domingo, 22 de septiembre de 2013
una semana sin internet
"Qué feo", comentó divertida (lo sé porque me puso también "jajaja") una exalumna cuando le explicaba por chat por qué no le había contestado su correo electrónico. En cambio una amiga, antigua compañera de secundaria residente hoy en Canadá, de plano me dio el pésame imaginando cómo se sentiría ella en mi lugar cuando supo de mi percance: "¡Lamento mucho que no tengas Internet! Yo ya tendría la temblorina con vómito y desconcierto".
En realidad la experiencia fue interesante. El primer día: sorpresa y algo de ansiedad, sobre todo porque tenía que enviar una traducción recién salida del horno (cuyo pago solo procedería después de recibida, por supuesto). Primero hice el reporte correspondiente a la compañía telefónica (operación increíblemente rápida) y después de un par de llamadas, una amiga me invitó a usar su conexión. Llegué armada con la laptop de mi hijo y despaché mis pendientes con bastante celeridad, incluyendo los horarios del cine hasta varios días después, aunque olvidé descargar otro documento para corrección. Al día siguiente salí fuera de la ciudad, buena distracción para olvidarme de estar viendo a qué hora la lucecita del módem volvía a ponerse verde. En la casa de la amiga a quien visitábamos, me ocupé de lo que me faltó.
De regreso (ya eran 4 días sin internet), segura de que la situación se habría corregido, me llevé otro chasco: el mentado foquito seguía rojo. Llamé a unos vecinos para pedirles prestada su conexión inalámbrica y resultó que ellos tampoco tenían internet y se habían enterado que era una falla generalizada en la zona. Sin duda, mal de muchos es consuelo de tontos y mi angustia bajó. No podía hacer más que disfrutar de la libertad recién descubierta: no había correo electrónico que revisar ni facebook que actualizar ni capítulo de serie que poner a cargar. Podía simplemente dedicarme al trabajo pendiente y después leer un libro, escuchar música, irme a la cama.
Ya arrancando la semana, y sin pensarlo demasiado, me fui adaptando a la situación. Me llevé la lap a la escuela y aproveché los recreos para revisar mi correo y echarle una ojeadita al face. Contesté mensajes, descargué trabajo para llevármelo a mi computadora de escritorio y hasta puse alguna entrada nueva en el blog. Llegando a casa, con luz roja, solo quedaba concentrarme en lo que tenía que hacer.
Incluso mi hijo, asiduo usuario de la conexión a la red, llegó a comentar que la falta de ella no le había afectado tanto como pensaba. Hizo sus tareas en la escuela y en la casa se liberó de su necesidad de conectarse a jugar en línea. El contratiempo estaba resultando una bendición en disfraz.
Volví a reportar la línea y en la segunda ocasión me dijeron que podría tardar hasta un par de semanas. Bueno, ya para bendición eso me parecía algo extremo, pero igual no podía hacer nada. Hice un tercer reporte y me dijeron que ese mismo día (el octavo sin conexión) se solucionaría el problema y que si no, volviera a llamar. No fue necesario: Al regresar a casa en la tarde, el foco del módem dejaba de ser rojo, para ponerse a parpadear en verde y finalmente la máquina decía "conectada - con acceso a internet".
¡Por fin!
Ya no tendría que salir cargando la compu de mi hijo ni planear lo que debía hacer fuera de casa ni bañarme para tener que mandar un correo, pero la luz verde también señalaban el inminente peligro de la vuelta de las viejas nuevas ataduras.
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Julia Cameron escribió su libro El Camino del artista en 1992, cuando la mayoría de nosotros no había tenido tiempo de desarrollar una adicción a Internet. El programa descrito en este libro dura 12 semanas, y la cuarta es la verdadera prueba de fuego, porque implica renunciar a los distractores (en ese tiempo eran los libros y la tele). Era muy difícil pasar a la quinta. Ahora es casi imposible. ¡Qué bueno que te tocó experimentar la cuarta semana sin proponértelo!
ResponderBorrarSería muy bueno reflexionar y aprender de los eventos que rompen con nuestra rutina. La rutina de la vida moderna nos lleva a abandonar lo esencial de la vida, sin darnos cuenta. Nuestro tiempo se condiciona por la tecnología y las necesidades que sin darnos cuenta que hemos entregado con ello parte de nuestra vida. Aprender de esto y mantener una organización más sana sería formidable pero tal vez improbable!!!
ResponderBorrarGracias, Ana y Cecilia, por pasearse por este espacio y tomarse el tiempo para platicar conmigo (¡qué maravilla el internet! ;) Olvidé contar que otro cambio que tuve que hacer fue desempolvar mis diccionarios de papel, lo cual en un principio fue una lata, pero acabé aquilatando la delicia de volver a acariciar las hojas de verdad. Claro que hoy ya volví a mis diccionarios en línea, pero siempre es bueno saber que aún sé usar los de verdad. Abrazos para ambas.
ResponderBorrarCuando esra adolescente y ya viviendo en Cuernavaca con mis padres, hubo una temporada en que nos quedabamos sin energía electrica por las noches, (creo que Cuernavaca no dejaba de ser todavía) un pueblo bicicletero lo que nos obligaba a todos los miembros de la familia a reunirnos al rededor de la mesa del comedor (una mesa bastante grande porcierto) para hacer las tareas o leer o simplemente platicar o jugar algun juego de mesa. Mi papá había comprado unos años antes unas enormes lámpara de gas, (de esas coleman) que daban una luz blanca muy potente, entonces una de ellas era la que solucionaba esos inconvenientes, pero solo teníamos una buena luz en el comedor. Recuerdo esa época con mucho cariño, creo que la familia estrecho lazos, pasamos horas muy divertidas y felices. Cuando se resolvió el problema todo volvió a la normalidad y la televisión volvió a ocupar un lugar importante en la casa y en la obstaculización del dialogo y la convivencia... civilización!!!
ResponderBorrarQué linda historia, Ángeles. Me imagino perfecto esa mesa del comedor llena de gente alrededor, jugando, hablando, estando. Nos toca a nosotros ahora abrir o reabrir esos espacios de convivencia con todo y la civilización. Te mando un abrazo y gracias por visitarme.
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