarlas. Aunque igual de sorprendente, bueno quizá un pelín menos, es ver los árboles que de este lado del mar se llenan de flores blancas o rosas o casi rojas, sin el aroma ni el color de las flores de jacaranda, pero con su propio encanto.

Para muestra, la imagen que abre este entrada
y estos dos árboles que me encontré paseando ayer:

En la Calle de Padre Damián


lunes, 24 de febrero de 2020

Criaturas 2


Hoy es Losar, al Año Nuevo Tibetano.
Comienza el año del Ratón de Metal.
Comienza un nuevo ciclo del horóscopo lunar.
Yo comparto otra de las criaturas que me han nacido estas semanas,
que bien podría ser una emanación del ratón que nos acompañará este año,
con el anhelo de que la ecuanimidad, el amor, la compasión y el gozo
se manifiesten en todos los rincones del universo. 🌒


Quepo
El quepo es primo hermano del vécoco. Es un ratón de campo, pero tiene la particularidad de que su cola nunca deja de crecer. Con ella se impulsa y alcanza alturas insospechadas. Por eso hay quien lo confunde con una estrella fugaz o un cometa. Su lugar predilecto para esconderse es el cajón de la cocina. Allí se queda agazapado, hasta que alguien se pone a buscar una cuchara o un sacacorchos y entonces el quepo sale disparado. Con su salto deshace los sustos anudados en las gargantas durante generaciones y los convierte en polvo de estrellas o en cosquillas. Aunque sabe disfrutar un ozalí o dos cuando los encuentra, su comida favorita son los dudus. Cuando te encuentres con un quepo, no hace falta que hagas nada. Solo saborea su presencia. 🐁

Dudus
Los dudus pueden ser raíces o insectos, según se despierten. Cuando amanecen raíces, les quedan alas vestigiales de su otra vida. Cuando amanecen insectos solo son insectos y su vida es corta, como las flores de un día. Pueden tener colores vistosos, pero en un solo tono: violeta, ocre o turquesa. Siempre saben a tierra mojada. A veces, dejan un regusto a jengibre o a luna en los bigotes de los quepos. 🎋

viernes, 21 de febrero de 2020

Crónica de un domingo 3 (sola en Madrid)


El pasado 16 de febrero, domingo, tenía plan para comer con una amiga, pero al final ella no pudo. Mis alternativas eran quedarme en casa (y arriesgarme a que me invitaran a comer con la familia de mi anfitriona, o no) o salir yo sola. Preferí lo segundo y me armé un plan que empezaba en el Templo de Debod, aprovechando que hacía buen día, pasaba por The Fix, una cafetería genial adonde me llevaron Itzel y Carlos antes de marcharse de Madrid, y luego, un cine. Claro.

Cuando me empecé a arreglar, se me bajó un poco el ánimo. Que si la soledad esto. Que si la soledad aquello. Pero me seguí preparando. (Sabía que la opción de quedarme podría terminar en un clavado en la desolación que sería mucho peor.) Ya lista me enfilé al metro Bernabéu, ahi justo enfrente del estadio. No tenía que hacer cambio de línea, sino unicamente ir en dirección Puerta del Sur y bajarme en Plaza de España. (Me encanta saber moverme en Madrid.)

Llegando: Al fondo, los portales del templo 
Y de Plaza de España al templo que llegó de Egipto como donación de aquel país por la contribución financiera y científica de España a la campaña de Salvamento de Nubia, el trayecto fue más corto de lo que parecía en googlemaps. Al llegar al alto donde antes se encontraba el Cuartel de la Montaña, junto al paseo del Pintor Rosales en el Parque del Oeste, vi que había personas dentro del área del templo y dentro del templo mismo. Así que hoy se puede entrar, me dije, y entonces me percaté de la cola que había que hacer para lograrlo. Y decidí hacerla. Quién sabe cuándo tendría otra vez la oportunidad y el tiempo se va como agua. Así que me formé y empecé a esperar.

Uno de los tres guardias apostados frente al templo se encargaba de dejar pasar 15 personas o así cada 10 minutos más o menos. Otro sonaba un silbato cada vez que alguien pasaba al área del templo sin hacer la cola para indicarles que se salieran. Y el tercero, solo dios sabe. Alguien dijo que el tiempo en la cola sería de hora y media, pero en realidad fueron como 40 minutos.

