Cuando
Fernando se lleva las manos a la cara, le invade el olor verde y dulzón del
Heno de Pravia, el aroma penetrante de su madre. Se pellizca la piel de los
brazos y bosteza como quien quisiera tragarse el mundo para evitar que las
humedades se le escapen de los ojos. Si su padre pudiera verlo, se avergonzaría
de él. Pero Isidre se fue antes que su mujer, así que no se vio ante la
encrucijada de llorar o no su ausencia. Tras la muerte de su marido, doña
Ángela se sumió en un silencio que solo rompía de noche cuando recitaba ante la
estufa de la cocina una serie de conjuros, intentando evitar que el gas se
escapara. Una y otra vez las mismas palabras, repetidas en el mismo tono seco,
cortante, gris.
Fernando se tapa los oídos por
instinto, como si así pudiera escaparse de esos recuerdos ásperos, pero la voz
de su madre ya vive muy dentro de él. Casi siempre se mantiene muda, pero a
veces le da por salir a la superficie para darle algún consejo, advertirle de
algún peligro o reñirlo como cuando era un crío. «Ya te he dicho tantas veces
que esa muchacha no te conviene, pero eres muy necio. No te quejes ahora del
dolor. Para eso tienes a Hortensia a tu lado. Tienes que cuidarla. No se le
vaya a ocurrir abandonarlos a ti y a Helena. ¿Qué harían solos, sin ella?»
Fernando quiere gritarle a su madre que se calle, pero cuando voltea a su
alrededor recuerda que está solo en casa. Hortensia, la mujer que vino desde El
Salvador para cuidar a sus padres ancianos y se quedó a cuidarlo a él cuando
ellos murieron, salió a hacer unos mandados. Y Helena, su hermana pequeña, aún
no llega de la oficina. Menos mal. Cómo podría explicarles que ahora le ha dado
hasta por hablar solo.
Se había echado en el sofá después
de la comida y se quedó medio dormido sin proponérselo. El tamborileo de las
gotas de lluvia sobre los cristales de la terraza lo fue arrullando, como
cuando de niño se quedaba enroscado en el regazo de su madre durante alguna
tarde umbría de invierno, antes de que su padre llegara a cenar. Toma una
bocanada de aire para impulsarse de vuelta al presente, donde ya no hay quien
lo acune. Dirige la mirada al cristal y cierra los ojos para concentrarse en el
ruido del agua. Los días grises siempre le han gustado. Lo consuelan, le cubren
el hoyo que siempre ha sentido en su interior, ora en el pecho, ora en el
vientre. Aunque a la gente normal la anima el sol, a él la brillantez de los
días luminosos le recuerda que no sabe moverse en un mundo que sonríe. Nunca ha
encontrado razones para hacerlo. Bueno, sí. Descubrió que la cara se le
iluminaba cuando conoció a la prima de México, Andrea, la chica que hace
treinta años le hizo creer que igual podía salir de las sombras. Luego la
perdió durante una vida y hace tan solo un año creyó haberla recuperado.
«Andrea», dice bajito, «Andrea».
Sin darse cuenta apenas, el hombrón
de más de sesenta años y muchos más kilos se balancea sentado en la sala de la
casa de sus padres. Cierra los ojos, dándose por vencido frente al embate de
memorias que lleva todo el día tratando de esquivar. Y es que por más que se
esfuerce en distraerse con los problemas de la fábrica, con los reproches
velados de Hortensia o las constantes exigencias de Helena, su cuerpo recuerda
cómo hace un año Andrea y él estaban a punto ya de abordar el Lusitania, el
tren nocturno que los llevaría a la ciudad blanca con la que habían soñado
siempre, cada uno por su lado y sin confesárselo a nadie, desde que la
visitaran sentados lado a lado en las butacas del desaparecido cine Casablanca
durante la segunda visita de Andrea a Barcelona. Entonces el amor los agarró
tan desprevenidos que no pudieron ni nombrarlo, mucho menos demostrárselo
abiertamente. Pero eso sí, Lisboa se les clavó como una banderilla en la carne,
impidiéndoles olvidar. Ni en sus sueños más absurdos a Fernando se le ocurrió
que recorrería la ciudad de Ricardo Reis de la mano de su amor de juventud, el
primero, el último. Y lo hizo. Sí, lo hizo después de que el tren se detuviera durante
más de tres horas, quién sabe por qué extraña razón que no pudo averiguar, en
la estación de Medina del Campo. Recuerda cómo la falta de movimiento lo
despertó, cómo se asomó a ver a Andrea que dormía plácida en la litera de
arriba, presa aún del desfase horario tras cruzar el Atlántico, cómo la
niebla llenaba el andén. La imagen tenía un halo extraño, como si no se supiera
si era una película en la que no había animación porque nada se movía, ni el
viento, o si era una mera fotografía fija sobrepuesta a un paisaje que quedaba
oculto detrás. Vuelve a sentir en la lengua el regusto ligeramente amargo de la
cerveza portuguesa que compartió con Andrea durante la cena en la cafetería del
tren. Luego se mezclaría con los besos que por fin se dieron en el pasillo frente a su camarote, apenas conteniendo el ansia por sacarse la ropa.
«¡Fernando!, ¿qué haces?», le grita
Helena horrorizada al entrar a casa, seguida de Hortensia, que se esconde
detrás de su cuñada. Lo han pillado con la bragueta desabrochada y el sexo
entre las manos. Imposible disimular. Ni siquiera lo intenta. Quizá Andrea
también se masturbe imaginándose a bordo del Lusitania.
Un final inesperado....
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