Suena fuerte y, quizá, poco apropiado para cerrar un año y celebrar el inicio de otro. Quizá no. Si nos atenemos a la definición que el diccionario ofrece (pesar causado por un desengaño), nos quedamos cortos. Desengaño nos lleva, me parece, a una dimensión mucho más abierta: conocimiento de la verdad, con que se sale del engaño o error en que se estaba. Y de que duele, duele (por eso aquello del pesar, del efecto de ese conocimiento en el ánimo, de la aflicción por un suceso triste o doloroso). Sin embargo, visto más a fondo, salir del engaño, en otras palabras, empezar a ver las cosas, las personas, los fenómenos tal como son (o intentarlo, por lo menos) con la valentía de quitarnos la venda de los ojos (y, sí, es cierto, a veces ni siquiera es cuestión de valentía, sino de que la vida misma se lleva la venda sin pedirnos permiso) es un proceso similar al de una herida que va cicatrizando: duele, rasca (así definía mi hijo de pequeño la sensación de comezón), nos recuerda la agresión -voluntaria o involuntaria- que la provocó, a veces se reabre o se infecta, otras acaba por curarse y deja simplemente una marca. Y si portamos la cicatriz sin aferramiento, se convierte en el mero recordatorio de un pasado cuando confiábamos y sonreíamos sin saber que la base para ello era inexistente y nos brinda la posibilidad de un presente, más solitario quizá, pero donde nuestra seguridad -cambiante por naturaleza, como todo- no dependa ya de los otros, sino que brote de la posibilidad de relacionarnos con el mundo más allá de la ofuscación.
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