Sofía, junto al no espejo de agua
Delante de mí esperaba una familia con dos niños pequeños como de 4 y 5 años, más o menos: Samuel y Olivia, que estaban bastante inquietos. En un primer momento, la madre les dio un refrigerio, sentados junto al césped, mientras el padre permanecía en la cola. Un rato después, la madre se unió al padre en la cola mientras los niños correteaban por ahí, comían un plátano una mordida a la vez cada uno, o repetían incansablemente la palabra "caca" para consternación de los padres. Sofía decidió echarse en la barda que rodea el recinto, donde tendría que haber (que los hubo) espejos de agua que simulaban la ubicación original del templo, hasta que el padre la levantó. Se puso a jugar con la arena, hasta que el padre la levantó. Y de pronto gritó que, a unos cuantos metros de allí, su hermano se había puesto a cagar. La madre salió como tapón de sidra y logró alzarlo en brazos, con los calzoncillos caídos, y llevarlo a un jardín. Después volvieron como si nada a seguir esperando.

Finalmente pasamos y los perdí de vista. Hice el recorrido marcado, que me resultó un poco anticlimático, pero me dejó con la sensación de haber cumplido una meta. Ya no tenía tiempo de asomarme al mirador para ver Madrid desde esa altura, pero aún tengo tiempo para planear ese paseo. Antes de irme, me encontré con este reflejo de la Torre Madrid (edificio donde vivió en una época el director de cine Luis Buñuel, según reza en una placa adosada a uno de sus muros) en los cristales que se colocaron a la entrada del templo para protegerlo.






Ya para ese momento necesitaba ir a comer si quería llegar a tiempo al cine. En tres minutos más o menos llegué a The Fix. Casi no habia gente. Me senté junto a una ventana. Me pedí un "zumo" (jugo, pues) de zanahoria, cúrcuma, pera y leche de coco. "Una pasada", que dirían acá. "Una chingonería", que diríamos allá. Para acompañarlo, una tostada (en algo como pan de masa madre) con aguacate, queso feta y un toque (mínimo para mi gusto) de chile, que estaba buenísima. Y ¿por qué no?, para acabar un flat white, tan rico y tan bonito que me lo tomé sin azúcar y sin revolverlo, y el mejor brownie de Madrid. Y mientras tanto, seguí inventando ciraturas en mi cuaderno rayado y con mi pluma (boli) de tinta café.

Para finalizar, casi, la jornada, otra caminata de un par de minutos para llegar a los Cines Golem (salitas de cine de arte) donde exhibían Sobre lo infinito, del cineasta sueco Roy Andersson de quien resulta que yo no había visto nada. Gracias a una amiga del feisbuc que siempre recomenda cosas buenas, vi esta hermosísima peli: una colección de momentos imagen, ligadas por la música y la voz de una narradora, que vio hombres y mujeres en diferentes situaciones. Mi preferida: Un padre con su hija, a quienes les agarra una tormenta de camino al un cumpleaños. Entonces él se agacha a atarle a ellas las agujetas, empapándose mientras deja de lado su paraguas.

Y cuando pensé que tomaría el metro de regreso, me sedujo Gran Vía y me puse a caminar. Llegué hasta Callao, vi que el autobús que me llevaría a casa tardaba aún 11 minutos en llegar, me metí a una tienda y seguro perdí varios autobues más. No compré nada. Ya bastante cansada, logré treparme al 147, acompañada de varios fans del Real Madrid que iban a ver a su equipo jugar tres horas más tarde y que se bajaban casi donde yo.

Se cerró así un domingo donde la soledad le volvió a ganar la partida a la desolación.

viernes, 14 de febrero de 2020

Pequeño diálogo cruel


Alrededor de la hora de la comida, ella le dice a su anfitriona que mejor se irá a dormir un rato. Se desveló anoche y le duele un poco la cabeza.

La anfitriona: No te van bien las juergas.

Ella: La vez anterior me fue genial.

(Recuerda que, entonces, la anfitriona comentó algo como "Parece que te va la marcha". No se lo recuerda.)

La anfitriona: Serás un mes más vieja.

