jueves, 18 de agosto de 2011

Truenos

Su estruendo rasgó innumerables noches de mi infancia en la casa de mis abuelos en Cuernavaca. Entonces les temía muchísimo y me escondía debajo de las sábanas buscando protección. Por una de esas razones que permanecieron desconocidas, dormía yo en la recámara de mi abuela Rosa, mi abuelo Óscar yacía enfermo en el cuarto de al lado, en una camita junto a la ventana (afuera de la cual me paraba a escondidas en las tardes de vacaciones para espiar las prohibidas telenovelas), separada del resto del cuarto mediante una cortina que se soltaba solo de noche, para que no me molestara la televisión que mi abuela solía ver hasta tarde. Al lado de la cama había dos mecedoras de madera pintadas de negro. En una de ellas se sentaba mi abuela. La otra solía permanecer vacía. Cuando mi tía Olga iba de visita, y yo era feliz, se acomodaba directamente en la cama porque en la mecedora se mareaba. Yo amaba sentirla cerca.

Su estruendo rasgó la noche de ayer en Cuernavaca, como tantas otras noches de mi adultez en soledad. Ahora amo ese sonido que desgarra el cielo después de los destellos enormes que alumbran mi cuarto y me enchinan la piel. Ahora ya no me escondo bajo las sábanas. Veo el chispazo y espero el retumbar. Me recuerda que estoy viva. Me asombra. A veces todavía me invita a pensarte. A veces, no. Lo escucho y conforme se distancian la luz y el ruido y sé que la tormenta se aleja (alguien me explicó este fenómeno hace años), me voy acurrucando para quedarme dormida con el corazón libre de nubes.

Su estruendo rasgará mi noche
próxima. (Confío en las lluvias.)

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