Algo despistada, tal vez medio dormida, aterrizo en el comedor de mi casa, buscando ya no me acuerdo qué. En automático, corro la puerta del balcón y me asomo. Un par de cuernos de vaca, como los de los cuentos infantiles (o de mi imaginación de niña), resplandece sobre un cielo profundamente negro: la luna de diciembre. Parece también un cuenco brillante, medio lleno de leche.
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