No tenía por qué estar ahí y mi situación era privilegiada. Me encontraba como observadora. Ante mis ojos se fue desenvolviendo poco a poco permitiéndome crearla, con la oportunidad de inventarla a mi manera, de hacer un personaje, de jugar a atrapar la realidad, atreviéndome a transformarla y darle sentido desde mi propia perspectiva.
Sus facciones no eran del todo desconocidas, me resultaban familiares. Podía relacionar aquellos rasgos con alguna fotografía, con otro instante, con esa cara que tanto quiero. Mucho tiempo la había imaginado, la había temido desde siempre. Al verla confirmé ese miedo de estar entrando, de encontrarme en un campo común con ella y de ser rechazada por eso mismo.
Eran facciones duras. De una dureza que imponía: invitaba a acercarse y correr el riesgo y disolvía todo intento de contacto. Su voz chillona, de tono caprichoso y cansado, era eco de su mal humor, de su insatisfacción. Mientras se aislaba de cualquier nueva relación, dejaba al descubierto una íntima parte de sí, la más vulnerable, aquella en que podía ser herida, la que la hacía al fin y al cabo un ser humano.
El camino a recorrer no era demasiado largo. Era insignificante y aun pedestre frente a los kilómetros ya recorridos, frente a los kilómetros por recorrer. Pero era necesario. Había que hacerlo. Tenía que trasladarse desde el departamento y llegar a la terminal de autobuses; recorrer interminables planchas de concreto, respirando aquel humo que parecía un verdugo, tratando de no oír los ruidos sin sentido, caóticos. ¿Llegar?, se preguntó más de una vez. Iniciar casi inconscientemente una nueva etapa, otra dimensión en el tiempo. Pero no quería en ese momento pensar. El camino lleno de gente, de vehículos, le recordaba todas sus limitaciones, le gritaba su pequeñez, le dibujaba calle a calle toda su impotencia.
Casi de manera mecánica empezó el ritual. Comenzó a defenderse, aislando el mundo con su disfraz de fuerte. El coche avanzaba, se detenía y se quejaba; mientras la hermana conducía y el hermano iba inventando la ruta, ella fue cubriendo su cara, con el afán, quizá, de cubrir su alma. Con toda la calma del mundo cepilló su pelo. Primero hacia un lado y luego hacia el otro, como si con ello quisiera golpear, apartar lo que la hería y reafirmar su ser y su belleza. A continuación esparció cuidadosamente una capa del polvo color piel sobre su nariz, sienes, frente y barbilla. Era una lucha entre su ser y aquella parte reflejada en el espejo de la polvera; su mano intentaba mimetizar la tristeza, confundirla con el maquillaje. El lento proceso solo se veía interrumpido por un cigarrillo, por una fumada que delataba un instante los nervios contenidos. Siguieron los ojos. Los párpados tomaron un color que no era el suyo, que hacía resaltar la verdad del iris. Esa verdad que quedó perfectamente enmarcada entre una raya y las pestañas, hechas más gruesas y negras por la voluntad casi autónoma de su mano. Quedaba la boca. Aquellos labios tan sensuales, tan de niña, adquirieron brillo y color destacando así de la tez morena, invitando al combate, al desafío. Finalmente, las manos -convertidas en seres casi independientes por la creación que acababan de consumar-, las responsables de la transformación quedaron cubiertas de un líquido cremoso que anunciaba el final de su tarea.
El resto del camino lo dedicó a incorporarse plenamente a la armadura, a adaptarse al escudo que la defendería del mundo. Acomodaba y reacomodaba el bolso, la libreta, las direcciones, las últimas indicaciones.
Al llegar me mantuve -o me mantuvo- al margen, como hasta ese momento lo había hecho. Y yo supe asumir mi papel. Supe, además, algo que quizá ella no pudo percibir en ese momento. La entendí y la vi a través del disfraz casi perfecto. Viví a distancia el desenlace. El triunfo final de su interior que, indiferente a la obra lograda durante el trayecto que presencié, la hizo deshacerse en llanto. En un llanto que compartí e hice mío. Inventé ese llanto de tristeza y desconsuelo que hizo resaltar en mi imaginación aquellas facciones que aún me dan tanto miedo.
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