Recurriendo a la RAE, recorrí el camino desde este sustantivo (1. f. Acción y efecto de infatuar), pasando por el verbo (infatuar: 1. tr. Volver a alguien fatuo. U. t. c. prnl.) para llegar, finalmente, al adjetivo y encontrar algún sentido a lo que (me) quiero explicar:
fatuo, tua.
El descubrimiento en esta ocasión tiene que ver con mi propensión a infatuarme casi ante la menor provocación, que puede oscilar entre lo amoroso y lo laboral, por nombrar dos instancias. "Volverme fatua" consiste, en mi caso, en renunciar a la razón y al entendimiento, dejándolos de lado (o en el fondo de un armario durante un largo rato) para darle vuelo a la fantasía de salvación de la que me creo protagonista. Es decir, o se aparece en mi vida aquel primer amor que me jura amor y compañía eternos (y yo me lo creo) o la mejor jefa del universo, ofreciéndome al trabajo de mis sueños (y yo me lo creo). Y en creyéndomelo, me olvido de todo lo demás que compone mi realidad cotidiana y me aviento al precipicio sin paracaídas y con los ojos vendados.
Del primer escenario, este blog siguió en gran detalle la historia iniciada más o menos a finales del año 2013, concluida en agosto del 2014 y aún en procesamiento de su desenlace aquí y ahora.
En el segundo escenario he andado transitando el último mes: desde que me ofrecieron un trabajo nuevo, que me encantó, pero que me llevó de nuevo al borde del precipicio, es decir a estar dispuesta a cerrar mi trabajo actual como maestra de secundaria teniendo una garantía mínima de la propuesta nueva.
Pero me di cuenta a tiempo de que estaba, otra vez, sintiéndome salvada desde afuera sin asumir plena responsabilidad desde adentro. A esto me ayudó, con una perspicacia sorprendente, la directora de la escuela, quien me hizo ver que podía no romper con todo para iniciar algo nuevo, sino hacerlo con pasos más cautos.
Así que hablé con la jefa nueva y pude explicarle que no reculaba, pero que sí necesitaba hacer el aterrizaje más despacio, con cierta audacia pero también cuidándome a mí misma en el proceso. Y lo entendió y yo también entendí más mi patrón al ponerle palabras antes de llevarlo plenamente a la acción.
Quizá se podría hablar de una infatuación medida, o sea, emocionarme, sí, pero sin renunciar a la razón y el entendimiento ni dejarme seducir por mi propia vanidad, infundada y ridícula (y bastante peligrosa). Ante mí queda, pues, el camino para seguir observando mi mente, familiarizándome con ella y renunciando a esa ilusoria salvación externa para concentrarme en la que ocurre a partir de mí misma.
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