Ahora sí pude vivir el fenómeno, en compañía de mi hijo. El cielo estaba despejadísimo y, además, la luna estaba llena. Desde la ventana de mi estudio, fui siguiendo el trayecto de nuestro satélite (pegadito a la pared de mi edificio) y sacando algunas fotos.
Aquí la luna llena y el conejo atravesados por una antena |
Aquí la sombra de la tierra cubriendo media luna |
Acá la visión muy particular de mi camarita rosa |
Y acá, finalmente, la luna roja y tan esférica |
Para el momento cumbre, convencí a mi hijo de bajarnos al jardín y tendernos en el pasto bocarriba. Y así estuvimos, unos 15 o 20 minutos, viendo a la luna oscurecerse y ruborizarse al mismo tiempo.
«Ahora sí que se ve en 3D, ¿verdad?», le comenté a Santiago.
Él asintió.
Y seguimos mirando el cielo.
En silencio.
Junto a Orión, de un lado, y a Cástor y Pólux, del otro (eso lo verifiqué en los comentarios de Ángela de la mañana siguiente).
Antes de dormirnos, confirmamos que el conejo había vuelto.
Él y la luna se veían muy lejanos y muy pequeños.
Pero estaban.
Al día siguiente me encontré en el Facebook con una descripción de mi amiga Laura Emilia que puso en palabras justo lo que yo había sentido:
«Cuando la Luna se torna opaca, se advierte su tridimensionalidad. Entonces se ve realmente que es un objeto suspendido en el cielo. Hay algo fascinante pero aterrador en ello.»
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