Te corría por la espalda una gota de sangre
de mis venas. La noche, con la niebla
y el silencio en medio de los senos, nos veía y procuraba
cambiar su propia ruta.
Que nos perdonen las mismas pinceladas de la aurora.
Fragmento de "La estrella" de Efraín Huerta (poema completo, aquí.)
Me subo a un vagón del metro de la Ciudad de México, tras años de no hacerlo. Alguna vez fui una usuaria cotidiana y avezada: Sabía incluso en qué lugar del andén pararme para quedar justo a la altura de la puerta y poder colarme al interior del transporte sin riesgo de que quienes bajaban me devolvieran a la estación. Sabía las mejores y las peores horas para tomarlo y cuáles estaciones evitar, en la medida de lo posible. Pero de eso hace ya casi 20 años, antes de abandonar la ciudad donde nací.
Ahora voy poco y pocas veces uso el transporte público. He perdido práctica y he ganado miedo provinciano, pero ayer decidí probarlo de nuevo y ver si aún era capaz de hacerlo. Y, bueno, lo logré, incluido un transbordo en Pino Suárez, una de las estaciones más transitadas. La hora no era mala (4 de la tarde más o menos), pero la cantidad de personas, sobre todo en la primera parte del trayecto, antes del transbordo y bajo tierra, era impresionante y junto con ellas el hedor concentrado de miles de usuarios, el calor concentrado de miles de horas de servicio, que incluso impregnaba los tubos de donde agarrarse para no perder el equilibrio, que parecían prolongaciones de los miembros de los usuarios, tanto por su calor como por su tacto viscoso.
Pasado el transbordo, y el susto de no poder salir del vagón, caminé como parte de un río de gente hasta tomar el siguiente tren. Este venía mucho menos lleno y me tocaba bajarme en la última estación, así que fue quedando cada vez más vacío y este tramo era por encima del suelo (mucho menos claustrofóbico). Descubrí, pegado sobre la pared del vagón, casi llegando el techo y junto a varios carteles de propaganda, otro con la poesía de Efraín Huerta que abre esta entrada. Me encantó. Después de un par de paradas, se desocupó un asiento y un señor mayor (o quizá de mi edad...) me cedió el espacio y luego acabó sentado junto a mí. (Esta cercanía con las personas en los espacios reducidos me resultó impresionante, la había olvidado o antes ni atención le prestaba.)
En todo el trayecto, desfilaron varios personajes que no solo se transportaban de un lugar a otro, sino que tenían un objetivo ulterior. Una mujer indígena que ofrecía una tarjetita impresa color rosa, supongo que para explicar su situación y supongo que pidiendo dinero. Al cambiarme de lugar dentro del vagón, no alcanzó a dármela. Un joven que vendía un libro, por módicos $20 pesos, sobre los peores casos de corrupción de la justicia mexicana, tema que da de menos para una enciclopedia. Y otro señor que vendía plumones de muchos colores, aptos para vidrio y cerámica, entre otras superficies.
Antes de llegar a mi destino, como buena provinciana, repartí más de una sonrisa y para mi sorpresa alguna recibió un gesto similar como respuesta. Y poco antes de apearme, le di un llegue con la manga de mi suéter a la señora que iba sentada a mi lado. "Le pegué, ¿verdad?", le pregunté. "Sí, pero no importa", me contestó. Apenada me disculpé y ella siguió dormitando hasta que anunciaron el final del recorrido. Entonces nos bajamos todos para perdernos en un nuevo río de gente y seguramente para no volver a cruzar caminos jamás.
Para cerrar, aun a riesgo de ganarme la crítica de más de uno por mi poco profesionalismo como fotógrafa de vehículos, una imagen del metro de la Ciudad de México desde el autobús que me llevó de Cuernavaca:
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