por Javier Roselló Iglesias
para A20 y J29, que un día soñaron con Lisboa
A bordo de un tren nocturno rumbo a Lisboa. Paradójicamente,
desperté en el mismo momento en que el tren se detuvo, aunque eso solo lo supe,
o mejor lo deduje, después. La prolongada parada me sorprendió. Tras una visita
al diminuto lavabo del departamento (“camarote”, había oído unas horas antes en
la estación de partida que le decían algunos pasajeros), entreabrí la
cortinilla de la ventana. Solo se veían andenes y vías: una estación iluminada
con luz blanquecina y lechosa, bañada en una casi imperceptible neblina húmeda
y sin nada a la vista que sugiriera donde estábamos. La imagen tenía un halo
extraño, como si no se supiera si era una película en la que no había animación
porque nada se movía, ni el viento, o si era una mera imagen fija sobrepuesta a
un paisaje que quedaba oculto detrás. Tú dormías. Alguna voz o algún ruido
lejanísimo, quizás el runruneo de un motor diésel, eran las únicas
interferencias con el zumbido de ventiladores de la climatización.
Por la hora, debíamos estar en Medina del
Campo. Vuelto a la cama, quedé adormilado. Varias veces desperté, con la duda o
la esperanza de que el tren se hubiera puesto en marcha. Pero no, el tren
seguía detenido en la misma estación. Tú dormías plácidamente. Por fin desperté
de nuevo y el tren no solo estaba en marcha, sino que ya estaba amaneciendo en
la línea de la Beira Alta. Tú dormías. Desde la cafetería fui viendo desfilar
escenarios nuevos para mí. Sernada de Vouga y Santa Comba de Dao me trajeron a
la memoria la ya desaparecida y famosa estrella de Sernada, la única red de vía
estrecha portuguesa que no había conocido en su día. Pasamos por Coimbra. Y vi desfilar
una tras otra las clásicas estaciones lusas decoradas con azulejos.
Fueron tres largas horas de retraso. Llegamos
a Lisboa a las diez y media de la mañana en lugar de a las siete y media. Pero
estas tres horas inevitables que nos arrebataron no nos hicieron perder ni un
ápice el disfrute de los maravillosos días transcurridos en aquella ciudad, como
treinta años de alejamiento, treinta años oscuros, no habían impedido al fin el
reencuentro tuyo y mío donde ambos debíamos estar. Juntos. Algo que los dos supimos
con nitidez quizás una noche de verano, quizás al salir de un cine, treinta
años antes. Fue algo que por unas y otras causas pareció haber quedado en el
olvido. Intentamos rehacernos y quizá lo logramos. Pero tras nuestro
reencuentro, supimos que esos diez mil días y más no nos harían perder, tampoco,
ni un ápice de la intensidad de nuestro amor.
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