El martes pasado fue martes de Juana, es decir, buena comida recién hecha. Mientras ella cocinaba, yo trabajaba en mi estudio, envuelta en aromas provocativos, unos suaves, otros más intensos.
En un descanso, me levanté por un té y descubrí a Juana preparando chayotes. Llegué justo a tiempo: Aún no les quitaba las pepitas. Inmediatamente me lancé sobre ellas, y me fui comiendo una a una, con una pizca de sal. "A mí también me gustan mucho", me dijo. "Cómase alguna", le respondí. "No, aprovéchelas usted, que yo siempre estoy en la cocina...".
Le conté cómo mi abuela Rosa, cuando cocinaba chayotes, nos llamaba a mi hermano y a mí y nos regalaba las pepitas. Desde entonces me parecen un manjar, que no disfruto con mucha frecuencia.
En menos que canta un gallo (no que haya ninguno cerca), me acabé las pepitas.
"Ahora sí ya los dejó todos sin corazón", comentó Juana.
"Como he hecho con tantos otros", respondí. Frase de proporciones dramáticas, aunque en realidad son esos tantos otros quienes me han dejado descorazonada a mí.
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