Se me limpia el corazón.
Se me tranquiliza el ánimo.
Hace unos años, tomé un curso de actualización pedagógica, como requisito laboral, y recuerdo que la maestra nos pidió a los participantes (estudiantes, maestros e investigadores de posgrado) que describiéramos una actividad en la que fuéramos muy buenos. Sin ningún titubeo, yo respondí que era buenísima lavando ropa a mano (y dejé a más de uno con la ojos cuadrados). Sé cuánto tiempo dejar la ropa remojando antes de tallarla, cuántas veces enjuagarla antes de que esté lista para tenderse y, sobre todo, cómo acomodarla a secar para que no se deforme o no se arrugue, dependiendo de la prenda. Y todo esto me lo enseñó mi mamá, que era experta en el lavado a mano.
No recuerdo muchas otras lecciones suyas, pero verla ante el lavabo del baño, lavando un suéter por ejemplo, y luego tendiéndolo sobre una toalla perfectamente colocada en el piso de la regadera, después de haberlo exprimido suavemente enrollándolo con otra toalla, es una imagen que conservo vívida en la memoria. Y hoy recuerdo vívido también ese hueco que sentí en el pecho tras su muerte. (Serán las pérdidas presentes.)
Hay veces que lavo mi ropa de forma más mecánica y, en cambio, hay otras cuando estoy más presente conmigo misma mientras lo hago. Cuando tengo el corazón roto, me resulta especialmente apaciguador sentir la frescura del agua, la textura de la telas, la viscosidad del jabón entre mis manos. Y nunca deja de sorprenderme que, pase lo que pase, la mugre de la ropa se la lleva el agua y las prendas cada vez vuelven a quedar limpias.
Así supongo que le sucede al corazón que, pase lo que pase, nunca se pierde, pese a todo lo que digan (que me dijo mi amiga Berna) y se recupera una y otra vez, como la ropa recién lavada.
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