La humildad es el vehículo
lunes, 30 de octubre de 2017
Invitado: Chogyam Trungpa Rinpoché
sábado, 28 de octubre de 2017
ahora recuerdo
ahora recuerdo
por qué fue
así
como fue
ahora recuerdo
por qué
me alejé
cuando me alejé
ahora recuerdo
cómo duele
seguir
esperando
y recuerdo
también
cómo no
necesito
volver
ahí
martes, 24 de octubre de 2017
Otoño 7
En Cuernavaca, el otoño es una explosión de flores amarillas, anaranjadas, rojas, blancas, lilas, que crecen silvestres en los estacionamientos o en los terrenos baldíos a los lados de las calles, preparándose para recibir a los muertos, que vienen ya en camino:
y mi favorita, la más espectacular: yo creía que solo crecía a orillas de la carretera y me la encontré en plena Subida a Chalma |
lunes, 23 de octubre de 2017
Reencuentro en 3 actos
y un epílogo
1
Llegué con más de 20 minutos de anticipación y me puse a hacer tiempo. Caminé una cuadra de ida. Luego de vuelta. Luego hasta la esquina de otra calle. Detrás de un árbol, vi la hora. Estaba nerviosísima. Hacía 5 años que nuestra relación había quedado suspendida, por iniciativa mía. Y ahora por iniciativa mía, nos tomaríamos un café.
2
Ya estaba ahí. Con su café. Esperando. Me acerqué. Le di un beso. Lo toleró. Casi inmóvil. "¿Ya tienes tu cafecito?". Pregunté lo obvio (¡y en diminutivo!), por decir algo. Me fui por mi café. De espaladas, me preguntaba tantas cosas.
3
Me senté enfrente. Y empezamos a hablar. Y seguimos hablando. Y hablando. Conectándonos como siempre. Como si retomáramos una conversación comenzada unos cuantos días antes. Y me relajé. Y se relajó. Y me preguntó si tenía tiempo para otro café. Y fui a la barra a pedirlos. Y ella se quedó cuidando las bolsas. Y seguimos hablando. La gente iba y venía. La luz cambiaba. Y hablábamos.
*
"Voy a ir levando anclas", dijo. "Yo también", respondí. Recogimos nuestras cosas. Nos enfilamos hacia la puerta. Salimos juntas. Ella había dejado su coche en el valet parking; yo, en la calle de al lado. Nos despedimos, con un beso y un abrazo, mutuos, y algún comentario de lo bien que lo habíamos pasado. "Estamos en contacto", dijimos.
Camino a casa, vi que habían transcurrido 3 horas y media de plática. Casi como antes. Volví con una mezcla de gusto y de nostalgia. Con incertidumbre de lo que vendrá.
Con un arrepentimiento, apenas formulado, por los 5 años perdidos...
domingo, 22 de octubre de 2017
De vuelta a "Nada"
(alguna vez me aterraba pensar en cómo los elementos
de mi vida aparecían y se disolvían para siempre apenas
empezaba a considerarlos como inmutables)
p.151
Yo leí la primera novela de Carmen Laforet, la que escribió a sus 23 años, la que se ganó la primera edición del Premio Nadal, a instancias de mi padre. (Mucho de mi camino en el universo de la lectura fue a instancias de mi padre y de él heredé inclinaciones y preferencias, como esta escritora o su tocaya, Carmen Martín Gaite.) No recuerdo la edad que tendría yo cuando leí Nada por primera vez. Menos de 23, seguro, y, quizás, ya habría salido de la prepa. De eso no estoy segura. (Aquí volví a ella en el blog hace más de seis años.)
Tampoco me acuerdo si la leí antes de ir a Barcelona por primera vez, a mis 17, o después. Lo más seguro es que para mi segunda visita a la ciudad condal, a mis 20, ya habría yo leído los ires y venires de Andrea en ese mismo sitio, durante los 12 meses de su vida que giraron, o estuvieron anclados, en el piso familiar de la Calle Aribau. Alguien alguna vez me mandó una foto de esa calle, recordándome que ahí había vivido Andrea. Y ese alguien, también, tomó prestado el nombre de la protagonista de Nada para bautizar a una suerte de alter ego mío.
