Qué difícil definirla. Qué difícil encontrarla. Nula, irrecuperable, me parece, después del brutal asesinato de un hijo. ¿Cómo exigirla, entonces? ¿Qué hacer, entonces?
O ¿serán la pena y el castigo público la forma de resarcir el dolor, la pérdida, el desgarramiento? No lo creo.
Si hablamos del principio moral que lleva a dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece, no me imagino forma alguna de reparar una pérdida, un desgarramiento de esta naturaleza.
¿Renunciar a la palabra, como dijo el poeta ayer? Privarnos voluntariamente de lo que nos hace ser quienes somos. Me resuena ese dolor indescriptible, me llena el pecho de ecos y de ausencia, me lo desgarra.
Pero más me desgarra el silencio, que es pariente del olvido. Y no me puedo callar y no puedo dejar de hacer versos.
Y tengo muchas más preguntas que respuestas, un agobio que parece impermeable al alivio, una sensación infinita de vacío.
Y palabras, incompletas, insuficientes, ínfimas quizás, pero también anhelos, empeños, testimonios, acompañados de pausas, presentes en la ausencia, evocadores de la presencia, indispensables, como virtud, como fuerza, como vigor, como obra, como integridad.
Y esa duda que es camino hacia la certeza, aunque no promesa de llegar al destino...
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