por Javier Roselló Iglesias
¿Cómo, si no es al alimón, va a ser una despedida?
Llegaba el segundo taxi encargado desde el hotel. Bruno aún alcanzaba a ver cómo el taxi que llevaba a Andrea, un auto de color negro, casi una carroza fúnebre, se sumergía en el siempre intenso tráfico de Insurgentes Sur. El taxi recién llegado, el suyo, era un Chevrolet Tahoe, también de color negro. Una imponente carroza fúnebre. Solo faltaba un desgarrador solo de clarinete.
Inmerso en el pesado tráfico de la tarde, Bruno veía aunque no miraba. El eje vial del aeropuerto estaba muy congestionado y Bruno oía cortésmente, que no escuchaba, al conductor que hacía comentarios sobre el tráfico y el tiempo de viaje hasta el aeropuerto. Asentía y daba la razón al taxista con algún monosílabo mientras se le amontonaban en la cabeza, una vez más, los recuerdos y las vivencias de aquellas tres últimas semanas. Como destellos, pasaban por la cabeza de Bruno imágenes de una isla desierta con una playa de finísima arena blanca y una increíble agua turquesa, los delfines deslizándose bajo la panga de Adrián, el atardecer bajo las palmeras en la piscina de las cabañas de Rick, allí donde Bruno por vez primera en su vida vio un colibrí, la ruta hacia una misión perdida en las montañas de la Baja California entre cactus como candelabros, la magia de Tepoztlán a los pies del Tepozteco, las botellas de cerveza helada y los vasitos de tequila añejo, la música de organillo en el zócalo de Coyoacán… Y sobre todo sentir las manos de Andrea entre las suyas y los labios de Andrea entre los suyos.
Y también se aparecían un amanecer sobre los tejados de Lisboa y el reloj del British Bar con sus agujas girando a la inversa; una ya lejanísima sala de cine en Barcelona y un aún más lejanísimo departamento casi sin amueblar. Y cartas que viajaron de un lado al otro del océano en sobres con márgenes en rojo, azul y blanco… cuando no existían el correo electrónico ni el Facebook.
Un largo gusano de color naranja discurría por la calzada de Tlalpan y parecía materializar en la realidad el esquema de líneas del Metro. Bruno pensaba que quizás hace treinta años deberían haber visitado uno de tantos hoteles de la calzada de Tlalpan, aquellos con estacionamientos discretos y persianas siempre bajadas. Ahora él dejaba atrás la calzada, mientras que Andrea ya la habría tomado para alcanzar la terminal de Taxqueña. Quizás le debería haber pasado por la cabeza un cambio de ruta y pedir al conductor que lo llevara a la Terminal Sur de camiones en lugar del aeropuerto. Pero no le pasó por la cabeza hacerlo. Hay amores cobardes, que decía la canción de Silvio, y sin duda el suyo lo era.
No tengo comentarios. Tengo emociones.
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