De niña, las tormentas, especialmente las eléctricas, me asustaban muchísimo. Las recuerdo muy vívidamente en Cuernavaca, cuando dormía en el nicho en la alcoba de mi abuela Rosa. Entonces me hacía bolita abajo de las sábanas y esperaba, aterrada, a que pasaran. No me atrevía a llamar a mi abuel.
De mi recámara en el departamento de mis padres en la Ciudad de México, no guardo casi memorias relacionadas con la lluvia. Pero sí recuerdo que uno de mis vecinos del piso de arriba, probablemente el que era más o menos de mi edad (la pareja tenía tres hijos hombres), alguna vez me dijo que no viera los rayos directamente, pues me podía quedar ciega. O a la mejor lo dijo el más chico cuando hablaba de la llama de un vela. Imposible saberlo hoy, aunque sí sé que ambas advertencias eran vanas.
Supongo que al comienzo de mi vida adulta, mi relación con los truenos se volvió más o menos neutral, pues tampoco destacan otros recuerdos, salvo el hecho de que al padre de mi hijo, mi esposo entonces, las tormentas eléctricas le fascinaban. En alguna ocasión nos agarró una en medio del campo y él, lejos de preocupase, me invitó a disfrutarla. No sé si llegué a tanto, pero mi miedo había sin duda disminuido.
Y, entonces, divorciada y viviendo sola con mi hijo, descubrí que los rayos y, sobre todo, los truenos me empezaban a gustar. Por un lado, me regalaban la compañía del Santiago niño en mi cama (con una bienvenida mayor o menor), que corría asustado a acurrucarse conmigo y, por el otro, me hacían sentir viva: ese estruendo, desde la seguridad de mi casa, empezó a emocionarme. Y aunque nunca llegué a explicarle al tercer o cuarto amor de mi vida que mi intensidad para amar (de la cual se escondió como niño asustado) seguro estaba conectada con la intensidad de las tormentas tropicales, ya no había vuelta atrás en mi romance con ellas.
Anoche, cuando decidí dejar la ventana abierta y dejar que la luz, el sonido y los chorros de agua se metieran a mi recámara a través del mosquitero y de las persianas, llenando todo de frescor, me di cuenta que ya no necesito cerrar la ventana para sentirme segura o evitar que se moje el piso...
Cuando los rayos caes cerca, los truenos por ende también; me sorprenden cuando ésto pasa, no como para morir de un infarto pero si me hacer esbozar una sonrisa :)
ResponderBorrarComo dijiste, te hacen recordar que el planeta está vivo y cambia a cada instante, parece que los problemas se los lleva el viento...
Borrar¡Gracias mil por pasearte por aquí, Antonio querido, y otras mil gracias por compartir tus ideas, antes de que se las lleve el viento! Un abrazo grande...
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