(Ella no responde nada. Un rato más tarde, piensa en su madre y sus comentarios crueles. Recuerda que la anfitriona no es su madre.)

jueves, 13 de febrero de 2020

De tendederos y ropa limpia



Desde hace años, quizá desde los tiempos de la primera camarita rosa, la ropa tendida me ha fascinado, con una suerte de atracción fetiche, que diría mi amigo Jesús. Con mi comadre de cómplice y chofer, he fotografiado muchísimos tendederos en Chimal y sus zonas aledañas. Desde entonces, los detecto y los capturo en todos los sitios donde me es posible, aun en el balcón de mi propia casa.

Ahora en Madrid, no tengo muchas opciones, salvo el patio interior del edificio donde vivo, adonde da la ventana de mi cuarto. (Acá la ropa no se cuelga afuera.) Por fortuna, Ana no ha llegado a comprar el papel adhesivo translúcido con el que protegió su propia ventana de las vistas del patio. Cuando me dijo que iba a buscarlo, le pedí que no lo hiciera, por lo menos mientras yo estuviera aquí. Y es que cada mañana, cuando levanto la persiana, lo primero que hago es ver quién ha tendido ropa y saco fotos, muchas fotos.






Incluso las he puesto de foto de portada en el feisbuc, para gusto de algunos amigos y disgusto de Ana que ha declarado que ver la ropa colgada en el patio no es solo cutre, sino poligonero, o sea, de mal gusto, de poca educación, de pobres, vamos. Y a mí me sorprende mucho, porque para mí, como platicaba con mi amiga Livia, la ropa lavada (la colada que le dicen acá) es la vida misma. Por los colores. Por las formas. Por los pliegues. Porque huele a limpio, aunque no alcancemos a olerla. Porque cuenta historias de la gente que la usa. Porque nos permite acceder a universos ajenos, a otra intimidad, desde fuera. 






Supongo que por eso hay quien se defiende de ello, como quien se defiende de la vida y de la muerte, del gozo y del dolor, de las alegrías y las tristezas. Porque, en última instancia, cuál es la diferencia entre una colada al sol en el campo, como en un dibujo de Goya, y la de un patio interior urbano. La calidad de vida, quizás, pero, pese a todo, lo cotidiano, lo que huele y hace ruido, lo que se mueve al son del viento es la vida misma. Y defenderse de ella es como morirse en vida. Y eso es triste.










No me vas a convencer, me advertía mi anfitriona cuando yo le decía que a alguna gente le gustaban mis imágenes de tendederos. Si no pretendo convencerte, le contesté, aunque creo que ya no me escuchó. Yo me sigo levantando con la ilusión de ver si ya volvieron a salir los superhéroes en la ventana frente a la mía.

miércoles, 12 de febrero de 2020

la esposa del pintor



 A cuatro días de que termine la exposición de dibujos de Goya, Solo la voluntad me sobra, con que el Museo del Prado conmemoró sus 200 años de vida a finales del año pasado, mi amiga italiana de Madrid, Matilde, me invitó a verla y me hizo, así un regalo enorme. (Gracias.)

la esposa del pintor
(encontrada en internet,
por supuesto))







Mientras recorríamos las salas, de manera bastante errática para esquivar a los cientos de personas que habían tenido la misma idea que nosotras, le conté cómo juego conmigo misma cuando voy a una exposición de arte: Mientras voy viendo las obras, pienso cuál sería la que, de tener la oportunidad, me llevaría a mi casa.Y Matilde tácitamente lo jugó conmigo, aunque cambió de parecer un par de veces, lo cual, por supuesto, se vale en este juego. Yo, sin embargo, supe cuál era la pieza elegida cuando vi el retrato que el pintor hizo de su mujer, Josefa Bayeu, Pepa, cuando ella tenía cincuenta y bastantes años. En el recorrido zigzagueante, tres veces me detuve ante el dibujo. La mujer que Goya retrata es preciosa, a esa edad cuando se nos dice que ya no podemos ser preciosas, y tiene una mirada ―con ojos que no nos miran, pues está de perfil―, de una calma y una suavidad totales. Además, me pareció que del dibujo emana también el amor, como quiera que haya sido, que el pintor le profesó: Nos permite verla como él la vio.

