domingo, 6 de septiembre de 2015

Dos paseos por la feria


Dos veces me fui a pasear a la Feria de Tlaltenango este año. La primera a media mañana del viernes, después de mis clases en la escuela. Entonces la feria despertaba apenas. Empecé por el final, por la zona de los juegos mecánicos, todos cerrados a esa hora. Los encargados se iban desperezando poco a poco. Varios sacaban y colgaban al solsobre tendederos improvisados —las láminas de metal alrededor del carrusel, los barandales de la ola o simples cuerdas desplegadas sobre la calle— sus prendas empapadas. Parece que montar la feria equivale a conjurar las lluvias: escasas el resto del verano, imparables estos días. Muchos de los puesteros viven en sus locales transitorios durante los diez días que dura la celebración.



En esos momentos, la feria parecía un lugar no destinado al público. Caminando calle arriba me sentía como intrusa en una intimidad ajena. Apenas me atrevía a sacar fotos, pero la verdad es que nadie me hacía demasiado caso. La fuerza del sol, combinada con la lluvia de la noche, daba pie a una mezcla, no siempre agradable, de aromas diversos y calor. "¿No lleva cocoles?", me preguntaron en varios puestos. Al final pacté llevándome una bolsa recién empacada con la mitad de la cuota habitual. "Es que soy yo sola y diez son demasiados." "Llévese cinco entonces." Los compré, sobre todo, en honor a mi hijo porque le encantan (aunque este año me los coma yo todos).



Finamente y con esfuerzo, aunque la subida no sea tan pronunciada, llegué al puesto de cerámica donde suelo comprar macetas. El encargado, con marcada expresión de desaliento, me informó que este año no habían traído (vienen desde Michoacán), pero que más arriba había otro puesto de Capula. Se sentó con la mirada perdida en un banco mínimo y yo seguí mi camino. En el otro puesto, un joven mucho más entusiasta me acabó vendiendo varias macetas y sendos platitos. Quedó en traerme una azucarera el próximo año. (A la mía se le rompió la tapa, así que creo que finalmente tendré que pegarla.)




Ahora debía recorrer el camino de vuelta hacia abajo para recoger mi coche. Ya empezaba a haber más movimiento, aunque el momento fuerte sea sin duda la tarde, cuando la lluvia lo permite. Hice mi tradicional parada en el puesto de ropa que atiende una familia guatemalteca establecida en México desde hace muchos años. Siempre me reconocen aunque no siempre compre y platicamos mientras admiro las piezas que traen, la mayoría hechas a mano. Esta vez me enamoré de una blusa color palo de rosa bordada con flores lilas, rosas y moradas, pero no me decidí a comprarla (en realidad, ya me había gastado el dinero en las macetas). "Quizá vuelva otro día o los visite en el centro de Cuernavaca donde se ponen los domingos", dije al despedirme. La señora sonrió pero se le notaba un pelín decepcionada. Yo acabé la travesía agotada.



El sábado tenía algunos pendientes, así que salí temprano de casa. Cuando venía de regreso, me detuve en la gasolinería para ver si podía dejar ahí mi coche un rato y luego volver a llenarle el tanque. Un empleado me dijo que no había problema, señal, me dije yo, de que era buena idea volver a la feria. Esta vez empecé desde arriba, donde los puestos de loza resplandecían al sol de la mañana. Llegué al lugar de ropa anunciando que había vuelto a por la blusa rosa. La señora me miró sonriente y esperanzada. Me dijo, en su español cantadito con acento indígena, que la blusa era para mí, pues me estaba esperando doblada bajo otras prendas. Por supuesto que me encantó ver así confirmada mi elección. Le pagué y de inmediato se persignó con los billetes. Era su primera venta del día. "Que tenga buena mano", me dijo, siempre sonriendo. "Que tenga buen día", le respondí y me fui muy contenta con el intercambio: Ambas habíamos dado algo más de nosotras que un simple producto o el dinero correspondiente.

El lunes estrenaré blusa para ir a dar clase.

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