Hacía bastante tiempo que tenía yo la inquietud de volver a leer Nada, de arriesgarme a revivir la experiencia más de 30 años después. Yo recordaba haber leído un ejemplar forrado de tela azul, de la Colección Áncora y Delfín, antes de que Ediciones Destino fuera tragada por alguno de los monstruos editoriales del momento. Cuando mi madre murió y mi hermano me mandó algunos de los libros de su casa, tuve la esperanza de encontrármelo, pero no fue así. El verano pasado, para mi sorpresa, fue mi hijo quien se encontró en la casa otro ejemplar de la novela, en la misma colección pero con pasta negra (quizá era el mismo y a mí la memoria me tiende trampas). Entonces pensé que sería una buena idea que mis alumnos de tercero de secundaria leyeran la novela y, así, yo tendría la ocasión perfecta para volver a ella.
Las chicas y los chicos de la escuela disfrutaron mucho hacer juegos de palabras con el título de la novela y, para mi sorpresa, también disfrutaron la lectura o por lo menos cumplieron con ella y se involucraron. (Mientras yo la releía, reencontrándome con una Barcelona bastante sombría, al tamiz de los ojos de Andrea, y conmigo misma cuando me sentí como Andrea, en busca de la libertad y atrapada en unas redes ajenas, me topé con aquellas escenas tan violentas en el piso de la Calle Aribau y me preocupó que la lectura fuera demasiado fuerte para unos quinceañeros.)
Y entonces llegó el día de la discusión de la novela. Una de las chicas declaró, con gran aplomo, que lo que contaba lo novela no le había gustado tanto como la manera en que estaba contado. (¡Guau! —pensé— Mira cómo se te han convertido en buenas lectoras...) Varios de sus compañeros estuvieron de acuerdo e hicieron comentarios interesantes sobre los ecos de la guerra en el piso de la calle de Aribau y la frustración de Andrea en su búsqueda de la felicidad y la libertad.
Todos estuvimos de acuerdo en que el cierre de su año en Barcelona y su partida hacia Madrid era una gran liberación. (Menos mal...) Y entonces yo les compartí lo que a mí se me había ocurrido al releer Nada: Que el tránsito de Andrea por la capital catalana podía entenderse como una especie de rito de iniciación, tras el cual la protagonista saldría liberada de las ataduras que no podría haber desecho desde afuera sino solamente atravesándolas. Y Madrid se le presentaba, entonces, como la fuente de luminosidad que no había encontrada en la ciudad de su familia materna.
Y ahora que escribo esto, pienso que ese tránsito del personaje de Carmen Laforet, se parece a mi propio tránsito (como escritora) mientras escribo mi novela y vuelvo, también, a la Barcelona de una historia vieja, para poder finalmente dejarla atrás...
Tampoco me acuerdo si la leí antes de ir a Barcelona por primera vez, a mis 17, o después. Lo más seguro es que para mi segunda visita a la ciudad condal, a mis 20, ya habría yo leído los ires y venires de Andrea en ese mismo sitio, durante los 12 meses de su vida que giraron, o estuvieron anclados, en el piso familiar de la Calle Aribau. Alguien alguna vez me mandó una foto de esa calle, recordándome que ahí había vivido Andrea. Y ese alguien, también, tomó prestado el nombre de la protagonista de Nada para bautizar a una suerte de alter ego mío.
Hacía bastante tiempo que tenía yo la inquietud de volver a leer Nada, de arriesgarme a revivir la experiencia más de 30 años después. Yo recordaba haber leído un ejemplar forrado de tela azul, de la Colección Áncora y Delfín, antes de que Ediciones Destino fuera tragada por alguno de los monstruos editoriales del momento. Cuando mi madre murió y mi hermano me mandó algunos de los libros de su casa, tuve la esperanza de encontrármelo, pero no fue así. El verano pasado, para mi sorpresa, fue mi hijo quien se encontró en la casa otro ejemplar de la novela, en la misma colección pero con pasta negra (quizá era el mismo y a mí la memoria me tiende trampas). Entonces pensé que sería una buena idea que mis alumnos de tercero de secundaria leyeran la novela y, así, yo tendría la ocasión perfecta para volver a ella.
Las chicas y los chicos de la escuela disfrutaron mucho hacer juegos de palabras con el título de la novela y, para mi sorpresa, también disfrutaron la lectura o por lo menos cumplieron con ella y se involucraron. (Mientras yo la releía, reencontrándome con una Barcelona bastante sombría, al tamiz de los ojos de Andrea, y conmigo misma cuando me sentí como Andrea, en busca de la libertad y atrapada en unas redes ajenas, me topé con aquellas escenas tan violentas en el piso de la Calle Aribau y me preocupó que la lectura fuera demasiado fuerte para unos quinceañeros.)
