por Javier Roselló Iglesias
para abril y sus
compañeros de séptimo
Abril, de ti solo sé que eres una guapa
muchacha de catorce años que está cursando primero de secundaria en una escuela de Cuernavaca. El otro día, cuando nos saludamos
en skype, me preguntaste: “Javier, ¿cómo
tuviste tanta paciencia?”, en
referencia a la historia de amor, con un vacío de treinta años en su discurrir,
vivida entre tu miss y yo. ¿Recuerdas? La pregunta me tomó un poco
desprevenido y no atiné a contestar sino con alguna vaguedad. Y luego me
reproché no haberlo hecho de otra manera.
Abril, te contesto ahora.
Con tu pregunta, de algún modo reviví el
momento hace tres décadas en que ella y yo nos arrancamos el uno del otro y
cuando, tras el doloroso desgarro, tuvimos los dos que seguir con nuestras
vidas. A mí solo el habituarme a su ausencia me permitió vivir. Yo no
consideré, quizás simplemente porque me sentí absolutamente incapaz de ello, la
opción de olvidarme. Ella, en gran parte para evitar de cuajo la posibilidad de
que yo sufriera más, optó por olvidar. O, como escribió después, eso creyó.
Voluntaria o involuntariamente cada uno de nosotros dos cerró su caja de
recuerdos. Yo callé y me habitué a su ausencia, sin ningún ánimo de victimismo,
y ella inventó una nueva historia de sus relaciones amorosas en la que
simplemente eliminó la presencia de su primer (y gran) amor. Y pasaron los años
y los dos, cada uno por su lado, vivimos relaciones con mayor o menor éxito.
Pero ya desde tres años antes de que surgiera aquella
historia de amor, ya desde el momento en que nos conocimos en 1980 —cuando ella
entonces apenas tenía tres años más que tú ahora— entre nosotros empezó a tejerse
un hilo que desde entonces nos unió sin saberlo. Estaba trenzado con amistad y cariño,
aparentemente. Luego supimos que el amor
de alguna forma ya estuvo presente en ese hilo desde sus inicios y que unos
años después se convirtió en una presencia tenue y silente, pero tenaz,
entretejida primero con amor y luego con tristeza. Ese hilo nos unió a lo largo
de los años oscuros de silencio, sin que nosotros fuéramos conscientes de ello,
y nos guio por fin a nuestro reencuentro.
Y cuando se entreabrieron nuestras cajas de
recuerdos, descubrimos que lo que había allí dentro era mucho más intenso y
poderoso que lo que nosotros podíamos imaginar. Y un vertiginoso mes de enero descubrimos
que la corriente surgida de aquellas cajas, como la resaca de las olas del mar,
nos arrastraba a los dos a aquel lugar de donde nunca hubiéramos debido salir,
a aquel lugar donde supimos que siempre habíamos deseado estar. El
lugar allí donde simplemente habita el otro. Y a eso es a lo que llamamos amor.
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