Me levanto a mi ritmo, sin la tortura del despertador. Salgo de mi habitación y al pasar frente a la de mi hijo, la gata, que duerme con él la mayor parte de la noche, me voltea a ver y maúlla despacio, sin despertarlo. De un brinco se baja de la cama y me sigue al estudio. Entra antes que yo y comienza a maullar más fuerte. Ya sé qué quiere. Me acerco a la ventana y jalo la persiana un poco hacia mí. Ella se acerca, se frota contra la lámina inferior, la huele y se decide a dar el salto hasta el quicio, junto al mosquitero, donde se sienta a observar el mundo más allá de la ventana.
Pasados unos minutos, brinca hacia el sofá, de ahí al piso y se acerca a la puerta, cerrada para no interrumpir el sueño de mi hijo. La mira fijamente, con paciencia, a la espera. Se la abro. Sale. Un rato después, aprovechando que me dispongo a prepararme un té, se vuelve a meter y reinicia el cortejo de la persiana. Esto se repite una o dos veces más cada mañana, hasta que el bello durmiente abandona su lecho.
Pero hoy volvimos a la vida real, Santiago a la escuela y yo al trabajo, y los rituales matutinos ya están marcados otra vez por la prisa.
Hoy, la Ñaña se abriga del frío y de la rutina bajo el doblez de mi colcha.
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