Y entonces me acordé de la época en que yo fui "la esposa del pintor". Recordé algunos momentos luminosos en ese papel. Recordé al pintor que fue mi esposo y recordé alguno de sus cuadros viendo a Goya y recordé también cómo me enseñó a ver la pintura desde otra perspectiva, la de su pasión. Seguramente habría disfrutado esta exposición.

Y sí, a mí también me retrataron, aunque no conservo ninguna de esas obras, pero sí algún otro recuerdo más amargo que dulce, que se quedará para otra ocasión.


Mientras tanto, la distancia y el mar y Madrid me siguen ayudando a entreverar memorias, alegrías, cicatrices, experiencias presentes, en este viaje, tan inesperado como bienvenido, de reconcialiación hacia adentro y hacia afuera.

sábado, 8 de febrero de 2020

Criaturas


Vécoco
El vécoco es un ave con cuerpo de gramófono. Tiene ojos grandes color de ausencia y está recubierto por plumas tan finas que parecen telas de araña o vapor de agua. Pasa las noches en el quicio de las ventanas abiertas y se alimenta de los sueños de quienes duermen sin miedo a la oscuridad. Cuando rompe el alba, deja escapar un trino largo y melodioso, parecido al silencio. Si estás atento y tienes la costumbre de guardar papel y lápiz en tu mesa de noche, puedes transcribir su canto y recuperar tus sueños en forma de relatos o de poemas. El vécoco nació cuando un niño pequeño quiso decir helicóptero y no pudo. Si tienes a la mano unos cuantos ozalís, ofréceselos como muestra de agradecimiento. El vécoco se irá feliz a esperar la próxima noche en otra ventana.


Ozalís
Los ozalís son semillas granizo de color azul, esferas perfectas que se forman en las palmas de las manos de quienes recogen el agua de lluvia durante una tormenta tropical y la mezclan con sus lágrimas. Tan efímeros como un suspiro, saben que la vida y la muerte son meros instantes. Les encantan las vicisitudes y morir en el pico transparente de un vécoco, aunque pocos tienen esa fortuna.

Para Santiago, porque son suyos

viernes, 7 de febrero de 2020

En el Jardín Botánico





Hoy hacía buen tiempo, soleado, como si el invierno ya se hubiera ido de Madrid. (Dicen que aún puede haber días fríos, pero que también ya habrá poca nieve en la sierra.) Gracias a una amiga de feisbuc, me había yo enterado de una exposición de fotografía en el Jardín Botánico, parque que, además, no conocía. Convencí a Ana de lanzarnos.

Era medio día. El 27 en Castellana nos dejó allí en menos de media hora y pude entrar, aún, con mi credencial de profesora. El jardín será mucho más espectacular en primavera, florecido, pero ahora tiene ese encanto del invierno: de los árboles pelones, las plantas secas y algún rincón colorido aquí y allá.

Pero el plato fuerte de hoy, una sorpresa enorme y gratísima, la exposición "La naturaleza de las cosas" del fotógrafo Chema Madoz. Una serie de fotografías, en formato grande y mediano, en blanco y negro, donde se entrelazan elementos provenientes de espacios diferentes. Así, el artista nos propone una nueva manera de ver la vida, la cotidiana, la de nuestros objetos más familiares, rompiendo nuestra percepción habitual para abrirnos a nuevas posibilidades. En cada una de las imágenes, mi experiencia fue la de la suspensión de la mente racional para dar paso a un momento de gozo y apertura totales, como a veces sucede meditando, formal o informalmente, o en presencia de un maestro. Cada imagen es una suerte de criatura fantástica recién nacida donde confluyen la imaginación del artista y nuestra mirada.


Aquí una probadita desde la perspectiva de mi camarita rosa interviniendo el mundo de 
Chema Madoz:











miércoles, 5 de febrero de 2020

Día de la Constitución 2


En Madrid no se celebra el Día de la Consitución, bueno sí, pero la de ellos es el 6 de diciembre. En cambio, hoy en México se recuerda la promulgación de la Constitución de 1917, aunque en las escuelas y oficinas, el día libre, el puente, se hizo el lunes pasado. 

Para mí, hoy es el día de mi no aniversario de bodas (como los no cumpleaños de Alicia), porque hace 26 años que me casé con Adrián (ya habríamos superado las bodas de plata), pero hoy no estamos juntos para festejarlo.

