Ayer me encontré una catarina cerca de la ventana pequeña de mi sala. Debía actuar rápido pues si la Khandro, una de mis gatas, le echaba ojo, estaba perdida. La subí a un pedazo de papel y la saque al balcón, donde la deposité sobre una planta. Después aproveché para hacerle alguna foto (desde niña me han fascinado estos bichos):
Salí a verla un par de veces más. Se ve que le costó un poco agarrar el calorcito suficiente para despegar. Al final lo logró, supongo, porque ya no lo vi. Después, cuando regresaba a casa después de ir al banco, me la volvía a encontrar sobre una planta en el estacionamiento. Bueno, es poco probable que haya sido la misma, lo sé. Pero dos catarinas en un día es muchísima suerte. La segunda fue menos fotogénica (o yo menos hábil):
Más tarde recordé un texto (fragmento de una novela) que escribí hace años alrededor de un bichito de estos. Hoy me apeteció compartirlo aquí:
LA CATARINA
Elisa está sentada en la orilla
de la alberca. Trae puesto un traje de baño rosa claro con rayas azules y
verdes. El tiempo ya le ha comido el color pero es el que más le gusta. Con ése
se siente segura y protegida, como si nadie le pudiera hacer daño. La alberca
es rectangular y tiene una canal para atrapar el agua que se escapa. Cuando
está de humor, Elisa juega a caminar sobre el borde de la canal con los brazos
extendidos para no caerse. Lo más que ha podido dar son diez pasos sin acabar en
el agua. “Siempre has sido muy torpe”, le resuena una voz en la cabeza cada vez
que pierde el equilibrio. Por eso hoy prefiere meter los pies hasta los
tobillos mientras con la vista cuenta los plátanos que están madurando en el
trozo de jardín al otro lado de la alberca. Antes de sentarse acomoda junto a
ella el sacacosas.
De repente Elisa pega un brinco, se pone de pie, empuña
el largo mango metálico y sumerge la red de la punta en el agua. “No puedo. No
alcanzo. Se va a ahogar y todo por mi culpa.” Le tiembla todo el cuerpo y sus
brazos flacos apenas pueden sostener el sacacosas. A la mitad de la alberca se
alcanza a ver una diminuta rueda roja con puntos negros. “Se va a morir la
catarina. Esta vez sí se va a morir y sus hijos se van a quedar sin mamá.”
Mientras sigue haciendo esfuerzos por alcanzar al pobre bicho medio muerto ya,
se le saltan las venas del cuello y sus hombros se tensan hasta quedar como
cuerdas. El sudor le corre por la cara y tiene la boca abierta pero no emite
ningún sonido. “Ya casi. Un poquito más y la alcanzo”, piensa mientras logra
sumergir la red para luego sacarla con la catarina agonizante.
Da varios pasos hacia atrás luchando por mantener el
sacacosas firme y finalmente da con él sobre los ladrillos rojos. “Todavía está
viva. Se le mueven las patas. Despierta. Ándale. Por favor.” Elisa se acuclilla
junto a la catarina y espera con impaciencia a que el sol la reviva. “Si ésta
se me muere, seguro que me muero yo con ella.” Recuerda los dos escarabajos a
los que sacó del agua demasiado tarde. Nunca volvieron a abrir las alas. Se le
llenan los ojos de lágrimas pero se aguanta y los párpados se las tragan. Se
entierra los dientes en los labios. “Así me voy a quedar hasta que la catarina
se eche a volar.” Cuando su boca está morada por la presión, voltea hacia el
sacacosas. Solo hay una bugambilia descolorida.
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