Y no necesariamente con la frente marchita, es encontrarse con pedazos de uno mismo que se quedaron de alguna manera guardados en otros espacios, acunando otros tiempos. Así me pasó hace poco más de una semana cuando mi amiga Ángela me invitó a comer a casa de su mamá un domingo, después de haberme ofrecido "mi" habitación de siempre en su propio departamento durante un par de noches.
Y nos acordamos cómo cuando teníamos dudas sobre la ortografía de una palabra (si se escribía con "s" o con "c"), le pedíamos a Maruchi que la pronunciara (ceceando, claro) y así se nos despejaban. O cómo siempre había queso Philadelphia a la hora de la comida. O la manera en que nos apoderábamos de la mesa del comedor cuando nos tocaba hacer algún trabajo en equipo. O la primera vez que hicimos una tortilla de papa, siguiendo las instrucciones ancestrales.
Así que volver es mucho más que regresar. Es reencontrar viejos cariños y constatar que siguen vigentes. Es hallar un sentido de continuidad, por efímero que sea, en la propia vida, donde los trozos que creíamos perdidos, o habíamos olvidado, encuentran su lugar de nueva cuenta en el, también transitorio, rompecabezas de nuestra existencia.
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