Durante mi niñez, allá por los años setenta del siglo pasado, uno de mis programas favoritos en la televisión era El túnel del tiempo. El centro de los mínimos efectos especiales era un vórtice enorme -que parecía estar hecho de papel aluminio o algo similar- por el cual los intrépidos protagonistas se transportaban a otras épocas. Uno de ellos siempre iba vestido de traje y el otro usaba un cuello de tortuga verde oscuro (claro que esto es un invento de mi imaginación, pues nuestro televisor era blanco y negro y probablemente la serie también). Un grupo de científicos, rodeados de computadoras hechizas, entre quienes destacan en mi recuerdo un hombre mayor -que ostentaba un cargo militar- y un guapa mujer de edad mediana, peinada como las mamás de mis amigas, cuyo apelativo era "doctora", creo. El momento de mayor tensión tenía lugar cuando los viajeros se encontraban en peligro en alguna otra época (casi siempre del pasado -imaginar el futuro les resultaría más difícil) y la máquina se quedaba sin la energía suficiente para traerlos de regreso. Al final, siempre lo lograban.
El sábado pasado, viví una experiencia similar a la de mis antiguos héroes (Tony se llamaba el del cuello de tortuga, creo). Me lancé a la Ciudad de México a una comida organizada por una amiga para reunir a los excompañeros de kínder/primaria/secundaria/preparatoria que cerramos el ciclo en nuestra escuela hace casi 30 años. No había espiral de aluminio ni computadoras (a excepción, claro, de los blackberries y demás aparatos en boga), pero la sensación fue tan fuerte como vivir en carne propia las peripecias de la vieja serie: estar entre personas que no había visto desde que salimos de la escuela, otras de quienes me separaban dos décadas de ausencia e incluso otras que abandonaron la escuela hace alrededor de 40 años.
Eso sí, me acordé de casi todas las caras y los nombres correspondientes (en algunos casos, incluso los apellidos). Quizá la intensidad de la experiencia no consistió tanto en ver los rostros de los otros, sino en ver el mío reflejado en los ojos de los demás o en la imagen que las miradas ajenas proyectaban de esa persona que hace años dejé de ser, que quizá nunca fui o que soy y no lo sabía. En fin, fue como entrar a la casa de los espejos y verme reflejada en mil (bueno, veintitantos) cristales azogados y salir con mil imágenes, con mil piezas de un rompecabezas de mí misma para luego volver a armarme o, cuando menos, a intentarlo.
Descubrí que desde hace 20 años mi opinión sobre Woody Allen es la misma: Una compañera comentó que desde entonces yo sostenía que era un genio cuyas películas me encantaban, aunque algunas más y algunas menos. "Congruencia" lo llamé yo. "Falta de evolución", espetó un compañero. Maybe. En otro tenor, otra amiga aludía al comentario, ya olvidado por mí, de que los maestros del bachillerato me ponían 10 solo con ver mi nombre en un examen sin tomarse la molestia de leer el escrito completo. Who knows. Hoy mi hijo usa un llavero que esa amiga que conservó mi sospecha me regaló hace de menos década y media después de un viaje a Canadá. Cool. Tampoco faltó la sorpresa de quien me vio empinar feliz una botella de cerveza ni la aclaración de un viejo camarada de copas: "Lo que sucede no es que haya cambiado, sino que no la conocían". Right.
Y así como a Tony y su colega en ocasiones les costaba trabajo regresar por el túnel del tiempo a su laboratorio presente, así a mí me tomó no solo el viaje en autobús de regreso a Cuernavaca, sino buena parte del resto del domingo volver a ubicarme en mi vida presente, creo. No conté con la ayuda del general ni de la doctora, pero sí con la impertinencia -a ratos cariñosa- de mi hijo y la calidez del reencuentro con quienes hoy siguen siendo compañeros en el camino de la vida, mucho más allá de esas vivencias compartidas en la escuela en un pasado hoy tan lejano como desaparecido.
Mi querida Adela, el compañero de Tony era Douglas... eran Tony y Douglas de "El Túnel del Tiempo", un programa que a mí también me encantaba ver por televisión todas las tardes, pero que no recuerdo que me haya emocionado nunca tanto como el reencuentro al que te refieres en este artículo. A mí me gustaría que solamente fuera el primero de muchos que se dieran "de aquí a la etnernidad..."
ResponderBorrarSaludos,
Eric
Querida Adela:
ResponderBorrarAlgunos días despúes de la comida, aún llevando en la mente incontables imágenes de las pocas horas que compartimos, me puse a hojear viejos anuarios, como para recuperar un poco los rostros de ayer en los rostros de hoy; acaso en esos días me "sumergí" en el conocido programa "El túnel del tiempo", que también disfruté mucho ver.
Al observar con detenimiento las fotos y las expresiones "congeladas", no dejaba de dar muestras de sorpresa y gusto al vernos y reconocernos en los niños de entonces. (Por cierto, ya vi tu foto aquí, en "reflejos en juego"... mirada concentrada y atenta, algunos libros atrás: en ese instante, futuros compañeros y amigos inseparables).
Mientras tenía los anuarios en mis manos, Fernando, mi esposo, no dejaba de asombrarse de mi asombro, a pesar de que él ha sido "receptor" paciente de historias, anécdotas y sueños de mi vida en "la Moderna Americana". Es cierto: ese pasado ya no existe como tal, pero pienso que coincidirás conmigo en que pervive de otros modos...
Sea como sea, estoy de acuerdo con Eric: ojalá los encuentros se repitan no una, sino múltiples veces.
(Por otro lado, me alegro de haber "descubierto" que tienes un blog... y de estar ahora escribiendo en él).
Queridos Flor y Eric: Es un gusto enorme tenerlos de visita en este espacio y prolongar así el encuentro para convertirlo, espero, en una relación, en un intercambio, en una conversación presentes desde donde somos aquí y ahora, con recuerdos de ese pasado que pervive, sí, y con la posibilidad de compartir vivencias nuevas...
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