El
maullido de la gata despierta a Ramona. Había pasado una noche intranquila y
cuando los rayos del sol empezaron a colarse por las persianas, logró volver a
conciliar el sueño. Poco le duró el gusto. Boo la necesita. Cuando la gata
recién llegó al sobreático hace apenas unas cuantas semanas, no maullaba ni en
defensa propia. Desde hace un par de días no cesa de hacerlo, muy quedo, a
veces casi imperceptible. Pero el oído de Ramona está bien entrenado. Así
descubrió a Chiquita, una minúscula cría de gata, hace 40 años debajo del catre
que le pusieron junto a la cocina cuando llegó al orfanatorio en las afueras de
San Salvador. La memoria la hace estremecerse. Se levanta pronta y busca a Boo
en la cama que le acondicionó justo afuera de su cuarto.
—Tú
no te puedes morir —le dice Ramona a la gata que dejó a su cuidado la mejor
amiga de Helena, la señora de la casa. —No puedo volver a quedarme sola.
¿Entendiste?
Sus
manos aún conservan el recuerdo gélido del cadáver de Chiquita, al que se
aferró durante toda una noche, rezándole a la Virgen para que despertara a su
única amiga. Pero la Virgen no la escuchó y Chiquita acabó en el tambo de la
basura.
—¿Dijiste
algo? —le pregunta Fernando, el señor de la casa, con quien Ramona comparte un
rato la cama un par de veces al mes, o menos, con la venia callada de Helena,
la hermana menor de él.
—No,
nada —respinga Ramona, volviendo de su ensueño salvadoreño.
—Esa
gata se ve fatal. ¿Le has dado bien de comer?
A
Ramona se le cierra la garganta y no puede contestar.
—Habrá
que llevarla al veterinario. Si le pasa algo, Helena nos mata. ¿Vienes conmigo
después de comer?
Ramona
asiente con la cabeza. Guarda la esperanza de que la amiga de Helena no regrese
por su mascota. Fernando nunca había accedido a tener un animal en el
apartamento. A doña Ángela, su madre, no le gustaban, pero ahora él también se
ha encariñado con la gata Boo.
—¿Ya
están listas? —pregunta Fernando después de su siesta.
Ramona
ha metido a Boo en la jaula para transportarla y se ha quitado el delantal que
siempre lleva por casa. Está parada junto a la puerta.
—Vámonos
entonces —dice él cuando ella no contesta.
Un
par de horas después regresan del veterinario con la jaula vacía. Boo se ha
quedado en la clínica para que le hagan unos estudios. El doctor teme que tenga
una leucemia ya muy avanzada. Quedó en llamar para darles el diagnóstico
definitivo.
Ramona
les sirve la cena a Fernando y a Helena, pero no se queda a ver la televisión
con ellos. Se mete a su cuarto y empieza a rezarle a la misma Virgen de hace 40
años.
—Por
favor, Virgencita, no permitas que Boo se muera. Ya te llevaste a Chiquita. No
necesitas otra amiga. Déjame esta a mí.
Sin
desvestirse siquiera, la mujer se queda dormida sobre la colcha, abrazada a una
almohada. A la mañana siguiente es el teléfono, no la gata maullando, el que la
despierta. Corre a contestar, pero Fernando se le ha adelantado. Después de un
escueto “Sí, está bien”, voltea a ver a Ramona.
—Era
de la veterinaria. Boo no pasó la noche. El asistente del doctor recién la
encontró, tiesa ya. Lo lamento.
Ramona
también lo lamenta, más de lo que él podría imaginarse. Pero para su sorpresa,
en lugar de quebrarse en llanto, se voltea hacia este hombre, que no es ni su esposo
ni su novio ni su amigo, fija su mirada en la de él y le dice muy lento, con
una autoridad hasta entonces desconocida para ella:
—Júreme
que usted no va a irse. Usted es lo que único que tengo. No me lo quite nunca.
Júremelo.
Flechazo!
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