Y entonces llegó el día de la discusión de la novela. Una de las chicas declaró, con gran aplomo, que lo que contaba lo novela no le había gustado tanto como la manera en que estaba contado. (¡Guau! —pensé— Mira cómo se te han convertido en buenas lectoras...) Varios de sus compañeros estuvieron de acuerdo e hicieron comentarios interesantes sobre los ecos de la guerra en el piso de la calle de Aribau y la frustración de Andrea en su búsqueda de la felicidad y la libertad.
Todos estuvimos de acuerdo en que el cierre de su año en Barcelona y su partida hacia Madrid era una gran liberación. (Menos mal...) Y entonces yo les compartí lo que a mí se me había ocurrido al releer Nada: Que el tránsito de Andrea por la capital catalana podía entenderse como una especie de rito de iniciación, tras el cual la protagonista saldría liberada de las ataduras que no podría haber desecho desde afuera sino solamente atravesándolas. Y Madrid se le presentaba, entonces, como la fuente de luminosidad que no había encontrada en la ciudad de su familia materna.
Y ahora que escribo esto, pienso que ese tránsito del personaje de Carmen Laforet, se parece a mi propio tránsito (como escritora) mientras escribo mi novela y vuelvo, también, a la Barcelona de una historia vieja, para poder finalmente dejarla atrás...
¿Quién puede entender los mil hilos que unen las almas
de los hombres y el alcance de sus palabras?
p. 208
viernes, 13 de octubre de 2017
margarita 2
lunes, 9 de octubre de 2017
A tres semanas (casi)
Mañana se cumplirán tres semanas del terremoto aniversario del otro terremoto y yo no puedo acabar de aterrizar de vuelta. Quizás porque no hay vuelta. Porque el mundo es otro. Cambió. Como cambia a cada instante. Y escribir me alivia. Y así me empecé a aliviar, tres días después del "temblor" (me sorprende cómo los mexicanos les decimos así, "temblores", aunque sean terremotos), escribiéndole una crónica a una amiga en Barcelona. Hoy la transcribo aquí (con algunas variaciones), para seguir sanando:
Yo el martes 19 de septiembre estaba en casa. No había ido a trabajar a la escuela, pues tenía mucha gripa. Recién había terminado de hablar con una amiga en la Ciudad de México por el skype, cuando empezó a moverse mi departamento de una manera que no había sentido nunca y eso que llevo toda la vida viviendo en zona sísmica. Lo primero que vino a mi mente fue: "Esto se va a caer". Entonces corrí a la puerta, abrí la reja, cerrada con llave, y salí despavorida. Mis gatas se habían escondido y no podía sacarlas, pero pensé que si dejaba la puerta abierta y se salían, se perderían y entonces morirían. Me regresé a cerrar la puerta. Escuchaba cómo se caían cosas dentro. Llegué a la planta baja, donde había otros vecinos, preocupados, gritando, como idos. Algunos establecían contacto. Otros, no. Yo estaba en pijama, pero todo eso en ese momento no importaba.
Después de un rato, ayudé a una vecina a subir unas bolsas de súper antes de que fuera por su hija a la escuela. Entré a mi departamento por mi teléfono celular, vi el monitor de la computadora en el piso, cara abajo, pero funcionando. Apagué todo. Había muchas cosas rotas y hechas pedazos en el piso. Volví a salir. No tenía señal. Me fui hacia la caseta de guardias que resguardan los edificios para ver si tenían el teléfono en funciones y tratar de localizar a mi hijo en Ciudad de México. Nada. Me encontré con un vecino-amigo boliviano en el jardín, junto a una de las albercas, en pijama también y en shock. Lo abracé. Me puse a llorar. Me preguntó si íbamos por su hijo a la escuela. Tampoco podía localizar a su esposa, que estaba en el trabajo, en un edifico que resultó muy dañado. Le dije que por supuesto fuéramos por su hijo y luego por su esposa.
Resultó que ayudarlo a él, que le costaba trabajo tomar decisiones, me ayudó a mí. No sabíamos aún las dimensiones de lo ocurrido. Y yo seguía sin poder localizar a Santiago (tardé casi 8 horas en lograrlo). Tardamos un buen rato en el tráfico (había tramos donde el olor a gas era fortísimo), pero recogimos a la esposa de mi amiga, embarazada y muy asustada, pero bien. Volvimos a casa. Decidimos comer en el jardín, tipo pic-nic, juntamos la comida y empezamos a convivir y a apoyar a otros vecinos. A hablar. Yo temía volver a casa. Y aún no localizaba a Santiago. Y ya se acercaba la noche.