Sin embargo, en el recuerdo está la celebración: del tiempo que pasamos juntos, del tiempo en que nos quisimos y caminamos de la mano, del tiempo en que soñamos juntos y del tiempo en que uno de los sueños se hizo realidad: tener un hijo, que primero fue Merengue (antes de conocerlo) y luego Santiago (una vez que salió al mundo). 

Hoy, desde un Madrid donde estuvimos juntos de paso hacia Valencia y Barcelona hace casi 25 años, te pienso, te abrazo, te agradezco, Adrián.

Y te dejo este atardecer madrileño de nuestra víspera desde el Viaducto de Segovia:



martes, 4 de febrero de 2020

Día de la Candelaria



En Corazón Agavero, Mezcaloteca (en el barrio de La Latina), celebramos hace dos días (según lo vaticinado por mí en este blog el pasado Día de Reyes) el Día de la Candelaria en Madrid. Fue una celebración hacia adelante, es decir, que no celebré con quienes partí el roscón (pero podemos ir cuando ellos quieran), sino con mis compis del máster, a quienes convencí, con un par de semanas de antelación, de la necesidad de comer tamales el 2 de febrero. Resultó que uno de los sitios que para tal propósito encontré gracias al internet es, además, un paraíso del mezcal.

Nos reunimos siete de las doce integrantes del grupo, incluyendo a nuestro único chico. La mayoría quería empezar con cervezas antes del mezcal. Los convencí, de nueva cuenta, de que el mezcal es un aperitivo, noble como el que más, y que podíamos tomarlo a la par de las birras, que no había que temerle. Jesús se inclinó por una michelada y yo le hice la segunda, una vez que determinamos que era la cerveza "con guarrerías" (y no solo con jugo de limón). Estaba deliciosa, tanto que repetimos. Y llegaron también los mezcales (no de pechuga, que era carísimo, pero sí el de la semana que también estaba muy bueno), servido en unos minibules, que le daban ese toque exótico a la situación, acompañado de tres tipos de sales (de gusano, de hormiga y de jamaica) y rodajitas de naranja. A mí me pareció espectacular, ese suave gusto ahumado y el sabor de mi tierra.

En el aire sonaban Juan Gabriel y José José y Ana Gabriel y otros cantantes mexicanos, pero no se podía pedir música porque, según nos explicaron, sería súper difícil ir complaciendo todas las peticiones, así que nos quedamos con ganas de escuchar a Alejandro Fernández. Y entonces llegaron los tamales: versiones pequeñas de los que suelo comer en casa, la mayoría costeños o oaxaqueños (envueltos en hoja de plátano) y solo los de piña envueltos en hoja de maíz.

las 7 valientes fotografiadas por el mesero








Yo les aseguré a ms amigas que eran tamales no solo auténticos, sino de buena calidad y no creo haber mentido. Lo cierto es que mi nostalgia y mi antojo hubieran transformado cualquier tamal en una exquisitez. Vino una segunda ronda de tamales y de mezcales y de salidas a fumar y de seguirnos conociendo más y más. (Y yo que pensaba que me era tan difícil hacer nuevos amigos...)

En Madrid una no puede celebrar en un solo sitio y ya está. Del lugar original, hay que irse a otro (o a otros). Así, caminamos hasta cruzar la Plaza de Cascorro (sí, como en aquella canción de María Dolores Pradera que oía mi padre) y entramos en un bar, cuyo nombre ya no recuerdo (creo que nunca lo supe). Ahí continuamos con cervezas y algunas cambiamos a cubas, según marca nuestra tradición kafkiana. Y llegó la noche, y algunas se fueron yendo y otras nos quedamos, profundizando aún más, hasta que llegamos al punto de pedirnos (y compartir) unos huevos rotos (mi plato madrileño predilecto), que estaban de película. María me prometió, entonces, que me llevaría a otros que están de óscar y muero de expectativa.










Así pues la celebración del día en que inicia el ciclo agrícola y se llevan a bendecir las mazorcas, en que se viste el Niño Jesús y se la presenta en el templo, en que vuelve la luz, en que la Virgen se purifica después del parto, en que se celebra a la patrona de Tenerife, la Virgen de la Candelaria, y en la que las amistades se alimentan de tamales y mezcal del otro lado del mar.