No habría ninguna
oportunidad de llegar a conocer la muerte si solo ocurriera una vez. Pero, por
fortuna, la vida no es sino una continua danza de nacimiento y muerte, una
danza de cambio. Cada vez que oigo el murmullo de un arroyo de montaña, o las
olas que rompen en la orilla, o el palpitar de mi propio corazón, oigo el
sonido de la impermanencia. Estos cambios, estas pequeñas muertes, son nuestros
lazos vivientes con la muerte. Son el pulso de la muerte, el latido de la
muerte que nos incita a soltar todas las cosas a las que nos aferramos.
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