Del lat. arēna.
1. f. Conjunto de partículas desagregadas de las rocas, sobre todo si son silíceas, y acumuladas, ya en las orillas del mar o de los ríos, ya en capas de terrenos de acarreo.
El viernes de la semana pasada, Santiago, Yare y yo tomamos camino a Chimal para visitar a mi comadre, María Eugenia. Todo iba bien, en una ruta que conocemos como la palma de nuestras manos. Tras unas 3 o 4 paradas breves (leve encontronazo con otro coche, compra de baguettes en La Italiana al borde de la carretera, compra de un trajecito nuevo para un asiento antuanil, y foticos de Budas también al borde de la carretera), emprendimos el tramo que sube de Cuautla hacia el Estado de México. Y de pronto vimos cómo el camino se desdibujaba, detrás de algo blancuzco que confundimos, a primera vista, con niebla. Después notamos que los coches que nos precedían, levantaban aquello que no podía ser niebla. "¡Es arena del volcán! ¡Cierren las ventanas!", advertí en cuanto me di cuenta. Parecía que entrábamos en un túnel a otra dimensión o en una película de terror, de esas donde el asesino acecha desfigurado detrás de algo indistinguible. Después de una vida de transitar por ahí, nunca habíamos visto el fenómeno así. Yo consideré seriamente la opción de dar media vuelta y volver a casa. Pero seguimos.
2. f. Metal o mineral reducido por la naturaleza o el arte a partes muy pequeñas.
Al llegar a la puerta de la casa de la comadre y detener el coche, atestiguamos la lluvia (literal) de arena. Se veía caer sin tregua. La gente iba con paraguas y tapabocas, aunque cuánto te puedes proteger de ese polvo que se cuela por doquier. Podía confundirse con nieve (o con aguanieve, con la cual me topé en Madrid hace casi 4 años, como cuento aquí), pero no era agua, claro, sino arena, vidrio molido, pues. "¡Qué bello!", decía Yare, con razón, pero a mí me ganaba el susto. Parecía una visión del apocalipsis (o, bueno, preapocalíptica). Una belleza siniestra.
Yo me enfundé la cara en un tapabocas que había sobrevivido en mi bolsa desde épocas pandémicas, mis lentes oscuros y corrí hacia el interior de la casa. Mi comadre salió a abrirnos protegida con un sombrero y Yare y Santiago desempacaron el coche tan rápido como les fue posible. El resto de nuestra estancia la pasamos casi toda adentro, viendo como el Antuanito, y el coche de Ma. Eugenia y las plantas y el piso y los techos se iban cubriendo de más arena y rogando porque lloviera y el agua se llevara algo de la arena. Según lo poco que he investigado al respecto, también se le puede llamar a esto lluvia de ceniza. (Algún vulcanólogo en la sala podría ayudarnos a aclarar esto.)
Del lat. vulg. *cinisia, y este del lat. cinis.
1. f. Polvo de color gris claro que queda después de una combustión completa, y está formado, generalmente, por sales alcalinas y térreas, sílice y óxidos metálicos.
He aquí algunas imágenes que fui tomando en algunos momentos cuando me animé a salir de la casa:
vidrio de la mesa del jardín donde no pudimos ni desayunar, ni comer, ni jugar ni nada |
mi antuanito completamente empanizado |
y el regio Popocatépetl, de donde salió todo, un poco después del amanecer |
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