Siempre se sintió extraña con su nombre. “Me recuerda el
sabor de mi boca cuando vivías dentro mío”, le explicó alguna vez su madre.
Sabor a alcaravea. Parte un trozo de queso con semillas de la planta cuyo nombre es también el suyo y lo coloca sobre una rebanada del
pan recién hecho. Cierra los ojos para ver si se le abre
el gusto, para ver si alcanza a escuchar su nombre en otros labios. Luego lo
repite en voz baja, despacito: al-ca-ra-ve-a, al-ca-ra-ve-a, al-ca-ra-ve-a,
hasta que pierde todo sentido. Inhala profundo y sigue sin saber quién es. Su
madre murió llevándose el secreto.
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