En mi nombre no hay Us ni Is ni Os, ni un montón de consonantes (20 para ser precisa). En mi nombre no estoy yo en realidad. No hay ADN en mi nombre. En mi nombre no está mi miedo, a que me abandonen o me dejen, por ejemplo. En ni nombre no está mi miedo a morirme o enfermarme. O quizá sí. Mi abuela materna, de quien heredé mi nombre, murió de cáncer de páncreas y dicen que el cáncer se la llevó muy rápido, en cuestión de meses o de semanas, después de regresar completamente encanecida de Nueva York, adonde había ido a visitar a su hermano Andrés cuando le avisaron del accidente automovilístico en que su hija había perdido un pedazo de cráneo. Cuentan también que mi mamá, a sus 6 o 7 años, con su cráneo ya incompleto, se escondía debajo de la cama de su madre moribunda para sentirse menos sola.
En mi nombre no hay soledad porque hay muchas Adelas sosteniéndome. En mi nombre no está mi mamá que era Marta (sin hache) Cecilia (por la patrona de la música en cuyo día nació). Mi abuela Adela no quiso ponerle su nombre (que era el de su madre) para liberarla, quizás, de un destino de locura o de culpa o de amargura. Yo creo que la condenó a un destino de soledad y de ira contenida. Cuando murió mi abuela Adela y durante muchos años más, o sea, hasta que mi mamá ya era adulta y estaba comprometida con mi papá, ella, la no Adela, iba a visitar a su abuela que le pedía que se sentara en su cama y que recarga su cabeza, no sé si en su regazo o en dónde, y la acariciaba diciéndole «pobrecita».
En mi nombre no faltan ni un pedazo de cráneo ni una H. En mi nombre no hay una niña huérfana, aunque también hay una niña huérfana que no supo ser madre de una nueva Adela, a quien, por lo menos, le regaló un linaje, del cual ella no era parte. En mi nombre no hay amargura porque la de mi bisabuela Adela se disolvió en el aceite de oliva con ajo. En mi nombre no está mi abuela Rosa, la madrastra de mi mamá, a quien nos enseñó a querer aun odiándola ella. En mi nombre no está mi abuela María Luisa, la abuela española, ni mi tía Marisa: ambas se manifiestan cada corpus y san juan cuando me decido a preparar una tortilla de papas (a las que mi abuela llamaría «patatas»). En mi nombre no está mi tía Olga, que también se llamaba Amparo, pero su cariño es primordial en mi historia. En mi nombre no está María Eugenia, pero ambas adquirimos el mismo nombre compartido al nacer mi hijo: comadre ella y comadre yo.
En mi nombre no hay una hija porque, de haberla tenido, no se lo hubiera puesto. O quién sabe. Quizá habría reconsiderado la decisión para concederle un pase al linaje de Adelas. No lo sé. En mi nombre quizá haya una nieta. La hay en mis sueños, con cualquier nombre.
En mi nombre no hay un segundo nombre, decisión de mis padres para facilitarnos la vida a mi hermano y a mí, como si en tener un nombre compuesto radicara la dificultad de la vida. Mi madre tenía dos y con los dos no le alcanzó para ser una. Mi padre tenía por lo menos 4, quizá 5, y ni así pudo ser quien realmente era. Su quinto nombre dicen que era Roque, por el día de su nacimiento. El primero, Román, era por su padre y su abuelo y su bisabuelo (el mismo de mi hermano y del segundo hijo de mi prima Marisa), el segundo, Indalecio, por su abuelo materno y el tercero, Luis, por un hermano de su madre (creo). El cuarto, Joaquín, no sé de dónde salió, aunque se convirtió en personaje en mi primera novela.
Yo, de niña, tuve un muñeco baby beans, de esos que veían rellenos de pedacitos de plástico, a manera de frijoles modernos, y que se echaban sin forma definida, con su cabeza de plástico para un lado o para el otro. El mío iba vestido de azul y lo bauticé Roque, en honor a mi padre. También tuve uno amarillo, pero no recuerdo cómo se llamaba.
Aquí uno idéntico a mi Roque, encontrado en internet y fuera de foco (es lo que había):
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un Roque apócrifo |