Por fin llegó la tarde del domingo, momento que Helena espera
con anticipación durante toda la semana. Su hermano Fernando y su cuñada, por
llamarla de algún modo aunque en realidad Ramona es más sirvienta de ambos que
pareja de él, van juntos a misa. Helena cuenta con una hora, hora y media si tiene
suerte y ellos se entretienen en el camino de vuelta, para ella sola. Durante
esos preciosos minutos puede extenderse a sus anchas por los rincones de la
casa familiar donde ha vivido desde que nació, donde sus padres murieron hace
unos cuantos años.
Jaume volvió
a rechazar su invitación a comer, como cada domingo. Por lo menos Fernando le
sigue celebrando las croquetas. “Parecen las de mamá”, volvió a comentar.
Ramona dejó todo recogido antes de irse. Eso no es novedad, pero a Helena le consuela
constatar que sigue siendo parte de la casa; le asusta la idea de una vida sin
ella.
“Manos a la
obra”, se dice, mientras se encamina a la cocina. Jala una silla y la coloca
frente al refri. Aquí nadie le dice así a ese aparato, pero ella adoptó el
término hace años cuando una prima de México pasó una temporada en este mismo sobreático
con ellos.
Abre la puerta y va sacando, uno por
uno, los restos de comida envasada de la semana pasada. Primero los yogures.
Después un bote con crema de leche y algunos trozos de queso envueltos en plástico. Finalmente la serie de aderezos y los
huevos, que pretenden esconderse en la puerta. De los sobrantes de frutas y
verduras se encargará Ramona.
Se coloca las gafas, colgadas persistentes
de su cuello, y toma con cuidado cada producto. Lo escudriña hasta dar con el
lote y la fecha de caducidad. “Ajá. Lo sabía”, comenta en voz alta cuando
encuentra algún delincuente. “Tú ya te pasaste”, le advierte amenazante al
culpable. Acomoda de mayor a menor los envases caducos sobre la mesa, junto con los pedazos de queso donde detectó alguna mínima mancha verde. A
regañadientes, regresa a su lugar los que pasaron la prueba. Le queda la
sensación, incómoda como siempre, de que alguno haya podido escapársele.
Tiembla de solo pensarlo. Cómo le
gustaría escuchar la voz de su madre reconfortándola, pero aquí solo hay
silencio.
Entonces, se
levanta despacio, se alisa el delantal, herencia de doña Ángela, y acerca el
bote de basura. Le quita la tapa y se vuelve a sentar. Luego va empujando, uno
a uno, cada individuo condenado al borde de la mesa hasta dejarlo caer sobre
los otros desperdicios. No se molesta en separar los frascos de vidrio. Como
Fernando no está, puede hacer trampa. Para cerrar la operación, llena un
recipiente con agua y va introduciendo, con suma atención, cada huevo. Todo el
que flote acaba junto con las demás inmundicias. Casi nadie se salva de su
furia sanitaria.
Helena
sonríe satisfecha y se instala en la sala. En automático, prende la televisión.
Fernando no tarda en regresar, pero si no la atrapa in fraganti, no la riñe. Su
mujer, en cambio, calla siempre.
Para la
cena, a su hermano le apetece un yogur y Ramona se lo trae. Cuando lo destapa,
suelta una carcajada: “¡Esto está lleno de moho! ¿Qué no es domingo hoy?” Busca
con los ojos a Helena, pero ella tiene la mirada fija en la cubierta de
aluminio que cuelga del frasco maldito. La cara sonriente de la marca de
fábrica se burla de ella triunfante.
Oh, so subtle!
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