La música entra por cada poro de su piel, despertándola de nuevo. Él la mira, sorprendido, expectante. Siente el roce suave de la vulva de ella, húmeda y tibia, sobre su pene, ahora en reposo. Ella permanece montada sobre él y mueve sus caderas suavemente, con una sensualidad sin prisa, mientras sus rodillas descansan sobre las sábanas. Él no entiende el idioma de esa voz que enciende a su amante; el ritmo es inequívoco. El sol no ha salido aún. Los restos de la madrugada se disuelven entre las manos de Elisa. Una de ellas se desliza provocativa hacia su clítoris, al tiempo que los dedos de la otra buscan los pezones en el pecho de su hombre y los pellizcan apenas. Él gime, débil. Su saliva ansía mezclarse con la de ella. Los pezones de ella están erguidos y reclaman la atención de su amante. Se inclina para que la boca de él alcance sus senos. Él los chupa, los acaricia con su lengua y los roza con sus dientes imprudentes. Ella no deja de balancearse. El pene empieza a endurecerse, una vez más. Elisa se inclina hasta convertir en una la boca de su amante y la suya. El aliento de ambos se funde en una sola inhalación, donde se detiene una eternidad hasta que exhalan juntos. Sus frentes se besan sin labios. Él le implora con la mirada que lo ponga dentro de ella. La música no se detiene. Ella descansa sus ojos en la mirada de él. Se reconocen, se acarician desde allí. Se aman sin palabras. Elisa alcanza un primer orgasmo, que le roba el aire, un instante. Él le acaricia la vagina toda, inventándola, regalándosela como si estuviera recién llegada al mundo. Elisa está viva, sin reservas, sin dudas, como en un campo bañado de luz dorada. Se desbarata en un llanto de alivio, que le limpia la mirada y el alma. Él alcanza su orgasmo. La abraza. Se sostienen en un silencio de sollozos dóciles, de ecos de una música más allá de su piel.
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