martes, 31 de enero de 2012

Madrugada

Aún no amanece. No está lejos el alba, pero la oscuridad es profunda todavía. Dejo a mi hijo en el lugar donde lo recoge el autobús que lo llevará a la escuela y cuando empiezo a girar el coche para emprender el regreso a casa, se apaga. Respiro, enciendo las luces intermitentes e intento prenderlo, sin bombear el acelerador para que no se ahogue (lección aprendida el día anterior, gracias a mi mecánico). Arranca. Logro dar la vuelta y llegar hasta el semáforo. Se vuelve a apagar. Vuelvo a respirar. Vuelvo a encender las intermitentes y hago señas con las manos para que los demás autos me rebasen. Afortunadamente hay pocos. Arranca. Logro dar la vuelta y cuando estoy a punto de cruzar el puente que me llevará a casa, se apaga de nuevo. Por suerte, me puedo orillar, eso sí, en una curva, pero nadie es perfecto. Sigo respirando e intento volver a prenderlo varias veces más. Fracaso rotundo. Me ha dejado tirada.

Llamo a mi hijo a su celular (solo para sentirme acompañada
y porque las llamadas entre nosotros son gratuitas, pues sé bien que nada puede hacer al respecto ). Me sugiere que llame al mecánico. Me da vergüenza (es muy temprano), pero lo intento. Es de los míos: apaga su celular para no recibir llamadas a horas inoportunas. Llamo a un amiga que suele venir de Tepoztlán también al alba a repartir hijos. Hoy no vino. Recorro mi lista de contactos y no se me ocurre a quién más podría despertar. Me concentro en mi respiración para no entrar en pánico: sola, a oscuras, casi en piyama en una ciudad muy insegura - nada de qué preocuparse...

Finalmente se me prende el foco: Llamo a un sitio de taxis y explico mi predicamento. Se aparece un taxista quien, después de intentar arrancar mi auto (seguramente pensando algo sí como "estas señoras que ni arrancar su coche pueden") se da por vencido y me sugiere que lo "muertee" hasta la avenida. ¿"Muer..." qué?, pregunto yo. Claro llevarlo en punto muerto (o neutro) por una mínima pendiente. Cuando ve la respuesta dibujada en mi cara de incredulidad, me indica que él lo muerteará mientras yo conduzco su taxi.

"Sí, solo tomo mi bolsa", respondo tratando de disimular mi cada vez mayor falta de fe. Y heme aquí de chofer de taxi mientras el pobre hombre logra llevar mi coche, empujándolo él mismo con medio cuerpo de fuera y las manos en el volante hasta lograr estacionarlo en un lugar permitido. Menos mal que a esta hora hay poco tráfico, comenta.

"Ciérrelo bien y la llevo a su casa." Sigo al pie de la letra sus instrucciones. "Es usted un ángel", comento yo, ya en el lugar del copiloto y con la primeros rayos del sol sobre el parabrisas. Cuando me deposita enfrente de mi edificio, le pregunto cuánto le debo. "Ahí cómo usté vea..." Odio esa respuesta pero con los ángeles no se discute, supongo. Con timidez, asomo un billete de cien pesos (todo mi capital) desde mi cartera. Él asiente satisfecho, espero. (Todavía no recupera el aliento después de su imprevisto ejercicio matutino.)

Entro a mi casa, sintiéndome segura al fin, aunque incapaz de volver a la cama, como suelo hacer después de mi recorrido matutino. El sol ya ilumina todo mi departamento.

La gata se acurruca junto a mí en el sofá de la sala.

3 comentarios:

  1. ¡Qué odisea la tuya! Menos mal que todo bien. Abrazos.

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  2. Un sencillo, y afortunadamente barato, servicio al carburador y mi coche, que este año cumple 20 de edad, quedó como nuevo. Abrazos de regreso.

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  3. Amiga que alegría que todo salió bien. Te mando un abrazote.

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