martes, 25 de noviembre de 2014

Leucemia felina


El maullido de la gata despierta a Ramona. Había pasado una noche intranquila y cuando los rayos del sol empezaron a colarse por las persianas, logró volver a conciliar el sueño. Poco le duró el gusto. Boo la necesita. Cuando la gata recién llegó al sobreático hace apenas unas cuantas semanas, no maullaba ni en defensa propia. Desde hace un par de días no cesa de hacerlo, muy quedo, a veces casi imperceptible. Pero el oído de Ramona está bien entrenado. Así descubrió a Chiquita, una minúscula cría de gata, hace 40 años debajo del catre que le pusieron junto a la cocina cuando llegó al orfanatorio en las afueras de San Salvador. La memoria la hace estremecerse. Se levanta pronta y busca a Boo en la cama que le acondicionó justo afuera de su cuarto.
—Tú no te puedes morir —le dice Ramona a la gata que dejó a su cuidado la mejor amiga de Helena, la señora de la casa. —No puedo volver a quedarme sola. ¿Entendiste?
Sus manos aún conservan el recuerdo gélido del cadáver de Chiquita, al que se aferró durante toda una noche, rezándole a la Virgen para que despertara a su única amiga. Pero la Virgen no la escuchó y Chiquita acabó en el tambo de la basura.
—¿Dijiste algo? —le pregunta Fernando, el señor de la casa, con quien Ramona comparte un rato la cama un par de veces al mes, o menos, con la venia callada de Helena, la hermana menor de él.
—No, nada —respinga Ramona, volviendo de su ensueño salvadoreño.
—Esa gata se ve fatal. ¿Le has dado bien de comer?
A Ramona se le cierra la garganta y no puede contestar.
—Habrá que llevarla al veterinario. Si le pasa algo, Helena nos mata. ¿Vienes conmigo después de comer?
Ramona asiente con la cabeza. Guarda la esperanza de que la amiga de Helena no regrese por su mascota. Fernando nunca había accedido a tener un animal en el apartamento. A doña Ángela, su madre, no le gustaban, pero ahora él también se ha encariñado con la gata Boo.
—¿Ya están listas? —pregunta Fernando después de su siesta.
Ramona ha metido a Boo en la jaula para transportarla y se ha quitado el delantal que siempre lleva por casa. Está parada junto a la puerta.
—Vámonos entonces —dice él cuando ella no contesta.
Un par de horas después regresan del veterinario con la jaula vacía. Boo se ha quedado en la clínica para que le hagan unos estudios. El doctor teme que tenga una leucemia ya muy avanzada. Quedó en llamar para darles el diagnóstico definitivo.
Ramona les sirve la cena a Fernando y a Helena, pero no se queda a ver la televisión con ellos. Se mete a su cuarto y empieza a rezarle a la misma Virgen de hace 40 años.
—Por favor, Virgencita, no permitas que Boo se muera. Ya te llevaste a Chiquita. No necesitas otra amiga. Déjame esta a mí.
Sin desvestirse siquiera, la mujer se queda dormida sobre la colcha, abrazada a una almohada. A la mañana siguiente es el teléfono, no la gata maullando, el que la despierta. Corre a contestar, pero Fernando se le ha adelantado. Después de un escueto “Sí, está bien”, voltea a ver a Ramona.
—Era de la veterinaria. Boo no pasó la noche. El asistente del doctor recién la encontró, tiesa ya. Lo lamento.
Ramona también lo lamenta, más de lo que él podría imaginarse. Pero para su sorpresa, en lugar de quebrarse en llanto, se voltea hacia este hombre, que no es ni su esposo ni su novio ni su amigo, fija su mirada en la de él y le dice muy lento, con una autoridad hasta entonces desconocida para ella:
—Júreme que usted no va a irse. Usted es lo que único que tengo. No me lo quite nunca. Júremelo.

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