A mí siempre me ha gustado iluminar (colorear). Desde que me acuerdo.
Aunque antes, al principio, me costaba mucho trabajo.
Me explico.
Cuando era niña, mis papás viajaban con alguna frecuencia a Estados Unidos y siempre nos traían regalos a mi hermano y a mí. Entre los que recuerdo con más viveza, están los libros para iluminar. De arte. De los museos que visitaban. Entre los que se quedaron en mi memoria destaca uno que me parece que tenía a Cesare Borgia en la portada. Sobre un dibujo de Botticelli o de algún otro renacentista.
Era precioso y yo nunca lo iluminé. Me daba miedo no hacerlo bien. Equivocarme y echar a perder el dibujo y el libro todo. Guardaba los libros (me imagino que habría más) para no sé cuándo. Cuando estuviera inspirada. Cuando me importara un bledo lo que pensaran los demás de mí. Ese momento no llegó durante mi infancia, ni en mi primera juventud ni en la segunda. Y allá, quién sabe dónde, se quedó aquel libro con el pobre Cesare Borgia todo descolorido.
Y entonces un día en la escuela, hará tres años o así, la miss de geografía e historia llevó una actividad para los niños que consistía en colorear unas flores. Me ofreció una de las hojas. Acepté encantada y de inmediato me puse a llenarla de color, intentando no salirme no de las rayas, que es algo que me gusta cuando ilumino, porque dibujando soy malísima. Y cuando acabé, le pedí otra. Y recordé cuán feliz era coloreando.
Y luego, hace un año, cerca de mi cumpleaños, mientras acompañaba a Santiago a comprarse un disco, me encontré con un libro para colorear, especial para adultos. (Todavía no me enteraba cuán de moda se habían puesto.) Johanna Basford era la autora. Era precioso. Un autorregalo perfecto. Y me lo llevé.
Santiago me prestó unos lápices de colores que a él le habían regalado hacía años y así empecé. Fascinada. Tanto que necesitaba forzarme a dejar los colores para volver a la compu a traducir o salir al consultorio o a la escuela.
Y empecé a aprender mucho de mi mente mientras iluminaba. Cómo podía ser más perfeccionista y conseguirme unos plumones de punta muy fina para las partes más pequeñas o cómo me podía dar chance y usar crayolas para espacios más grandes. Me hice también de unos lápices Prismacolor, los clásicos de la infancia, que luego me completó mi amiga Carmen con otra caja.
A veces, me voy fijando mucho en los colores que uso, sobre todo si el dibujo está en modo espejo (con dos mitades iguales pero invertidas) y otras, voy haciéndolo según me va saliendo, sin premeditación. He completado mis herramientas para iluminar con un par de cajas más de plumones, bicolores y de doble punta.
Cuando estaba por acabar el primer libro, otra amiga, Ángeles, me trajo el segundo de Inglaterra, una edición original de la misma Johanna, en un papel hermosísimo. Así empecé este año y me puse a experimentar, además, con las sombras. Entonces, hace una semana llegó mi amiga Evelyn, a quien induje al vicio de colorear durante una temporada que pasó en mi casa, y me contó cómo ella ahora estaba combinando colores. ¡Combinando colores! Eso sí que estaba fuera de mi zona de confort. Y me lancé. Y fui aún más feliz. Increíble.
Y he aprendido incluso de cómo evoluciona el lenguaje . Un día compartí en mi grupo de fotografía uno de mis dibujos coloreados (creo que un par de caballitos de mar) y alguien me comentó si iluminaba mandalas, usando el término para referirse de manera más general a cualquier imagen que pueda llenarse de color y no necesariamente a los diseños tradicionales hinduistas o budistas (en esos también he incursionado gracias al regalo de navidad de mi comadre). Interesante, ¿no?
Con creces creo que ha quedado compensado el pobre Cesare Borgia de mi infancia.
Comparto contigo el gusto por colorear! Podemos juntarnos a una tarde de pintar :) besos
ResponderBorrarHagámoslo. Ahora que empiecen las vacaciones. En compañía, es genial. Besos de vuelta.
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