Finalmente volví, prendí mi compu, me puse a barrer objetos rotos (muchos adornos habían perdido la cabeza, literalmente), a contestar mensajes, a hacer llamadas, a limpiar la arena de mis gatas, en un estado como partida en varios pedazos. Me acordé que tenía ropa en la lavadora desde hacía horas y que se iba a apestar. (Qué rara es la mente.) La colgué en el balcón. Finalmente, un amigo de mi hijo me habló para decirme que ya había hablado con él. Le hablé yo. Un alivio enorme. Y entonces empaqué una bolsa para irme a dormir a casa de mis amigos. (Me daba miedo dormir en casa sola.)
Al día siguiente me pasé casi el día entero con ellos. (Tienen un niño de 6 años, que se ha enamorado de mí y yo de él...). Pasé unos ratos en mi casa, con mis gatas, viendo mensajes. Comimos juntos. Luego fuimos al súper por víveres que llevamos a la Cruz Roja. Volvía a mi casa otro rato. Volví a la de ellos. Me puse a vomitar (creo que era más el susto guardado que otra cosa). El niño quiso ver una peli. Me quedé dormida y luego ya me fui a su cama (él se quedó con los papás). Esta mañana desayunamos algo juntos, los papás bastante pegados a sus celulares, con unas imágenes terribles de la tragedia y también de la solidaridad. Y ya me tocó volver a casa. Hablé con mi hijo, que llega al rato. (Las clases están suspendidas hasta nuevo aviso.) Yo me bañaré, comeré y me iré al consultorio a ver tres pacientes.
Y hasta ahí, el 21 de septiembre. Hoy ya es 9 de octubre. Y yo aún me mareo en casa y siento que vuelve a temblar varias veces al día. Y me siento resquebrajada por dentro (como mucha de la gente que me rodea). Al principio tenía la sensación de que la cotidianeidad se había roto y con ella muchas cosas, grandes y chicas. Ahora la cotidianeidad ha medio vuelto. Pero, claro, nunca volverá a ser la misma.
El sábado, después de un taller sobre teatro de participación, en el que me involucré con un grupo de personas para seguir trabajando en las comunidades afectadas por el "temblor" y ayudarnos a sanar, salimos a la calle y nos encontramos con que estaban demoliendo la barda de la casa al otro lado de la calle. Varios días había estado apuntalada para evitar que se derrumbara, pero ahora ya prácticamente había desaparecido. Se veía la casa desnuda al fondo, y al frente, las raíces de dos hules enormes se habían quedado sin tierra de donde agarrarse, pues sus raíces se habían entretejido con las piedras que formaran la barda.
Quizá esta sea una buena imagen de cómo varios nos sentimos por fuera y por dentro:
domingo, 8 de octubre de 2017
Invitado: Dzogchen Ponlop Rinpoché
Cómo trabajar con la depresión
Depresión. Nunca había oído la palabra hasta que llegué aquí, a América. Mientras crecía en la India, nunca conocí a nadie allá que tuviera depresión. Pero viviendo aquí en los Estados Unidos, llegué a aprender más acerca de la depresión. Después de estar aquí durante un rato, la puedes sentir tú mismo también.
Desde mi perspectiva, cuando experimentamos estos estados mentales tan difíciles, es importante ver que, de hecho, estamos parados en una encrucijada. Es un momento crítico. Es como si hubiera una línea muy delgada ahí. Y si cruzas esa línea, podrías perderlo todo.
Pero si tomamos esta oportunidad para trabajar con nuestra mente, podemos ver, antes que nada, que estamos en un punto donde no hay manera de ir más abajo. Solo puedes ir hacia arriba desde ese punto. Has tocado fondo y es una gran oportunidad en el sentido de que, si podemos trabajar con nuestra mente y movernos hacia arriba, entonces aun los estados mentales más difíciles no pueden de hecho, dañarnos. Podemos usar esa experiencia para desarrollar una mente fuerte y positiva.
Uno de nuestros primeros problemas es que tendemos a hablar y pensar acerca de los estados mentales difíciles.
Por ejemplo, decimos: “Estoy deprimido.” Cuando dices: “Estoy deprimido”, suena casi como si tú mismo fueras la depresión, lo cual, por supuesto, no es el caso. Tú no eres depresión. ¡Tú eres tú! Y estás teniendo un momento, una experiencia o un pensamiento de depresión.
