El verbo atardecer me parece precioso. Sobre todo porque no lo hace nadie. Como llover. O nevar.
Eso sí, la tarde cae todos los días. Igual que aparece la luz del día. Aunque ni cuenta nos demos.
A veces prestamos atención y, entonces, vemos atardeceres únicos. Porque nos percatamos. Que únicos son todos. Y cada uno.
Así, la última tarde de junio estaba yo en el comedor de mi casa, iluminando (supongo), cuando volteé hacia afuera y descubrí que atardecía. Con una nube encendida en medio del cielo. Entre rayones de gris oscuro y morado.
Se veía así, a través de unas plantas de mi balcón:
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