La vejez sería, me parece, el quid de la cuestión (o no, según se mire). La Academia no se muestra nada inspirada al definir el término, pero sus propuestas podrían servir, por lo menos, como punto de partida:
1. f. Cualidad de viejo.
2. f. Edad senil, senectud.
3. f. Achaques, manías, actitudes propias de la edad de los viejos.
4. f. Dicho o narración de algo muy sabido y vulgar.
O podrían no servir.
Entonces, el término "senectud" quizá:
1. f. Período de la vida humana que sigue a la madurez.
Aunque, como se ve, tampoco.
Bueno, vayamos a "madurez":
2. f. Período de la vida en que se ha alcanzado la plenitud vital y aún no se ha llegado a la vejez.
3. f. Buen juicio o prudencia, sensatez.
¿Será que una vez pasada la "madurez" y alcanzada la "vejez" se pierden el buen juicio y la sensatez? ¿Cómo sabemos cuándo comienza y termina cada uno de estos periodos ? ¿Qué es la plenitud vital?
Para mi mamá, la vejez eran las manchas en las manos. Para mi papá, la visión de sus propios padres ancianos a quienes, de hecho, fue visitando cada vez menos a medida que envejecían. Creo que le aterraba atestiguar el deterioro inevitable que provoca el paso de los años.
Para mi querida amiga Dasha, la vejez fue plenitud, liberación, la oportunidad de dedicarse a sí misma sin las ataduras de etapas previas, entre las cuales las relaciones de pareja le habían consumido mucho tiempo y energía. También es cierto que su único arrepentimiento en la vida fue no haber ahorrado en preparación para el último periodo de su vida (por decirlo de otro modo), lo cual hizo sus años finales más complicados de lo que podrían haber sido (o no, eso nunca lo sabremos en realidad).
Yo hace unas semanas, animada por algunas colegas de la escuela, empecé una averiguación para conocer mi situación en términos de una posible pensión (llegada la vejez y la incapacidad o falta de ganas o lo que sea para trabajar). Dos reuniones con los expertos en el tema bastaron para confirmar lo que me temía: lo peor (o lo mejor, según se mire). El caso es que tal como pintan las cosas en este momento, no tengo derecho a ninguna pensión. Hay por ahí una cuenta con algún dinero (cuya cantidad aún desconozco), lo que quedó cuando en mi último trabajo en el gobierno me "aconsejaron" optar por la modalidad que, por supuesto, era la peor para mí (supongo que la mejor para "ellos"). Para acceder a una pensión a través de la otra institución, tendría que cotizar no sé cuantísimas semanas más y, entonces, considerar la posibilidad de seguir trabajando casi indefinidamente para alcanzar una pensión mínimamente decente, haciendo yo mis propias aportaciones.
La verdad es que sí, después de ambas reuniones, me sentí deprimida, decepcionada, frustrada y, quizá lo más importante, sumamente incómoda con el panorama: Vivir para alcanzar una seguridad (que de sobra sé que es mucho más huidiza de lo que la mayoría quisiera, si no totalmente inexistente). En otras palabras, dejar de vivir para guardar para ese futuro que ni siquiera sé si llegará. Y, al paso de los días y de alguna plática con otra amiga en una situación similar, he llegado a ver con más claridad cómo todo el camino así planteado a fin de cuentas va en contra de mi práctica de soltar —un poco, algo, todos los días— y de aprender a centrar mi atención y mis esfuerzos más en el beneficio de los otros que en el mío propio, aun cuando lo que parecen sugerir todos los mensajes de este mundo neoliberal en donde nos tocó vivir es exactamente lo contrario: la búsqueda de la seguridad y la satisfacción de la ambición a toda costa.
Y, bueno, ya para completar la montaña rusa, a todo esto se ha sumado, por un lado, las ausencias de siempre y los recuerdos, y por el otro, otra vez, el nido vacío. Sí, Santiago se fue de casa por tercera vez hace cinco meses, pero ahora hará una escala de unos cuantos días antes de instalarse en la Ciudad de México para estudiar en la UNAM. Y entonces, vuelve a centellear esa pregunta sobre cuál es el sentido de mi vida ahora, después de tantos años de actuar sin mayores cuestionamientos.
Y entre varias respuestas posibles, la más importante que ha ido emergiendo es que puede ser lo que yo quiero que sea, en una suerte de "segunda adolescencia", en el sentido de que, mientras el hijo va tomando su propio camino, yo puedo, también, retomar el mío, reinventarlo, redefinirlo, y no necesariamente según los cánones neoliberales, que dictaminan que para los 30 hay que establecerse y, por consiguiente, dejarse de sorprender y que lo que uno no hizo antes, ya no podrá hacerlo nunca.
Todo lo contrario: En cada instante la liberación es posible.
Sin duda.
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