Pero si observas el pensamiento o la sensación de depresión y piensas: “Ah, estoy teniendo un pensamiento de depresión en este momento” o “Estoy teniendo una sensación de depresión”, entonces la experiencia ya se torna más ligera, en lugar de que parezca ser continua, como si pudiera seguir para siempre. Si puedes ver la experiencia e identificarla como este momento solo de experiencia, entonces no tienes la sensación de estar atorado.
Trabajar con los estados mentales difíciles: Un ejercicio contemplativo
Se han hecho muchos estudios que dicen que simplemente nombrar las emociones reduce su poder. Así que meramente identificar nuestros pensamientos y emociones negativos es una forma muy útil de liberar su energía.
Aquí hay una manera de trabajar con tu mente cuando está en un estado difícil, tal como enojo, depresión o ansiedad.
1. Comienza simplemente trayendo tu mente al momento presente.
2. Observa tu experiencia tal como es en este momento, sin juicios, sin interpretaciones.
3. Simplemente identifica esa experiencia: “Siento cómo está surgiendo el enojo ahora.” “Estoy experimentando ansiedad.” “Tengo un pensamiento de depresión.”
4. Una vez que has identificado el pensamiento o la experiencia, chécate internamente. ¿Cómo te sientes? Nota tu estado mental en este momento. ¿Hay alguna diferencia?
Cuando identificas los pensamientos y las emociones perturbadoras a medida que surgen, puedes obtener algo de espacio y distancia con respecto a ellas y esto puede traer algún sentido de alivio. Cuando puedes verlo e identificarlo claramente, entonces aun si estás teniendo un momento de depresión, este puede volverse una experiencia mucho más ligera.
Al continuar practicando esta manera de observar los estados mentales difíciles, puedes desarrollar bastante habilidad, mucha sabiduría para soltar y liberar esa sensación o experiencia de depresión.
jueves, 5 de octubre de 2017
Historia de una planta 2
Hace añísimos (Santiago era un bebé en ese entonces), Adrián y yo andábamos de paseo por Tepoz y alrededores y nos llamó la atención un puesto de plantas sobre la carretera: solo cactáceas. Grandes, pequeñas, con flores, sin ellas, con espinas o sin espinas. Quizá hubiera también alguna suculenta. Decidimos comprar una, esa que parecía una piedra. Venía en un pequeña maceta de plástico café. La llevamos a casa y empezamos a cuidarla. Crecía muy despacio.
Cuando nos separamos, la "piedra" se vino conmigo. Y la seguí cuidando. Y siguió creciendo. Muy despacio. Cuando llegamos al departamento donde llevamos ya 12 años, la coloqué en el balcón y un buen día, sin querer, la empujé y cayó dos pisos. Bajé corriendo a por ella. La maceta se había roto y la planta estaba herida pero completa.
Entonces la recogí con cuidado y la volví a subir. Desalojé una maceta que ya tenía solo yerbas y la trasplanté, disculpándome por mi descuido y deseando que sobreviviera. De eso, debe hacer uno o dos años. Seguí cuidándola, maravillada de que se repusiera de la caída. Al poco tiempo, noté que le salían unas pequeñas protuberancias peluditas al centro de las seis gajos que la componen. Pensé que podría estar a punto de florear, pero las protuberancias se quedaron así, sin mayor cambio. Hasta que hace unos días, después del terremoto del 19 de septiembre de este año, salí al balcón, a recoger ropa seca, quizá. Estaba de mal humor, o más bien con esta sensación de resquebrajamiento interno que nos ha quedado a muchos después del sismo. Entonces descubrí que la piedra tenía una preciosa flor, amarillo claro. Sorprendida y encantada, tomé la maceta entre mis manos y se la enseñé a Santiago, que estaba pasando en Cuernavaca unos días, esperando volver a clases en la Ciudad de México. "Mira", le dije entusiasmada, "floreó". Y le saqué unas cuantas fotos. En ese momento, mi malestar cesó dando paso a un espacio abierto.
Como esta planta, como tantos seres, la vida sigue a pesar de las resquebrajaduras o con todo y ellas. No desaparecen. Nos dejan marcados. Y aprendemos a seguir viendo de otro modo.
Nuevo.
Diferente.
Eso debe ser la tan mentada "resiliencia", la "capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos", como la define la RAE.
Menos mal que siempre hay alguien por ahí que nos lo recuerda cuando nos preguntamos cómo hacer para seguir, cuando incluso levantarnos de la cama parece, de pronto, una tarea inabarcable.
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